Sin embargo, había sangre en la parte interior izquierda de la puerta ventana de lamas, lo cual indicaba que alguien, de nuevo, posiblemente la mujer del césped, había salido corriendo por allí tratando de escapar.
Al salir, los agentes quedaron deslumbrados un momento por el resplandor de la piscina. Asin había mencionado una casa de invitados detrás de la vivienda principal. Entonces la divisaron, o más bien divisaron una esquina, a unos veinte metros al sureste, a través de los arbustos.
Se acercaron en silencio y oyeron los primeros sonidos desde que habían llegado a la finca: el ladrido de un perro, y una voz masculina que decía: «Chis, calla».
Whisenhunt fue a la derecha, alrededor de la parte posterior de la casa. DeRosa torció a la izquierda y avanzó rodeando la fachada. Burbridge lo siguió de refuerzo. Al acceder al porche con tela mosquitera, DeRosa pudo ver, en el salón, en un sofá enfrente de la puerta principal, a un joven de unos dieciocho años. Llevaba pantalones pero no camisa, y aunque no parecía armado, eso no significaba, según explicaría después DeRosa, que no tuviera un arma cerca.
DeRosa derribó la puerta principal al grito de «¡Alto!».
Asustado, el chico levantó la cabeza para ver una y, acto seguido, tres armas que le apuntaban directamente. Christopher, el gran weimaraner de Altobelli, atacó a Whisenhunt y mordió la punta de la escopeta. Whisenhunt le estampó la puerta del porche en la cabeza y luego lo mantuvo atrapado ahí hasta que el joven llamó al perro.
En cuanto a lo que pasó a continuación, hay versiones contradictorias.
El joven, que se identificó como William Garretson, el vigilante, afirmaría después que los agentes lo tiraron al suelo, lo esposaron, lo levantaron con brusquedad, lo arrastraron afuera al césped y luego volvieron a tirarlo al suelo.
Después preguntarían a DeRosa, en relación a Garretson:
Pregunta. ¿En algún momento tropezó o cayó al suelo?
Respuesta. Puede ser. No recuerdo si lo hizo o no.
P. ¿Le ordenó que se tumbara en el suelo fuera?
R. Sí, le ordené que se tumbara en el suelo, sí.
P. ¿Le ayudó?
R. No, se echó solo.
Garretson no paraba de preguntar, «¿Qué pasa?, ¿qué pasa?». Uno de los agentes contestó: «¡Ahora te lo vamos a enseñar!», y, después de levantarlo de un tirón, DeRosa y Burbridge lo acompañaron de vuelta a lo largo del camino que llevaba a la vivienda principal.
Whisenhunt se quedó atrás en busca de armas y ropa con manchas de sangre. Aunque no encontró ninguna de las dos cosas, sí que observó muchos pequeños detalles del lugar de los hechos. Uno de ellos en aquel momento le pareció tan insignificante que lo olvidó hasta que un ulterior interrogatorio se lo hizo recordar. Había un equipo estereofónico al lado del sofá. Estaba apagado cuando entraron en la habitación. Al mirar los botones, Whisenhunt se fijó en que el volumen estaba entre el cuatro y el cinco.
Mientras tanto, habían llevado a Garretson más allá de los dos cadáveres del césped. El hecho de que identificara erróneamente el primer cadáver, el de la mujer joven, como la Sra. Chapman, la empleada doméstica negra, revelaba el estado del mismo. En cuanto al hombre, lo identificó como «Polanski, el pequeño». Si, como habían dicho Chapman y Asin, Polanski estaba en Europa, aquello no tenía sentido. Lo que no podían saber los agentes era que Garretson creía que Voytek Frykowski era el hermano pequeño de Roman Polanski. Garretson fue totalmente incapaz de identificar al joven del Rambler17.
En un momento dado, nadie recuerda con exactitud cuándo, informaron a Garretson de sus derechos y le dijeron que estaba detenido por asesinato. Cuando le preguntaron por lo que había hecho la noche anterior, dijo que, aunque la había pasado entera despierto, escribiendo cartas y escuchando discos, no había oído ni visto nada. La coartada, muy poco verosímil, las contestaciones, «imprecisas, poco convincentes», y la confusa identificación de los cadáveres llevaron a los policías que efectuaron la detención a concluir que el sospechoso estaba mintiendo.
¿Cinco asesinatos —cuatro de ellos ocurridos probablemente a menos de treinta metros— y no había oído nada?
Tras bajar con Garretson por la entrada de la propiedad, DeRosa ubicó el mecanismo de control de la verja en el poste, dentro de la misma. Observó que había sangre en el botón.
La conclusión lógica era que alguien, muy posiblemente la persona que había cometido los asesinatos, había apretado el botón para salir, con lo que, como era muy probable, había dejado una huella dactilar.
El agente DeRosa, que tenía la tarea de salvaguardar y proteger el lugar de los hechos hasta que llegaran los inspectores, apretó entonces el botón él mismo y consiguió abrir la verja, pero también produjo una superposición que borró cualquier huella que hubiera podido haber allí.
Después interrogarían a DeRosa al respecto:
P. ¿Hubo algún motivo para colocar el dedo en el botón ensangrentado que accionaba la verja?
R. Cruzar la verja.
P. ¿Y lo hizo a propósito?
R. Tenía que salir de allí.
Eran las nueve y cuarenta. DeRosa dio parte por radio de cinco muertes y un sospechoso detenido. Mientras Burbridge continuaba en el domicilio, a la espera de los inspectores, DeRosa y Whisenhunt llevaron en coche a Garretson a la comisaría del oeste de Los Ángeles para el interrogatorio. Otro agente también llevó allí a la Sra. Chapman, pero estaba tan histérica que tuvieron que trasladarla al Hospital UCLA a que la sedaran.
En respuesta a la llamada de DeRosa, enviaron a cuatro inspectores del oeste de Los Ángeles al lugar de los hechos. El teniente R.C. Madlock, el teniente J.J. Gregoire, el sargento F. Gravante y el sargento T.L. Rogers llegarían todos en menos de una hora. Para cuando aparcó el último, ya estaban los primeros periodistas delante de la verja.
Al escuchar las frecuencias de radio de la policía, habían oído que se informaba de cinco muertes. Eran días calurosos y secos en Los Ángeles, y el fuego era una preocupación constante, sobre todo en las colinas, donde en pocos minutos las vidas y las propiedades podían desvanecerse entre las llamas. Por lo visto alguien supuso que las cinco personas habían resultado muertas en un incendio. En alguna llamada de la policía debió de mencionarse el nombre de Jay Sebring, porque un periodista llamó a su casa y le preguntó al mayordomo, Amos Russell, si sabía algo de «las muertes por incendio». Russell telefoneó a John Madden, presidente de Sebring International, y le habló de la llamada. Madden estaba preocupado: ni él ni la secretaria de Sebring sabían nada del estilista desde finales de la tarde del día anterior. Madden llamó a la madre de Sharon Tate, que estaba en San Francisco. El padre de Sharon, un coronel de Inteligencia Militar, estaba destinado cerca, en Fort Baker, y la Sra. Tate había ido a visitarle. No, no sabía nada de Sharon. Ni de Jay, al que se esperaba en San Francisco en algún momento aquel mismo día.
Antes de casarse con Roman Polanski, Sharon Tate había vivido con Jay Sebring. Aunque lo había dejado por el director polaco, Sebring había mantenido la amistad con los padres de Sharon, igual que con Sharon y Roman, y cuando estaba en San Francisco solía telefonear al coronel Tate.
Cuando Madden colgó, la Sra. Tate marcó el número de Sharon. El teléfono