Sin embargo, antes de que eso ocurriera, había hecho de Tay un aliado. Ambos habían forjado un vínculo de inmediato y el anciano había acogido al joven como pupilo; era un profesor con unos conocimientos tan vastos que eran imposibles de recoger y clasificar. Tay realizaba las tareas y terminaba los estudios que le asignaban el Consejo y los patriarcas, pero le dedicaba casi todo su tiempo libre y su entusiasmo a Bremen. Pese a estar expuestos desde una edad temprana a la peculiar historia y conocimientos de su pueblo, había pocos elfos en Paranor que hubieran jurado los votos druidas y que estuvieran tan abiertos como Tay a las posibilidades que les brindaba lo que Bremen sugería. Claro que, en aquel entonces, también había pocos que tuvieran tanto talento como él. Tay había comenzado a dominar sus habilidades mágicas incluso antes de llegar a Paranor, pero bajo la tutela de Bremen había progresado con tanta rapidez que pronto, con la sola excepción de su mentor, nadie podía equiparársele. Incluso Risca, después de llegar, nunca consiguió alcanzar el nivel que había logrado Tay; tal vez había estado demasiado comprometido con el arte de la guerra como para aceptar por completo la idea de que la magia era una arma aún más poderosa.
Aquellos primeros cinco años fueron apasionantes para el joven elfo, y lo que aprendió determinó, de forma irrevocable, su manera de pensar. La mayor parte de las habilidades que llegó a dominar y del conocimiento que adquirió lo mantuvo en secreto, forzado por la prohibición de los druidas a la dedicación personal al uso de la magia, más allá de su estudio en abstracto. Bremen opinaba que el veto era un estupidez y un desacierto, pero, como siempre, él era una minoría, y en Paranor las decisiones del Consejo los gobernaban a todos. De modo que Tay estudió en privado el conocimiento que Bremen quiso compartir con él y se lo guardó para sí, a salvo de la mirada de otros. Cuando condenaron a Bremen al exilio y este decidió que viajaría hacia el oeste, al territorio de los elfos, para proseguir sus estudios allí, Tay quiso acompañarlo. Sin embargo, Bremen le dijo que no. No se lo prohibió, pero le pidió que lo reconsiderara. Risca era de la misma opinión, pero a ambos les aguardaban tareas más importantes, había argumentado el anciano. «Quedaos en Paranor y sed mis ojos y oídos. Trabajad para dominar vuestras habilidades y convenced a otros de que el peligro del que os he advertido existe. Cuando os llegue el momento partir, volveré a buscaros».
Y eso es lo que había hecho, hacía tan solo cinco días, y Tay, Risca y la joven curandera Mareth habían escapado a tiempo. No obstante, los demás, todos aquellos a los que había tratado de persuadir, aquellos que habían dudado de ellos y los habían despreciado, probablemente no lo habían conseguido. Tay no lo sabía con seguridad, claro, pero en el fondo de su corazón sentía que la visión que Bremen les había revelado ya se había cumplido. Pasarían días antes de que los elfos pudieran corroborar los hechos, pero Tay estaba convencido de que los druidas habían sido aniquilados.
Fuera como fuere, partir con Bremen había marcado el final de su época en Paranor. Tanto si los druidas estaban vivos como si no, ya era demasiado tarde para volver. Su lugar estaba ahí fuera, en el mundo, llevando a cabo los cometidos que Bremen había dicho que debían realizar para que las razas pudieran sobrevivir. El Señor de los Brujos había salido de su escondite, se había descubierto ante aquellos que tenían los ojos para ver y el instinto para guiarlos. Se dirigía hacia el sur. Las Tierras del Norte y los trolls ya se encontraban bajo su yugo y ahora trataría de doblegar al resto de las razas. De modo que cada uno (Bremen, Risca, Mareth, Kinson Ravenlock y él mismo) debía cumplir con sus responsabilidades. Cada uno debía alzarse y seguir luchando donde le tocara.
