Pero el lector todavía ignora lo que el análisis del ciclo vital nos dice sobre los daños provocados al medio ambiente por esa bolsa ejemplar y, en ese mismo sentido, los distintos modos en que podría ser todavía más ejemplar.
NO ES “VERDE” TODO LO QUE LO PARECE
Las bolsas de lona de Hindmarch estaban adornadas con el eslogan «No soy una bolsa de plástico”, parafraseando así el texto «Ceci n’est pas une pipe» [es decir, «Esto no es una pipa»] que acompañaba a la pintura de 1929 del surrealista belga Rene Magritte de una pipa y cuyo título, La traición de las imágenes, subrayaba la idea del autor de que la imagen no es la cosa y de que las cosas no son lo que parecen.
No hace mucho que me compré una camiseta que colgaba en un lugar prominente de una tienda en cuya etiqueta podía leerse: «100% algodón orgánico: toda una diferencia».
Pero ésa era una afirmación simultáneamente verdadera y falsa. Verdadera, porque subraya las ventajas de la renuncia a los pesticidas en el cultivo del algodón, en los que se emplea el 10% del uso mundial de pesticidas.8 Para preparar el suelo en el que las frágiles plantas de algodón puedan arraigar, los trabajadores lo abonan con organofosfatos, venenos que destruyen cualquier planta que pueda competir con el algodón y matan a los insectos que puedan devorarla…, amén de resultar también peligrosos para el sistema nervioso central de los seres humanos.
También hay que decir que, tras ese tratamiento, son necesarios otros cinco años sin pesticidas para que regresen las lombrices, un paso absolutamente imprescindible para la recuperación del suelo. Y todo eso sin mencionar al paraquat, un defoliante que se rocía poco antes de la cosecha y la mitad del cual acaba contaminando los ríos y los campos de las proximidades.
No existe la menor duda, dado el daño provocado por los pesticidas, de la bondad ecológica del algodón orgánico. Pero las cosas no acaban ahí, porque también debemos tener en cuenta sus efectos negativos. El algodón, por ejemplo, es una planta muy sedienta. Sin ir más lejos, para fabricar una camiseta, la planta de algodón requiere cerca de diez mil litros de agua. No olvidemos que fueron precisamente las demandas de agua para irrigar las granjas de algodón de la región las que acabaron convirtiendo al mar de Aral en un desierto. La preparación del suelo, por su parte, también tiene su propio impacto sobre el ecosistema, liberando dióxido de carbono.
La camiseta orgánica que compré estaba teñida de azul oscuro. El hilo de algodón atraviesa un proceso de blanqueo, teñido y acabado que usa sustancias químicas como el cromo, el cloro y el formaldehído, cada una de las cuales resulta, a su modo, tóxica. Y, lo que es todavía peor, el algodón es hidrófobo, lo que dificulta la absorción de los tintes hidrosolubles y aumenta considerablemente el consumo de agua de las fábricas, que acaba en los ríos y las corrientes de agua subterránea. Algunos de los colorantes utilizados en la industria textil son, por otra parte, cancerígenos y los epidemiólogos conocen desde hace mucho la elevada incidencia de leucemia entre los trabajadores de la industria tintorera.
La etiqueta de mi camiseta constituye un ejemplo perfecto de lo que suele llamarse “lavado verde”, que consiste en subrayar selectivamente uno o dos atributos virtuosos de un producto, pretendiendo que no hay en él nada negativo. Pero basta con analizar un poco más detalladamente la camiseta para poner de relieve los múltiples impactos ocultos que revelan que, después de todo, quizás no sea tan “verde” como parece. Y es que, aunque debamos dar la bienvenida a todas esas iniciativas, cuando los impactos adversos de un determinado producto permanecen ocultos, la dimensión “orgánica” sólo representa, en el peor de los casos, una mera estrategia de marketing y, en el mejor de ellos, el primer paso en el camino que conduce a una industria más responsable y sostenible.
