Recuerdos Del Tiempo Viejo. José Zorrilla. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: José Zorrilla
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 4057664186034
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la suya. Entónces prediqué en las mesas del café Nuevo una política de locos, que hizo reir sin hacer afortunadamente prosélitos; y entónces escribí en un periódico que solo duró dos meses, al cabo de los cuales dió la policía tras de sus redactores, con el objeto de encargarles de hacer un viaje á Filipinas por cuenta del ministerio de la Gobernacion. Ví yo la justicia, por el balcon, entrar por la puerta principal que bajo él estaba; y montando en la baranda de otro que se abria sobre un patio de una vecina casa, por la parte posterior de la de la redaccion, caí diestra y silenciosamente á cuatro piés sobre sus enyerbadas losas; emboqué un callejon oscuro que ante mí se abria, y justificando mi apellido, me escurrí por él hasta la calle opuesta de la manzana; enfilé tranquilamente la de Peregrinos, subí la de Postas, mirando atentamente las tiendas como si tuviera letras que cobrar en alguna de ellas; y de recodo en recodo, y de callejon en pasadizo, dí conmigo en la de la Esgrima, y en ella de manos á boca con un gitano á quien habia salvado de ser fusilado dos años hacia en la tierra de Aranda. Víle y conocióme; preguntóme y respondíle; comprendióme á media palabra, y llevándome á un cuarto del núm. 30 y... tantos, trenzóme la melena, coloróme el semblante, y endosándome unas calzoneras y una chaqueta de pana, con un sombrero con más falda que una dolorosa de procesion, y una faja más ancha que la del Zodíaco, me sacó entre los de su cuadrilla por la puerta y puente de Toledo; sirviéndome de infalible seña gitanesca mi trenzada melena, que, riza y suelta, servia de seña personal á los que me buscaban, de parte de mi familia, para volverme á mi casa, y de órden del gobernador de las tres ppp, D. Pio Pita Pizarro, á los que pretendian enviarme á saber lo que en Filipinas ocurria. Pasó una revolucion á los pocos dias con la desastrosa muerte del general Quesada en Hortaleza; pasó... lo que pasa en las revoluciones, un juicio final en cuarenta y ocho horas; y al cabo de diez dias torné yo á pasar destrenzado y desteñido por la Puerta de Toledo, y volví á vivir á salto de mata, y á dormir en casa de un cestero, que de portero habíamos tenido en la redaccion de marras... y así me cogió en Madrid el dia 12 de febrero de 1837, anterior con tres al del entierro de Larra, cuyos pormenores quedarán para una siguiente carta, á la cual sirve de preliminar esta de su afectísimo y agradecido amigo.

       Índice

      Comienzo á apercibirme, mi buen amigo Sr. Velarde, de que es más difícil de lo que creí la tarea que me he impuesto ahora, y de que hemos andado poco acertados en dar publicidad á estas mis cartas. Agloméranse en mi memoria, segun las voy escribiendo, tántos pormenores, imposibles de suprimir si he de hacerme comprender; pasábanme tántas y táles cosas, y pasaba yo por tales y tan estrechos pasos y pasadizos en los dias de la muerte y del entierro de Larra, que me temo que ni la benevolencia del director y de la redaccion de El Imparcial para conmigo, ni la paciencia de sus lectores quieran pasarme el importuno relato de tan íntimos y personales recuerdos. Mas como quiera que ya es tarde para volverme atrás, voy á pasar á la carrera por sobre todos estos tan resbaladizos pasos; é imponiéndome esta tarea como una penitencia pública, seré claro y sincero en mi narracion, para que mi claridad y sinceridad prueben á lo ménos lealtad y modestia: probando que en la altura á que me ha elevado el favor público, no he perdido nunca de vista ni la nada en que yo nací, ni el polvo de que aquel me levantó.

      Sigo, pues, adelante con mis recuerdos.

      Habíase venido á Madrid, siguiendo mi mal ejemplo, mi grande amigo Miguel de los Santos Alvarez, en cuya casa pasé la noche que en Valladolid me detuve en mi fuga de la mia paterna, y único confidente de los secretos de mi corazon. Llevaba yo en éste dos afanes y dos esperanzas, que en un solo afan y en una esperanza sola se confundian: mi primer amor á una mujer, y la esperanza de conseguirla, y el amor á mi padre y la esperanza de sepultar su enojo bajo una montaña de laureles. Soñaba yo con una fama y una gloria táles, que obligaran á aquella mujer y á mi padre á tenderme sus brazos á un tiempo, asombrados y deslumbrados por el resplandor de mi nombradía. ¿Quién no delira á los diez y nueve años?