Y a él le correspondían las Tierras del Oeste, su hogar. Volvía por primera vez tras el transcurso de casi un lustro. Sus padres habían envejecido. Su hermano menor se había casado y ahora vivía en el Valle de Sarandanon. Su hermana había dado a luz a su segundo hijo. La vida había proseguido mientras él había estado lejos y ahora iba a regresar a un mundo distinto al que había abandonado. Más concretamente, él era el portador de un cambio que empequeñecería cualquier otro que hubiera ocurrido durante su ausencia. Era el principio de una transformación que afectaría a todas las tierras y para muchos no sería grato. Puede que no fuera bien recibido una vez se supiera la razón de su llegada, por lo que tendría que abordar el tema con cautela. Sería necesario escoger con cuidado sus aliados y su postura.
Con todo, Tay Trefenwyd era bueno en eso. Era una persona afable y de trato fácil que se preocupaba por los problemas de los demás y que siempre se había esforzado al máximo para brindar la ayuda que podía. No tenía un carácter pendenciero como Risca ni era terco como Bremen. Cuando vivía en Paranor, los demás le apreciaban de verdad, a pesar de sus relaciones con los otros dos. Tay se guiaba por convicciones sólidas y una ética de trabajo que no tenía parangón, y sin embargo no se erigía como ejemplo a seguir. Aceptaba a los demás tal y como eran, detectaba lo que era bueno y encontraba un modo de sacarle utilidad. Ni siquiera Athabasca tenía nada en su contra, porque en Tay veía lo que esperaba que estuviera oculto incluso en sus amigos más problemáticos. Las manos grandes que tenía Tay eran tan fuertes como el hierro, pero era blando de corazón. Nunca nadie había malinterpretado su amabilidad como una señal de debilidad, y Tay jamás había permitido que la primera fuera un indicio de la segunda. Sabía cuándo había que mantenerse firme y cuándo había que ceder. Era un conciliador y mediador de primera clase e iba a necesitar esas habilidades en los días venideros.
Repasó la lista de las cosas que debía conseguir mientras reflexionaba sobre cada una:
Debía convencer a su rey, Courtann Ballindarroch, de organizar una partida de búsqueda para la piedra élfica negra.
Debía persuadir a su rey de mandar a las tropas a ayudar a los enanos.
Había que convencerlo de que las Cuatro Tierras se iban a ver alteradas debido a ciertas circunstancias y acontecimientos, de tal manera que también los cambiaría a ellos irremediablemente y para siempre.
Cruzó las anchas llanuras con zancadas largas mientras cavilaba en lo que todo aquello comportaba, dirección noroeste, hacia los bosques que delimitaban la frontera este de su región. Iba silbando una tonadilla, con una sonrisa recién dibujada en los labios. Desconocía si iba a conseguir nada de aquello, pero no importaba. Encontraría la manera. Bremen contaba con él y Tay no iba a decepcionarlo.
Las horas de luz pasaron y el sol se puso por el oeste, desapareciendo tras las cumbres del horizonte. Tay se alejó del Mermidon en la linde de los bosques de las Tierras del Oeste que se extendían por debajo del Pykon y se dirigió hacia el norte. Como era de noche y ya no era capaz de ver bien por dónde pisaba en medio de la planicie, no se alejó del amparo que le ofrecían los bosques mientras seguía avanzando. Sus habilidades de druida lo ayudaban. Tay era un elementalista; estudiaba los modos en que la magia y la ciencia interactuaban para mantener en equilibrio los elementos del mundo: tierra, aire, fuego y agua. Había desarrollado un grado de comprensión muy alto sobre su simbiosis: la forma en la que se relacionaban una con otra, de los modos en que colaboraban para mantener y preservar la vida y las maneras en que se protegían una y otra cuando alguna se veía afectada. Tay había llegado a dominar las leyes para cambiar de la una a la otra, para usar una para destruir a la otra o cualquiera de las dos para avivar la otra. Tay había desarrollado los talentos que tenía y se había especializado bastante. Era capaz de leer el movimiento y detectar la presencia de los elementos. Podía percibir pensamientos. En términos generales, tenía la habilidad de reconfigurar la historia y predecir el futuro, aunque eso no era lo mismo que tener una visión.