Cuando la cadena de comida rápida Dunkin Donuts anunció que sus donuts, cruasanes, bollos y galletas estarían, a partir de entonces, “libres de grasas trans”, la empresa se unió a otras muchas de su ramo en la fabricación de comida un poco más sana. Pero lo cierto es que sólo es un poco más sana, porque la bollería supuestamente “libre de grasas trans” sigue siendo una mezcla antihigiénica de grasa, azúcar y harina blanca. No es de extrañar que, cuando los nutricionistas analizaron los ingredientes contenidos en decenas de miles de artículos de supermercado, descubrieran que la inmensa mayoría de los alimentos etiquetados como “sanos” no lo eran tanto.9
Desde la perspectiva del marketing, llamar la atención sobre el algodón orgánico de una camiseta o sobre la ausencia de grasas trans de un donut parece conferir al producto un aura positiva. Es evidente, pues, que los anunciantes subrayan una o dos de las facetas positivas de un producto con la intención de nimbarlo de una cualidad que lo haga atractivo para los consumidores. Y es que, como afirma el viejo dicho, «Lo que se vende no es tanto la chuleta, como el chisporroteo que hace en la parrilla».
Pero ése es un mero malabarismo que distrae la atención de los compradores sobre el impacto negativo de un determinado producto. Las camisetas teñidas son tan peligrosas como siempre y los donuts “libres de grasas trans” siguen incluyendo grasas y azúcares que disparan la tasa de insulina en la sangre. Y es que, mientras continuemos centrándonos exclusivamente en los rasgos positivos de la camiseta o del donut, seguiremos comprándolas creyendo que hemos tomado la decisión correcta.
El “lavado verde” no hace más que crear la ilusión de que estamos comprando algo virtuoso. Pero lo cierto es que muchos productos, aun pareciendo ecológicamente meritorios, sólo están revestidos de un envoltorio que lo hace “verde”.
Es verdad que cualquier cambio hacia un mercado más verde, por más pequeño que sea, es un paso hacia delante, pero no lo es menos que la moda de los productos verdes sólo es un estadio provisional que jalona el despertar –un despertar, por cierto, impreciso, vago y poco profundo– de nuestra conciencia a los impactos ecológicos de las cosas que com- pramos. La mayor parte de lo que hoy en día consideramos verde no es, en el fondo, más que un espejismo creado por la publicidad. Estamos en una fase en la que basta con uno o dos atributos virtuosos para que acabemos calificando como “verde” a un producto, pero mientras sigamos ignorando simultáneamente sus múltiples impactos negativos, continuará siendo un mero malabarismo publicitario.
Mi camiseta no es la única en ocultar, tras una fachada supuestamente verde, el impacto del producto, porque ésa es la estrategia habitual del lavado verde. Veamos ahora, por ejemplo, los resultados de un estudio de 1.753 afirmaciones medioambientales sobre cerca de mil productos diferentes procedentes de los pasillos de grandes supermercados.10 Algunas marcas de papel, por ejemplo, se centran en un reducido conjunto de rasgos de su proceso de fabricación, como el contenido en fibra reciclada o la ausencia de sustancias blanqueantes como el cloro, por ejemplo, ignorando simultáneamente otras cuestiones de gran importancia medioambiental de la industria papelera, como si la pulpa procede de un bosque sostenible o si el inmenso caudal de agua empleada se depura adecuadamente antes de volver a devolverla al río. Hay impresoras que proclaman a voces su eficiencia energética al tiempo que ocultan el impacto sobre la calidad del aire del recinto en que se encuentra o su incompatibilidad con el uso de papel reciclado o de cartuchos de impresora recargables. Dicho en otras palabras, no fue diseñada para ser verde desde la cuna hasta la tumba, sino para que sólo lo fuera uno de sus atributos.
A decir verdad, hay artículos, materiales de construcción y fuentes de energía relativamente virtuosos. Podemos comprar detergentes sin fosfatos, alfombras que exudan pocas toxinas, suelos de bambú renovable o contratar energía eólica, solar o procedente de fuentes básicamente renovables y concluir, por ello, que