      Alvarez estaba en Madrid con consentimiento de su familia hacia muy pocos dias, y yo pasaba las noches en la bohardilla de mi pobre cestero, las mañanas en el hospedaje de Alvarez, el centro de los dias en la Biblioteca Nacional, y las tardes y primeras horas de la noche vagando con Alvarez por las calles de la corte, como golondrinas nuevas que buscan por vez primera sitio en que colgar su nido en una tierra desconocida.

      Y aconteció que entre las personas con quienes un dia tropezamos en la Biblioteca, acertó á ser una la de un italiano al servicio del infante D. Sebastian, llamado Joaquin Massard, quien con un su hermano Federico andaba bien admitido por las tertulias y reuniones, que con su canto y alegre carácter amenizaban: el Joaquin y el Federico poseian dos deliciosas voces, de tenor el uno y de barítono el otro. Abordónos Joaquin Massard, que por Pedro Madrazo nos conocia, y nos dió de repente la noticia de que Larra se habia suicidado al anochecer del dia anterior. Dejónos estupefactos semejante noticia, y asombróle á él que ignorásemos lo que todo Madrid sabia, é invitónos á ir con él á ver el cadáver de Larra depositado en la bóveda de Santiago. Aceptamos y fuimos. Massard conocia á todo el mundo y tenia entrada en todas partes. Bajamos á la bóveda, contemplamos al muerto, á quien yo veia por primera vez, á todo nuestro despacio, admirándonos la casi imperceptible huella que habia dejado junto á su oreja derecha la bala que le dió muerte; cortóle Alvarez un mechon de cabellos y volvímonos á la Biblioteca, bajo la impresion indefinible que dejaban en nosotros la vista de tal cadáver y el relato de tal suceso.

      Aquí tengo que advertir á V., mi querido Velarde, que no volvíamos á la Biblioteca por nuestro afan de estudiar, sinó porque siendo el hospedaje de Alvarez y la bohardilla de mi cestero estancias muy poco agradables para pasar el dia, y estando la Biblioteca muy bien esterada y caldeada, pasábamos en ella todas las horas que estaba abierta, como hidalgos poco acomodados, en el abrigado alcázar de un opulento amigo que generosamente á los suyos lo franqueara.

      A nuestra vuelta halléme allí con un condiscípulo del colegio, quien enterado de mi posicion, me dió una carta para su hermano D. Antonio María Segovia, propietario y director de El Mundo; uno de los periódicos mejor escritos que en Madrid se han publicado, rebosando de ingenio y de oportunísima vis cómica. En aquella carta pedia para mí á su hermano, mi condiscípulo, la plaza de un empleado que acababa de despedirse, diciéndole quién yo era, la educacion que habia recibido, y lo útil que yo podia ser, atendida la módica retribucion del empleo que para mí solicitaba. Mi ambicion era llegar á ser periodista, llegar á firmar el folletin de un periódico que llegase á manos de mi padre: tomé, pues, la carta de mi condiscípulo, y metiéndola en la cartera del capitan Antonio Madera (otro condiscípulo nuestro), la cual no sé ya por qué llevaba yo en el bolsillo, creí meter en ella mi fortuna.

      Joaquin Massard, que en todo pensaba y de todo sacaba partido, me dijo al salir:

      —Sé por Pedro Madrazo que V. hace versos.

      —Sí, señor, le respondí.

      —¿Querria V. hacer unos á Larra? repuso entablando su cuestion sin rodeos; y viéndome vacilar, añadió: «yo los haria insertar en un periódico, y tal vez pudieran valer algo.» Ocurrióme á mí lo poco que me valdrian con mi padre, desterrado y realista, unos versos hechos á un hombre tan de progreso y de tal manera muerto; y dije á Massard que yo haria los versos, pero que él los firmaria. Avínose él, y convíneme yo; prometíselos para la mañana siguiente á las doce en la Biblioteca; y despidiéndonos á sus puertas, echó Massard hácia la plazuela del Cordon donde moraba, y Alvarez y yo por la cuesta de Santo Domingo á vagar como de costumbre. Pensé yo al anochecer en los prometidos versos y fuíme temprano al zaquizamí, donde mi cestero me albergaba con su mujer y dos chicos, que eran tres harpías de tres distintas edades. No me acuerdo si cenamos: pero despues de acostados, metíme yo en mi mechinal, con una vela que á propósito habia comprado.

      En aquella casa no se sabia lo que era papel, pluma ni tinta; pero habia mimbres puestos en tinte azul, y tenia yo en mi bolsillo la cartera del capitan con su libro de memorias. Hice un kalam de un mimbre como lo hacen los árabes de un carrizo y tomando