Papá también está un poco impresionado. Cree, como Terencio, que las mujeres, igual que los niños, se corrigen con leves sentencias. Y apunta algunas apropiadas al caso. «La señorita silenciosa parece mejor que la locuaz». El discreto señor hace algunas observaciones filosóficas sobre la coquetería. A su juicio la coquetería no tiene más fin que hacer subir las acciones de la belleza. Pero el prudente papá advierte que es necesario tener sentido de la medida; no hacerlas subir demasiado, porque pueden caer de golpe una vez descubierto que se abusa del recurso para hacerlas subir. Papá agrega otros razonamientos graves, discretos, oportunos. «No hay que ser criticona», dice. Y volviéndose a la esposa, agrega: «Según Schiller, la mujer tiene ojos de lince para ver los defectos de las demás mujeres». Y luego agrega por cuenta propia: «Los hombres nos enteramos de los defectos de una dama por otra dama; pero adquirimos mala idea de quien nos suministra la información».
Ya la señorita está ataviada: un traje primoroso realza su figura: primor sobre primor. «Está elegantísima», observa la señora al esposo. «Sí, sí, dice éste, muy elegante, muy linda». Y recordando las palabras de un pedagogo argentino agrega: «Pero hay que ser también «paqueta» por dentro: que a la figura elegante no corresponda un espíritu deforme». La señora confía en que la niña será siempre muy buena. «Es nuestra hija», termina. «Es verdad,—asiente el padre conmovido—; será buena, porque es nuestra hija».
Entre observaciones, besos y mimos, la señorita, llena de alegría y de ilusiones, se dispone a presentarse en sociedad.
EL MATRIMONIO
Se ha dicho muchas veces que el matrimonio es la tumba del amor. Por eso sin duda los diversos poetas que han cantado la vida de Don Juan no casan nunca a su héroe. No han querido someter a prueba su capacidad amorosa ni la consistencia de su sentimiento.
Y es que Don Juan no es un verdadero enamorado. Balvo, un filósofo modesto, pero muy discreto, destruye con cuatro palabras todas las apologías rimadas que se han hecho de Don Juan: «quien ama a muchas, no ama mucho; quien ama a menudo, no ama largo tiempo; quien ama con variedad, no ama dignamente».
Entre los poetas y este modesto filósofo, la elección no es dudosa para nosotras. La consistencia del amor se prueba en el matrimonio; sólo una larga convivencia nos demostrará si el corazón está bien puesto, en quicio permanente.
Por lo demás algo hay de cierto en eso de que el matrimonio es la tumba del amor. No en balde la frase goza de tanta difusión en el mundo. Pero es porque el amor, en su forma exaltada, sólo es, como dice Voltaire, un cañamazo dado por la naturaleza y bordado por la imaginación. Ahora bien: el cañamazo, la belleza física, no resiste la tiranía del tiempo que imprime las tristes huellas de la decadencia; y la imaginación bordadora también acaba por sosegarse y quedar sustituída por una dulce y reflexiva calma.
Entonces el amor no tiene más que una salvación: el cariño. Los poetas, que son los mayores perturbadores del mundo, siempre han desdeñado, por subalterno, este sentimiento, que es mucho más fundamental y más sólido que el amor. El amor es la llama; quizá no pase de una fogata fugaz; el cariño es el rescoldo hecho de la buena y diaria lumbre del hogar, de la mutua adhesión, del perdón mutuo, de la recíproca tolerancia, de los comunes gozos y sufrimientos, de las alegrías conjuntas y de la fusión de las lágrimas. El amor tiene un enemigo que le vence siempre: el tedio. El cariño no tiene enemigo que le venza, porque está apoyado en el sentimiento de convivencia. Vale más, mucho más, el calor del rescoldo que el de la fogata. Cuando la fogata no se convierte en rescoldo, sólo quedan de ella frías cenizas. Brasa y no pavesa ha de ser lo que quede de la juvenil exaltación espiritual y del ardor de los sentidos. «¡Te amo!». Es una frase de novela, excesiva, afectada. «Te quiero», es una frase más sencilla, más grave, más profunda y más humana. «¡Te amo!», dice Don Juan, que nunca fué un hombre honrado. «Te quiero», dice el hombre de bien, que seguramente cumple lo que dice.
