—Vamos arriba —los invitó casi como una orden.
Subieron por las escaleras. El viejo resoplaba por el esfuerzo. El pantalón volvió a aflojársele. Se lo subió de nuevo hasta las caderas. Encontraba a los hombres cada vez más irritantes. Sus caras lampiñas, sus buenos modales, el andar pausado y elegante. Tendría que poner fin a la visita lo más pronto posible.
—Vamos a la habitación principal —les dijo, sin poder ocultar la molestia en su voz. Los hombres dejaron de curiosear el cubo de las escaleras y, a un solo paso, lo siguieron.
Abrieron la puerta. La cama, cubierta por sábanas percudidas, estaba coja. El sol lamía las paredes. Las vigas de madera eran nido de polillas. Una repisa sostenía la imagen de un santo y un florero vacío. Una cortina sucia era movida por el viento. El viejo se hizo a un lado para que pasaran primero los trajeados y les dijo:
—Señores, esta es la habitación más grande de la casa. Le he tratado de dar mantenimiento, pero apenas tengo dinero para mí y mi nieto.
Los hombres no atendieron el pretexto y comenzaron a husmear. El viejo, aprovechando que estaban de espaldas, dio un par de pasos a la derecha y abrió, sin hacer ruido, el cajón de un escritorio pequeño, medio comido por el tiempo. El movimiento no llamó la atención de los hombres que, muy juntos, indagaban el gran cuarto. Cuando terminaron la inspección y dieron media vuelta, encontraron al viejo que, entre temblores, sostenía un revólver en la mano derecha. No hubo en ellos gesto de sorpresa ni de miedo. Simplemente se quedaron muy serios en medio de la habitación, mientras el otro trataba de amartillar el arma. Los hombres parpadearon muy lentamente. El ámbito se llenó de silencio. El viejo luchaba para destrabar el revólver. Sus párpados se sembraron de arrugas y también de rabia. Los hombres no se movieron. El gatillo, al fin, cedió y hubo un par de disparos. El estallido acabó pero su eco salió de la casa y rebotó, hasta desaparecer, en las calles. El viejo se acercó a los cuerpos. Los dos estaban bocarriba, con los brazos firmes y los ojos cerrados. Parecían soldados de plomo recién derribados. Miró de nueva cuenta sus camisas impecables, su expresión inmóvil y serena. No había rastros de sangre. Iba a esculcarlos cuando percibió un murmullo débil. Se arrodilló y dirigió su atención a los hombres. Entonces, lo único que pudo escuchar, como si fuera el primer latido del mundo, fueron sus respiraciones.
EL DUELO
Él se levantó de la cama, desayunó, se puso su mejor traje y salió a la calle. Ella se maquilló, se puso su vestido amarillo y salió de su casa. Ambos miraron su reloj: diez de la mañana. Él fue el primero en llegar al callejón y esperó paciente en la esquina, junto a la confitería. Ella, como casi siempre, demoró unos minutos más. Bajó del taxi y caminó procurando que se distinguiera el sonido que hacían sus tacones. Él escuchó el sonido y salió de la esquina. Eran las diez y treinta de la mañana, la hora exacta. Se observaron un momento y caminaron en dirección al otro. Él parecía más seguro, ella bajó un poco la mirada. Cuando estaban a un par de metros él sonrió, ella le devolvió la sonrisa. Hubo un momento de indecisión y parecía que iban a detenerse para intentar un saludo. Sin embargo, cada quien llegó al lado opuesto del callejón y no miró atrás. Él tomó el autobús para ir a su trabajo y ella abordó otro taxi para regresar a casa. Hubo consternación en ambos rostros. Pero no todo estaba perdido, mañana volverían al callejón a la misma hora de siempre, como lo habían hecho esos últimos cinco años de cobardía.
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