El grito duró entre diez y quince segundos, luego cesó. El repentino silencio fue casi tan espeluznante como el propio grito. Ireland revisó enseguida el campamento, pero todas las niñas estaban dormidas. Despertó a Rich Sparks, el jefe de estudios, que se había acostado dentro del colegio y, después de decirle lo que había oído, obtuvo su permiso para recorrer en coche la zona y ver si alguien necesitaba ayuda. Ireland hizo una ruta tortuosa desde la calle North Faring Road, donde estaba situado el colegio, hacia Benedict Canyon Road, al sur, hasta Sunset Boulevard, luego al oeste hacia Beverly Glen y de vuelta al colegio, al norte. No observó nada extraño, aunque sí que oyó el ladrido de varios perros.
Hubo otros sonidos durante las horas anteriores al alba aquel sábado.
Emmett Steele, que vivía en el 9951 de Beverly Grove Drive, se despertó con los ladridos de sus dos perros de caza. La pareja por lo general no hacía caso a los sonidos corrientes, pero se volvía loca cuando oía disparos. Steele salió a echar un vistazo alrededor, pero, como todo estaba en su sitio, volvió a la cama. Calculó que serían entre las dos y las tres de la mañana.
Robert Bullington, empleado de Bel Air Patrol, un cuerpo de seguridad privada del que se sirven muchos propietarios de la acomodada zona, había aparcado delante del 2175 de Summit Ridge Drive, y tenía la ventanilla bajada, cuando oyó lo que parecieron tres disparos, con unos intervalos de segundos. Bullington dio parte. Eric Karlson, que estaba trabajando en la oficina de la sede de Bel Air Patrol, registró la llamada a las cuatro y once minutos de la mañana. A su vez, telefoneó a la División del Oeste de Los Ángeles del Departamento de Policía de Los Ángeles (LAPD), y pasó el parte. El agente que recibió la llamada comentó: «Espero que no se trate de un asesinato. Acaba de llegar un aviso de esa zona por unos gritos de una mujer».
Steve Shannon, repartidor de Los Angeles Times, no oyó nada extraño al subir pedaleando Cielo Drive entre las cuatro y media y las cuatro menos cuarto de la mañana. Pero cuando metió el periódico en el buzón del 10050, sí que se fijó en lo que parecía un cable telefónico colgado sobre la verja. También observó, a través de la verja y a cierta distancia, que la luz amarilla contra los insectos, a un lado del garaje, seguía encendida.
Seymour Kott también vio la luz y el cable caído cuando salió a por el periódico alrededor de las siete y media de la mañana.
Hacia las ocho de la mañana, Winifred Chapman bajó del autobús en el cruce de Canyon Drive con Santa Mónica. La Sra. Chapman, una mujer de piel negra clara de unos cincuenta y cinco años, era el ama de llaves del 10050 de Cielo Drive, y estaba molesta porque, gracias al horroroso servicio de autobús de Los Ángeles, iba a llegar tarde al trabajo. Sin embargo, la suerte pareció acompañarla. Justo cuando estaba a punto de buscar un taxi, vio a un hombre con el que había trabajado, el cual la llevó en coche casi hasta la verja.
Se fijó inmediatamente en el cable, que la preocupó.
Delante y a la izquierda de la verja, no oculto pero sin llamar tampoco la atención, había un poste metálico sobre cuyo extremo estaba el mecanismo de control de la verja. Cuando se apretaba el botón, la verja se abría. Había un mecanismo similar dentro del terreno, y los dos estaban colocados de forma que el conductor pudiera alcanzar el botón sin tener que salir del coche.
Por el cable, la Sra. Chapman pensó que a lo mejor la electricidad estaba desconectada, pero cuando apretó el botón, la verja se abrió. Sacó el Times del buzón y entró aprisa en la propiedad, donde observó un coche que no conocía en la entrada, un Rambler blanco, aparcado en un ángulo extraño. Pero lo pasó de largo, como hizo con varios coches más que se encontraban más cerca del garaje, sin pensar demasiado. No era tan raro que los invitados se quedaran a dormir. Alguien había dejado la luz exterior encendida toda la noche, y se acercó al interruptor de la esquina del garaje para apagarla.
