Athabasca sonrió.
—Todavía tenéis esa confianza plena en vos mismo. Me sorprende, pero os admiro por vuestra determinación, Bremen, aunque creo que estáis equivocado y os han engañado. No obstante, no soy más que uno, y no creo que deba tomar esta decisión yo solo. Esperad aquí con el capitán Lock. Convocaré al Consejo y le pediré que contemple vuestra petición. ¿Accederá a escucharos o no? Dejaré que ellos sean quienes decidan.
De pronto, dio unos golpes en el escritorio y la puertecilla trasera del salón se abrió. Caerid Lock entró y les hizo el saludo.
—Quedaos con nuestro invitado —ordenó Athabasca— hasta que regrese.
Acto seguido, salió por la puerta doble que había en la parte delantera de los aposentos sin mirar atrás.
***
Athabasca estuvo casi cuatro horas fuera. Bremen se sentó en un banco situado al lado de uno de los ventanales y contempló la luz neblinosa de última hora de la tarde. Esperó pacientemente, consciente que poco más podía hacer. Estuvo charlando con Caerid Lock un rato y este lo puso al corriente del trabajo que últimamente realizaba el Consejo; descubrió que había avanzado en la misma línea en la que lo había hecho durante años, que poco había cambiado y que no se había logrado casi nada. Oír todo aquello lo dejó abatido y Bremen pronto dejó de preguntar. Se puso a cavilar sobre lo que diría al Consejo y en cómo iban a responder los miembros, aunque en el fondo era consciente de que era una pérdida de tiempo. Entonces se dio cuenta de la razón por la que Athabasca había accedido a reunirse con él. El Druida Supremo creía que era mejor granjearle la entrada y escucharlo que rechazarlo de plano; era mejor tratar de dar cierta apariencia de consideración que no ofrecer ninguna. No obstante, la decisión ya estaba tomada. No le iban a escuchar. Era un paria y no se le permitiría volver a formar parte de ellos. No encontraría ninguna razón, por muy convincente o imperiosa que fuera. Era un hombre peligroso, Athabasca así lo veía, y otros también, supuso. Había usado la magia con desdén. Había jugado con fuego. No iban a escuchar a un hombre así. Ni ahora ni nunca.
Qué triste. Había ido a avisarlos, pero el Consejo estaba fuera de su alcance. Podía notarlo. Ahora solo estaba esperando la confirmación.
Esta llegó deprisa, cerca del término de las cuatro horas de espera. Athabasca cruzó el umbral con la actitud brusca de un hombre que tiene cosas mejores que hacer.
—Bremen —lo recibió y lo despidió al mismo tiempo. No le prestó la menor atención a Caerid Lock, pero tampoco le pidió que se retirara—. El Consejo ha considerado vuestra petición y la ha rechazado. Si quisierais volver a presentarla por escrito, se la daré al comité para que la contemplen. —Se sentó tras el escritorio con un fajo de papeles y se puso a leerlos con atención. El Eilt Druin titilaba, brillante, al oscilarle sobre el pecho—. Nos hemos comprometido a seguir un principio de no implicación con las razas. Lo que queréis violaría esa regla. Debemos mantenernos alejados de la política y de los conflictos interraciales. Vuestras especulaciones son demasiado generales y carecen por completo de fundamento. No podemos darles crédito.
Alzó la mirada.
—Podéis abasteceros de cualquier cosa que necesitéis para proseguir vuestro viaje. Os deseo buena suerte. Capitán Lock, por favor, acompañad a nuestro invitado a la puerta principal.
Volvió la vista hacia los documentos. Bremen se quedó mirándolo sin palabras, asombrado sin quererlo ante la brusquedad de esa autorización para que se retirara. Cuando Athabasca continuó ignorándolo, Bremen dijo en voz baja:
—Sois un necio.
Se volvió hacia Caerid y lo siguió por la puertecilla hacia la escalera por donde habían venido. Tras ellos, Bremen oyó que la puerta se cerraba y corrían el pestillo.