Saber convivir... He ahí el secreto del buen matrimonio. Dar normas fijas es imposible, puesto que hay tanta variedad de caracteres y de circunstancias cuantas parejas constituyen la organización monogámica del mundo.
Desde luego la cualidad esencial de la mujer es la dulzura. La palabra suave quebranta la ira. Una mujer colérica es el mayor tormento de un hogar. A mí, personalmente, me produce la impresión de un canario hidrófobo; algo, en fin, absurdo y horrible. Cuéntase que uno de los siete sabios de Grecia (Solón, Bías, Tales, Anacarsis, Pitaco, Quilón, Periandro, no se sabe cuál; lo mismo da, cualquiera....) tenía un discípulo que estaba enamorado. El novio, lleno de entusiasmo, refería al maestro las cualidades de su futura. «Es hermosa como el lucero de la mañana»—decía el joven. El filósofo escribía: «cero».—«Es rica, como la heredera de Creso»—añadía el doncel. El genio griego volvía a escribir: «cero». (La dote, pensaría probablemente el filósofo, es la gran virtud de los padres). El enamorado agregó: «Es inteligente». Y el gran hombre puso otra vez: «cero».—«Es noble»—«Cero».—«Tiene muy buena parentela».—«Cero».—«Buena educación».—«Cero». El enamorado miraba atónito a su querido maestro. Por último le dijo: «tiene un carácter dulce». Y entonces el sabio heleno, el más sabio de los siete sabios, estampó la unidad a la izquierda de todos los ceros que había ido poniendo, para demostrar que sólo así adquirían valor las demás cualidades.
Todo es grato al lado de una mujer dulce: todo es amargo al lado de una irascible. Seductora es la belleza, atrayentes la espiritualidad y el donaire; pero es la dulzura la que más retiene al hombre. Y la felicidad del matrimonio está en retenerse mutuamente. Palabras suaves, conceptos delicados, ademanes tranquilos forman el mayor encanto de la mujer. Madame Neker, cuyo ingenio lució tanto en los salones de Versalles, en los momentos precursores de la Revolución, cuando todas las pasiones estaban a punto de estallar, solía decir a sus amigas que las palabras ofenden más que las acciones, el tono más que las palabras y el aire más que el tono. La esposa del famoso hacendista hubiera podido dictar una cátedra de psicología conyugal. Dulzura, suavidad, amigas mías. Los hombres rompen los eslabones de una cadena de hierro; en cambio hallan agradable la atadura si ella está formada por tenues hilos de seda. Sean nuestras palabras como nuestros brazos en las horas de deliquio: suaves, blandas, dóciles. Yo, como mujer, gusto mucho de oir hablar a los maridos de sus respectivas esposas. Y he observado que cuando elogian el ingenio, la gracia, la belleza, la elegancia o cualquier otra cualidad física o moral, lo hacen sin mayor calor. En cambio, cuando dicen: «mi mujer es una pastaflora», dan a su expresión un tono de íntima ternura que revela cuánto impresiona a su espíritu esta cualidad femenina.
La popular frase transcripta encierra las principales virtudes de la mujer: la bondad, la resignación, el avenimiento a todas las circunstancias, la tolerancia, la encantadora docilidad.
Defecto grave en la mujer es tener un espíritu contradictor, una voluntad terne, un carácter terco. A la mujer no debe costarle ceder. La testarudez es buena y honrosa en los generales que defienden un fortín. Para la mujer, ceder es conseguir—siempre que el marido sea tierno, delicado y comprensivo. Jamás la mujer—y esto es importantísimo—debe herir al marido en aquello en que cifra su amor propio. Téngase en cuenta que el amor propio es más fuerte que el amor; como que muchas veces se ama por amor propio, más aun que por amor a la persona amada. Cuidado, pues, mucho cuidado con herir el amor propio del marido. Yo (y perdonen mis amigas que me ponga como ejemplo; lo haré pocas veces) estoy casada con un estanciero, hombre bonísimo, inteligente, gentil, cordial, que me quiere tanto, tanto... como yo a él, lo que equivale a buscar términos de comparación con lo infinito. Pues bien, mi marido es aficionado a la historia natural y presume de conocer como nadie (y conoce, yo lo afirmo, porque le quiero mucho, y esta es una razón definitiva) la fauna argentina