Caerid Lock sonrió, reticente.
—Y yo que creía que me ibais a pedir algo difícil… Sabéis que Paranor y el Consejo os están vedados. Ni siquiera podéis franquear los muros, y menos aún hablar con el Druida Supremo.
—Podría, si él así lo ordenara —dijo Bremen sencillamente.
El otro asintió y entrecerró los ojos.
—Entiendo. Y queréis que hable con él en vuestro nombre.
Bremen asintió. La sonrisa tensa de Caerid desapareció.
—No le gustáis —remarcó en voz baja—. Eso no ha cambiado durante vuestra ausencia.
—No tengo que gustarle para que acceda a hablar conmigo. Lo que tengo que contarle es mucho más importante que nuestras preferencias personales. Seré breve. Una vez haya escuchado lo que debo decirle, volveré a partir. —Hizo una pausa—. Dudo que esté pidiendo demasiado, ¿no creéis?
Caerid Lock sacudió la cabeza.
—No. —Le echó un vistazo a Kinson—. Haré lo que esté en mi mano.
Volvió adentro y dejó al anciano y al fronterizo allí afuera para que contemplaran los muros y los portones de la Fortaleza. Los guardias que la vigilaban estaban en sus puestos, firmes, e impedían la entrada a cualquiera. Bremen los observó con solemnidad durante un instante y luego dirigió los ojos hacia el sol. Ya se empezaba a sentir el calor de ese nuevo día. Miró a Kinson y, acto seguido, se dirigió hacia la sombra, donde había un buen trozo de terreno en el que todavía no llegaba la luz, y se sentó sobre una piedra que sobresalía. Kinson lo siguió, pero no se sentó. Sus ojos oscuros transmitían un aire de impaciencia; quería que aquello terminara ya. Estaba listo para seguir adelante. Bremen sonrió para sus adentros. Típico de su amigo: la solución de Kinson para todo era seguir adelante. Era el método que había usado durante toda la vida y sin embargo, ahora, desde que ambos se habían conocido, Kinson había empezado a ver que no se soluciona nada si uno no se enfrenta a ello. No era que Kinson no fuera capaz de hacer frente a la vida. Simplemente, lidiaba con las situaciones desagradables dejándolas atrás, poniendo distancia, y era cierto que las cosas podían tratarse de ese modo. El problema residía en que nunca era una solución definitiva.
Sí, Kinson había madurado desde entonces. Se había fortalecido en un sentido difícil de medir. Sin embargo, Bremen era consciente de que las viejas costumbres son difíciles de vencer y, para Kinson Ravenlock, las ganas de alejarse de las situaciones desagradables y difíciles no desaparecerían nunca.
—Estamos perdiendo el tiempo —musitó el fronterizo, como si quisiera dar crédito a lo que el otro estaba pensando.
—Paciencia, Kinson —le aconsejó Bremen.
—¿Paciencia? ¿Para qué? No te van a dejar entrar. Y si lo hacen no te van a escuchar, no quieren oír lo que les tienes que decir. No son los druidas de antaño, Bremen.
Bremen asintió. En lo último, Kinson tenía razón. Pero no había nada que hacer. Los druidas que había ahora eran los únicos druidas que había, y no todos eran tan malos. Algunos incluso podían ser aliados respetables. Kinson preferiría que ellos dos se ocuparan de las cosas, pero el enemigo al que se enfrentaban era demasiado temible como para vencerlo sin ayuda. Necesitaban a los druidas. Aunque hubieran abandonado la costumbre de implicarse directamente en los asuntos de las razas, todavía se los trataba con cierta deferencia y respeto. Aquello sería útil cuando tuvieran que unir a las Cuatro Tierras para combatir al enemigo común.
La mañana cedió el paso al mediodía. Caerid Lock no reapareció. Kinson se paseó arriba y abajo durante un rato, pero al final se sentó al lado de Bremen. Su expresión reflejaba la frustración que sentía. Se quedó sentado en absoluto silencio y adoptó un aire sombrío.