3
Caerid Lock y Bremen descendieron por las escaleras secundarias en silencio; el eco de cada paso creaba una cadencia solitaria mientras avanzaban por los corredores sinuosos. Tras ellos, la luz del descansillo y la puertecilla que conducía a las dependencias del Druida Supremo Athabasca cedía el paso a la oscuridad. Bremen se esforzó para reprimir el resentimiento que lo embargaba. Le había dicho a Athabasca que era un necio, pero quizá el necio era él mismo. Kinson había acertado. Venir a Paranor había sido una pérdida de tiempo. Los druidas no estaban preparados para escuchar a un hermano marginado. No estaban interesados en oír sus delirios, sus intentos de introducirse de nuevo entre ellos. Podía imaginárselos volviéndose unos hacia otros, mirándose con diversión, sarcásticos, mientras el Druida Supremo les informaba de su petición. Se los figuraba sacudiendo las cabezas, cargados de rencor. Su propia arrogancia no le había permitido ver las dimensiones del obstáculo que debía vencer para conseguir que lo creyeran. «Si puedo hablar con ellos, me escucharán», había pensado. Sin embargo, no había tenido la oportunidad de llegar tan lejos. Su confianza había sido su perdición. Su orgullo lo había engañado. Había cometido un error de juicio colosal.
No obstante, se rebatió a sí mismo tratando de salvar algo de su propósito fallido; había hecho bien en intentarlo. Al menos no tendría que vivir con la culpabilidad y el dolor que hubiera sentido si no hubiera hecho nada. Tampoco podía estar seguro de las consecuencias de ese esfuerzo. Su aparición aún podía comportar algo bueno, algún cambio en el desarrollo de los acontecimientos o en las actitudes que él mismo no sería capaz de percibir hasta mucho más adelante. Estaba cometiendo un error al desechar el esfuerzo que había realizado de plano. Puede que Kinson hubiera pronosticado cómo terminaría la reunión, pero ninguno de los dos podía estar seguro de que su visita no tendría ninguna otra consecuencia.
—Siento que no os permitieran hablar, Bremen —dijo Caerid en voz baja, echando la mirada hacia atrás.
Bremen alzó la vista, de pronto consciente de lo deprimido que debía de parecer. No tenía tiempo para compadecerse. Había perdido la oportunidad de hablar directamente ante el Consejo, pero había otras tareas que debía atender antes de que volvieran a echarlo del castillo para siempre, y debía ocuparse de ellas.
—Caerid, ¿habrá tiempo de hacerle una visita a Kahle Rese antes de partir? —le preguntó—. Solo necesitaré un momento.
Se detuvieron en las escaleras y se contemplaron el uno al otro; un anciano de aspecto frágil y un elfo curtido.
—Se os dijo que podías abasteceros de cualquier cosa que pudierais necesitar para retomar el viaje —observó Caerid Lock—. No se dijo nada sobre la naturaleza de vuestras necesidades. Creo que una corta visita sería apropiada.
Bremen sonrió.
—Nunca olvidaré los esfuerzos que habéis hecho por mí, Caerid. Nunca.
El otro lo rechazó con un gesto de la mano.
—No ha sido nada, Bremen. Venid.
Bajaron por las escaleras y se dirigieron hacia un pasaje secundario que conducía a varias puertas y a un nuevo tramo de escaleras que descendían. A lo largo de todo el trayecto, Bremen cavilaba. Él los había avisado, para bien o para mal. La mayoría lo ignoraría, pero habría quienes escucharían, y aquellos merecían tener la oportunidad de sobrevivir a la necedad del resto. Así mismo, era necesario proteger de alguna forma el baluarte. No es que tuviera muchas posibilidades contra el poder del Señor de los Brujos, pero debía hacer lo poco que pudiera. Y podía empezar por Kahle Rese, su mejor amigo y el más antiguo que tenía, aunque Bremen era consciente de que podía estar casi seguro de que ese esfuerzo deliberado no le traería más que otra decepción.
Cuando llegaron a la entrada que conducía al vestíbulo principal, muy cerca de las bibliotecas donde Kahle se pasaba el día, Bremen se volvió de nuevo hacia Caerid.
—¿Me haríais otro