Este viaje es la continuación de otro que emprendí hace más de dos décadas cuando afirmé, en un libro sobre el autoen-gaño, que nuestros hábitos de consumo estaban generando, a escala mundial, problemas ecológicos sin precedentes. En esa ocasión, dije que «éste es precisamente el problema, que vivimos ignorantes de las consecuencias de nuestro estilo de vida sobre el planeta. Desconocemos el efecto de las decisiones que tomamos cotidianamente –¿me compraré esto o me compraré aquello?– sobre nuestro mundo».
En aquel entonces suponía que, un buen día, acabaríamos identificando, de manera más o menos precisa, el impacto ecológico concreto de la manufactura, empaquetado, distribución y eliminación de un determinado producto y resumiríamos toda esa información en una unidad manejable. Tal vez entonces –pensé– podríamos establecer el impacto ecológico provocado por la fabricación, por ejemplo, de un aparato de televisión o de un bote de aluminio, y quizás ese dato nos ayudaría a asumir la responsabilidad que nos compete por las consecuencias que, sobre el planeta, tiene nuestro estilo de vida. Pero lo cierto es que me vi obligado a concluir que «todavía no disponemos de ese tipo de información, que desconocen todavía hasta las personas más interesadas en las cuestiones ecológicas. No es de extrañar que la mayoría de nosotros, ignorantes de esas relaciones, sigamos creyendo en el engaño de que las pequeñas y grandes decisiones de nuestra vida no tienen mayor trascendencia».4
Aún no había oído hablar, en esa época, de ecología industrial, una disciplina en la que, por aquel entonces, soñaba y que hoy en día se dedica a analizar el impacto ecológico. Se trata de una disciplina que se halla en la encrucijada entre la química, la física, la ingeniería y la ecología y que aspira a integrar esos campos y cuantificar el impacto sobre la naturaleza de los productos que fabricamos. Esa oscura disciplina estaba, por aquel entonces, recién emprendiendo su singladura. Durante la década de los años noventa del pasado siglo, un grupo de trabajo de la National Academy of Engineering [Academia Nacional de Ingeniería] se ocupó de establecer sus cimientos y, una década después de haber soñado con ella, vio la luz, en 1997, el primer número del Journal of Industrial Ecology.
La ecología industrial hunde sus raíces en el paralelismo existente entre los sistemas industriales y los sistemas naturales. El flujo de productos extraídos de la tierra que se combinan con otros y van de empresa en empresa puede medirse en términos de inputs y outputs regulados por una suerte de metabolismo. La industria, desde esta perspectiva, puede ser considerada como una especie de ecosistema que tiene profundos efectos en todos los demás sistemas ecológicos. La ecología industrial se ocupa de cuestiones tan diversas como la determinación de las emisiones de dióxido de carbono asociadas a cada proceso industrial, el análisis del flujo global de fósforo, la utilidad del etiquetado electrónico para aumentar la eficacia del reciclado de la basura y las consecuencias ecológicas de un boom en la venta de bañeras de lujo en Dinamarca.
En mi opinión, los ecólogos industriales –junto a quienes se ocupan de disciplinas tan vanguardistas como la salud medioambiental– representan la avanzadilla de un despertar de nuestra conciencia colectiva que bien podría constituir la pieza que nos falta para proteger adecuadamente al planeta y a todos sus moradores. Imaginen lo que ocurriría si el conocimiento del que hoy sólo disponen especialistas como los ecólogos industriales se enseñase a los niños en las escuelas y todo el mundo pudiese acceder, en la red y en el punto de venta, a las evaluaciones de las cosas que solemos fabricar y consumir.5
Independientemente de que seamos el jefe de compras de una empresa, el director de producto o un mero consumidor, el conocimiento exacto del impacto oculto de lo que compramos, fabricamos o vendemos puede ayudarnos a tomar decisiones más acordes con nuestros valores y afectar positivamente a nuestro futuro. Aunque ya disponemos de los métodos necesarios para difundir esos datos, cuando ese conocimiento llegue a nuestras manos nos adentraremos en la era de lo que yo denomino transparencia radical.
La transparencia radical convierte el conocimiento del impacto que provocan los distintos productos (como la huella de carbono, los ingredientes químicos peligrosos que lo componen y el conocimiento de las condiciones laborales en que se fabrican) en una fuerza que puede influir de forma sistemática en las ventas. En este sentido, la transparencia radical cuenta con una nueva generación de aplicaciones tecnológicas que permiten procesar informáticamente inmensas bases de datos y ofrecernos un resumen de sus conclusiones que facilite el proceso de toma de decisiones. Cuando conozcamos el verdadero impacto de nuestras decisiones, podremos utilizar esa información para provocar cambios que nos orienten en una dirección más adecuada.
Ya disponemos, a decir verdad, de una gran diversidad de ecoetiquetas con datos muy precisos que evalúan aspectos muy concretos. La siguiente ola de la transparencia ecológica llegará como un tsunami y será todavía mucho más amplia, abarcadora y detallada. Pero para que toda esa información resulte útil, la transparencia radical deberá subrayar lo que, hasta el momento, se nos ha hurtado y elaborar una información más global y bien organizada que las estimaciones más o menos fortuitas con las que ahora contamos. Disponiendo de los datos adecuados, el mundo del comercio se verá sacudido por una cascada continua de cambios provocados por el consumidor que abrirá un nuevo frente en la batalla por la cuota del mercado y afectará a la fábrica más distante y a la central eléctrica más próxima.
La transparencia radical nos permitirá advertir las consecuencias de las cosas que fabricamos, vendemos, compramos y descartamos, un conocimiento que va mucho más allá de la zona de confort habitual en la mayoría de las empresas. También remodelará el entorno del mercado, promoviendo la aceptación de una extraordinaria variedad de tecnologías y de productos más “verdes” y más “limpios” y, de ese modo, nos obligará a cambiar.
Esta revelación ecológica nos abre un horizonte económico hasta ahora inédito que consiste en implantar una regulación que aporte transparencia al mercado y nos permita conocer el impacto oculto de nuestras compras. De ese modo, los compradores dispondrán de una información sobre sus decisiones semejante a la que emplean los analistas de mercado para ponderar los beneficios y las pérdidas de las empresas. Y los directivos, por su parte, dispondrán también de información más clara que les permitirá transmitir las órdenes necesarias para que su empresa sea socialmente más responsable y sostenible y adelantarse a los posibles cambios del mercado.
Este libro refleja mi viaje personal por esos parajes, comenzando con mis conversaciones con los ecólogos industriales sobre la extraordinaria complejidad que entraña la fabricación del más simple de los productos y esa nueva ciencia que estudia, en cada uno de los pasos del proceso, su impacto medioambiental, su impacto sobre la salud y su impacto social. Más adelante atenderemos a las razones que explican por qué esa información se nos sigue hurtando y nos daremos cuenta de que el remedio consiste en alentar la inteligencia ecológica, la comprensión colectiva de los impactos ecológicos ocultos y la determinación de reducirlos.
Luego veremos el modo de alentar la inteligencia ecológica, permitiendo que los compradores conozcan los datos de tales impactos, y escucharemos lo que, al respecto, dicen los inventores de una tecnología que puede ayudarnos a hacer realidad la transparencia radical. También esgrimiremos pruebas que sugieren el profundo efecto que todo ello puede tener sobre la cuota de mercado, lo que podría llevar a las empresas a reconocer la ventaja competitiva que implican las mejoras ecológicas. Y, en este sentido, prestaremos una atención