Bremen suspiró para sí. Kinson estaba con él desde hacía mucho tiempo. Bremen lo había elegido cuidadosamente entre un abanico de candidatos para que lo ayudara en la tarea de descubrir la verdad sobre el Señor de los Brujos. Era el mejor Rastreador que el anciano había conocido nunca, tenía un ingenio agudo y era valiente e inteligente. Nunca se comportaba con imprudencia, siempre lo guiaba la razón. Aquello los había unido tanto que ahora Kinson era como un hijo para él. Estaba seguro de que era el amigo más íntimo que tenía.
Sin embargo, no podía ser lo único que él necesitara que fuera: no podía ser su sucesor. Bremen era viejo y su cuerpo empezaba a fallarle, aunque lo escondía bien de aquellos que pudieran sospecharlo. Cuando se fuera, no habría nadie que continuara su trabajo; nadie que continuara los estudios sobre la magia, tan necesarios para la evolución de las razas; nadie que aguijoneara a los druidas de Paranor, tan recalcitrantes, para que se replantearan su implicación para con las Cuatro Tierras. No habría nadie que se enfrentara al Señor de los Brujos. Hubo un día en que había albergado esperanzas de que Kinson Ravenlock fuera esa persona. El fronterizo aún podía serlo, supuso, pero no parecía demasiado probable. Kinson carecía de la paciencia necesaria. No se dignaba ni a fingir diplomacia. No tenía tiempo para aquellos que no captaban verdades que para él eran evidentes. La experiencia era la única maestra que siempre había respetado. Era un iconoclasta y un solitario sin remedio. Ninguna de estas características le serían de utilidad como druida, pero a Bremen se le antojaba imposible que alguna vez el fronterizo llegara a cambiar.
Bremen dirigió la mirada hacia su amigo, sintiéndose de pronto disgustado con el análisis que había hecho. No era justo que juzgara a Kinson de ese modo. Ya era suficiente que el fronterizo se dedicara a aquella empresa en cuerpo y alma y estuviera dispuesto plantarle cara a la muerte a su lado. Kinson era su mejor amigo y aliado, y no debía esperar aún más de él.
¡Pero su necesidad por encontrar un sucesor era tan acuciante! Era viejo y el tiempo se le escurría entre las manos demasiado rápido.
Desvió los ojos de Kinston y los posó en los árboles que había en la lejanía como si quisiera medir el poco tiempo que le quedaba.
Era pasado el mediodía cuando por fin reapareció Caerid Lock. Salió airado de entre las sombras de la entrada sin apenas dedicar una mirada a los guardas o a Kinson y se dirigió derecho hacia Bremen. Cuando el druida se levantó para recibirlo, todas sus articulaciones y músculos protestaron.
—Athabasca hablará con vos —le informó el capitán de la Guardia con expresión adusta.
Bremen asintió.
—Debéis de haberos esforzado mucho para persuadirlo. Estoy en deuda con vos, Caerid.
El elfo emitió un gruñido evasivo.
—Yo no estaría tan seguro. Athabasca tiene sus razones para aceptar reunirse con vos, me parece. —Se volvió hacia Kinson—. Lo siento, pero no he conseguido que os permitieran entrar.
Kinson se irguió y se encogió de hombros.
—Prefiero esperar aquí… supongo.
—Supongo —coincidió el otro—. Haré que os traigan algo de comida y agua fresca. Bremen, ¿estáis listo?
El druida miró a Kinson y le ofreció una leve sonrisa.
—Volveré tan pronto como pueda.
—Buena suerte —le deseó su amigo en voz baja.
Acto seguido, Bremen siguió a Caerid Lock hacia el interior de la Fortaleza y las sombras que allí aguardaban.
***
Avanzaron por galerías cavernosas y pasadizos estrechos y sinuosos en un silencio frío y oscuro; sus pasos resonaban sobre la piedra maciza. No se encontraron con nadie. Daba la sensación de que Paranor se había quedado desierto, aunque Bremen sabía que no era así. En varias ocasiones, le pareció oír el susurro de una conversación o ver un indicio de movimiento en algún punto más adelante del lugar por el que caminaban, pero en ningún caso pudo estar seguro. Caerid lo llevaba