Recuerdos Del Tiempo Viejo. José Zorrilla. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: José Zorrilla
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 4057664186034
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mis ojos indiscretos en el aposento inmediato, cuya puerta habia dejado él abierta. Parecióme á mí la de un paraiso: una mujer pequeña y fina, esbelta y ondulosa como una garza, con una cabellera como los arcángeles de Guido Reni y con dos ojos límpidos y serenos como los de las gacelas, esperaba reclinada en un mueble á que su marido concluyera con el importuno que habia venido á separarle de ella. Cuando aquel me dijo, con los más atentos modales, que sentia no necesitarme porque acababa de dar á otro la plaza que su hermano le pedia, me marché cabizbajo y cariacontecido, pero convencido perfectamente de que un hombre que tenia aquella mujer no debia necesitar de mí ni de nadie, y dí conmigo en la Biblioteca. No estaba ya en ella Joaquin Massard, pero me habia dejado una tarjeta, en la que me decia: «¿Puede V. traerme los versos á casa, á las tres? Comerá V. con nosotros.»

      A los tres cuartos para las tres eché hácia la plaza del Cordon; los Massard habian comido á las dos: la hora del entierro, que era la de las cinco, se habia adelantado á la de las cuatro. Los Massard me dieron café; Joaquin recogió mis versos y salimos para Santiago. La iglesia estaba llena de gente; hallábanse en ella todos los escritores de Madrid, ménos Espronceda que estaba enfermo. Massard me presentó á García Gutierrez, que me dió la mano y me recibió como se recibe en tales casos á los desconocidos. Yo me quedé con su mano entre las mias, embelesado ante el autor de El Trovador, y creo que iba á arrodillarme para adorarle, miéntras él miraba con asombro mi larga melena y el más largo leviton, en que llevaba yo enfundada mi pálida y exígua personalidad.

      El repentino y general movimiento de la gente nos separó, avanzó el féretro hácia la puerta; ordenóse la comitiva; ingirióme Joaquin Massard en la fila derecha, y en dos larguísimas de innumerables enlutados nos dirigimos por la calle Mayor y la de la Montera al cementerio de la Puerta de Fuencarral.

      Mohino y desalentado caminaba yo, poniendo entre los dias nefastos aquel aciago en que me habian negado una plaza en El Mundo, habia llegado tarde á la mesa, y en que iba, por fin, ayuno, á enterrar á un hombre, cuyo talento reconocia, pero que no entraba en la trinidad que yo adoraba, y que componian Espronceda, García Gutierrez y Hartzembusch. Parecíame que con aquel muerto iba á enterrarse mi esperanza, y que nunca iba yo á tener un papel en que enviar impresos mis delirios á la mujer á quien habia pedido un año de plazo para pasar de crisálida á mariposa, ni mis versos laureados al padre á quien con ellos habia esperado glorificar. Así, el más triste de los que íbamos en aquel entierro, marchaba yo en él, envuelto en un sur tout de Jacinto Salas, llevando bajo él un pantalon de Fernando de la Vera, un chaleco de abrigo de su primo Pepe Mateos, una gran corbata de un fachendoso primo mio, y un sombrero y unas botas de no recuerdo quiénes; llevando únicamente propios conmigo mis negros pensamientos, mis negras pesadumbres y mi negra y larguísima cabellera.

      Llevaba yo, y venianme, sin embargo, todas aquellas ajenas prendas como si para mí hubieran sido hechas; y traidas, pero no maltratadas, no revelaban que su portador salia con ellas bien cepilladas del alto zaquizamí de mi hospitalario cestero.

      Llegamos al cementerio: pusieron en tierra el féretro y á la vista el cadáver; y como se trataba del primer suicida, á quien la revolucion abria las puertas del campo santo, tratábase de dar á la ceremonia fúnebre la mayor pompa mundana que fuera capaz de prestarla el elemento láico, como primera protesta contra las viejas preocupaciones que venia á desenrocar la revolucion. D. Mariano Roca de Togores, que aún no era el marqués de Molins, y que ya figuraba entre la juventud ilustrada, levantó el primero la voz en pró del narrador ameno del Doncel de D. Enrique, del dramático creador del enamorado Macías, del hablista correcto, del inexorable crítico y del desventurado amador. El concurso inmenso que llenaba el cementerio quedó profundamente conmovido con las palabras del Sr. Roca de Togores, y dejó aquel funeral escenario ante un público preparado para la escena imprevista que iba en él á representarse. Tengo una idea confusa de que hablaron, leyeron y dijeron versos algunos otros: confundo en este recuerdo al conde de las Navas, á Pepe Diaz..... no sé..... pero era cuestion de prolongar y dar importancia al acto, que no fué breve. Ibase ya, por fin, á cerrar la caja, para dar tierra al cadáver, cuando Joaquin Massard, que siempre estaba en todo y no era hombre de perder jamás una ocasion, no atreviéndose, sin embargo, á leer mis escritos con su acento italiano, metióse entre los que presidian la ceremonia, advirtióles de que aún habia otros versos que leer, y como me habia llevado por delante, hízome audazmente llegar hasta la primera fila, púsome entre las manos la desde entónces famosa cartera del capitan, y halléme yo repentina á inconscientemente á la vera del muerto, y cara á cara con los vivos.

      El silencio era absoluto: el público, el más á propósito y el mejor preparado; la escena solemne y la ocasion sin par. Tenia yo entónces una voz juvenil, fresca y argentinamente timbrada, y una manera nunca oida de recitar, y rompí á leer..... pero segun iba leyendo aquellos mis tan mal hilvanados versos, iba leyendo en los semblantes de los que absortos me rodeaban, el asombro que mi aparicion y mi voz les causaba. Imaginéme que Dios me deparaba aquel extraño escenario, aquel auditorio tan unísono con mi palabra, y aquella ocasion tan propicia y excepcional, para que ántes del año realizase yo mis dos irrealizables delirios: creí ya imposible que mi padre y mi amada no oyesen la voz de mi fama, cuyas alas veia yo levantarse desde aquel cementerio, y ví el porvenir luminoso y el cielo abierto..... y se me embargó la voz y se arrasaron mis ojos en lágrimas..... y Roca de Togores, junto á quien me hallaba, concluyó de leer mis versos; y miéntras él leia..... ¡ay de mí! perdónenme el muerto y los vivos que de aquel auditorio queden, yo ya no los veia; miéntras mi pañuelo cubria mis ojos, mi espíritu habia ido á llamar á las puertas de una casa de Lerma, donde ya no estaban mis perseguidos padres, y á los cristales de la ventana de una blanca alquería escondida entre verdes olmos, en donde ya no estaba tampoco la que ya me habia vendido.

      ¡Feliz aquel cuyo primer amor se malogra! ¡Desventurado aquel cuyo primer delito es una rebelion contra la autoridad paterna! Al primero le abre Dios el paraiso terrenal: del segundo no deja que repose la conciencia.

      Cuando volviendo de aquel éxtasis, aparté el pañuelo de mis ojos, el polvo de Larra habia ya entrado en el seno de la madre tierra: y la multitud de amigos y conocidos que me abrazaban no tuvieron gran dificultad en explicar quién era el hijo de un magistrado tan conocido en Madrid como mi padre.

      Pero, ¿sabe V., mi buen Velarde, quién era entónces, lo que valia y cómo y por quién llegó á ser famoso su agradecido amigo?

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