Al final de la zona de aparcamiento pavimentada había un sendero de piedra que trazaba un semicírculo hasta la puerta principal de la vivienda. No obstante, giró a la derecha antes de llegar al camino para ir al porche de la entrada del servicio, en la parte de atrás del domicilio. La llave estaba escondida en una viga encima de la puerta. La bajó, abrió la puerta, entró y fue derecha a la cocina, donde descolgó el teléfono de extensión. Estaba cortado.
Pensando que debía avisar a alguien de que la línea estaba cortada, cruzó el comedor hacia el salón. Entonces se paró en seco, porque dos grandes baúles de camarote azules, que no estaban allí la tarde anterior cuando se fue, le impidieron avanzar… y también por lo que vio.
Parecía haber sangre en los baúles, en el suelo al lado de ellos, y en dos toallas que había en la entrada. No podía ver todo el salón (un largo sofá delante de la chimenea se lo impedía), pero en todas partes había manchas rojas. La puerta principal estaba entreabierta. Al mirar hacia fuera vio varios charcos de sangre en el porche de piedra. Y, más lejos, en el césped, vio un cadáver.
Gritó, se dio la vuelta y atravesó corriendo la casa para marcharse por el mismo camino que había tomado al entrar, pero, al bajar corriendo por la entrada de la casa, cambió de dirección hacia el botón de control de la verja. Al hacerlo, pasó por el otro lado del Rambler blanco y vio por vez primera que también había un cadáver dentro del coche.
Una vez fuera de la verja, corrió colina abajo hacia la primera casa, el 10070, llamó al timbre y aporreó la puerta. Como los Kott no respondieron, corrió hacia la siguiente casa, el 10090, golpeó la puerta y gritó: «¡Asesinato! ¡Muerte! ¡Cadáveres! ¡Sangre!».
Jim Asin, de quince años, estaba fuera, calentando el coche de la familia. Era sábado, él era miembro del Cuerpo Policial 800 de los Boy Scouts de América y estaba esperando a su padre, Ray Asin, para que lo llevara a la División del Oeste de Los Ángeles del LAPD, donde tenía previsto trabajar en la oficina. Para cuando llegó al porche, sus padres ya habían abierto la puerta. Mientras intentaba tranquilizar a la Sra. Chapman, que estaba histérica, Jim marcó el número de emergencias de la policía. Adiestrado por los Scouts para ser exacto, anotó la hora: las ocho y treinta y tres.
A la espera de la policía, el padre y el hijo se acercaron andando hasta la verja. El Rambler blanco estaba a unos diez metros dentro de la propiedad, demasiado lejos para distinguir nada del interior, pero sí que vieron que no había uno sino varios cables caídos. Parecía que los habían cortado.
Tras regresar a casa, Jim telefoneó a la policía por segunda vez y, unos minutos después, por tercera.
Hay cierta confusión en cuanto a lo que ocurrió exactamente con las llamadas. El informe policial oficial solo establece que «A las nueve horas y catorce minutos de la mañana, las unidades 8L5 y 8L62 del oeste de Los Ángeles recibieron una llamada de radio, “código dos, posible homicidio, 10050 de Cielo Drive”».
Las unidades eran coches patrulla con un agente. Jerry Joe DeRosa, que conducía la 8L5, llegó primero con el destello de las luces y el estruendo de la sirena15. DeRosa empezó a interrogar a la Sra. Chapman, pero le resultó difícil. No solo seguía histérica, sino que era imprecisa en relación a lo que había visto («sangre, cadáveres por todas partes»), y era difícil entender con claridad los apellidos y las relaciones. Polanski. Altobelli. Frykowski.
Ray Asin, que conocía a los vecinos del 10050 de Cielo, intervino. Rudi Altobelli era el dueño de la casa. Estaba en Europa, pero había contratado a un vigilante joven llamado William Garretson para que la cuidara. Garretson vivía en la casa de los invitados, al fondo de la propiedad. Altobelli había alquilado la vivienda principal a Roman Polanski, el director de cine, y a su esposa. Sin embargo, los Polanski se habían ido a Europa en marzo, y, mientras estaban fuera, dos amigos de ellos se habían mudado allí, Abigail Folger y Voytek Frykowski. La Sra. Polanski había vuelto hacía menos de un mes, y Frykowski y Folger se habían quedado con ella hasta el regreso de su marido.