Entonces subió hacia la biblioteca, sin despegar la espalda de la pared mientras avanzaba por la cáscara vacía en la que se había convertido el castillo y aguzaba el oído, cauteloso y vigilante, buscando el ruido traicionero del peligro. Aquí se hallaba la amenaza de la que lo habían prevenido tanto Caerid Lock como la visión. Los druidas traidores, modelado su cuerpo por la magia oscura, lo esperaban. Así sea. Sin embargo, el Señor de los Brujos se había marchado, y con él, sus criaturas. El caldero de magia que su llegada había removido (y que la incursión de Bremen en el Pozo druida había dispuesto) había borboteado y hervido lo justo para despertar su temor, convenciéndolos de que no debían quedarse allí más de la cuenta. Al aguzar el oído, Bremen era ahora capaz de distinguirlo: un siseo apenas perceptible con el que la magia se volvía a hundir en las profundidades del pozo, la magia que había dado vida a la Fortaleza, la fuente del poder para la mayor parte de los conjuros de los druidas. Insondable y voluble, solo entregaba una parte de lo que prometía, y era tan pequeña que palidecía en comparación con el poder monstruoso de Brona. Con todo, había cumplido con su propósito esta vez: había echado al druida rebelde de la Fortaleza.
Bremen suspiró. No le reportaba ningún placer esta victoria minúscula. Brona se había vengado, y eso era lo que importaba. Había aniquilado a aquellos que se habían enfrentado a él, aquellos que lo hubieran desafiado. Se había ensañado en el ataque a su guarida. Ahora no había nadie que pudiera detenerlo, salvo el anciano y su pequeño grupo de seguidores.
Tal vez. Tal vez.
Llegó a la biblioteca y ahí encontró a Kahle Rese. Lloró en silencio al verlo, incapaz de contenerse. También cubrió a ese viejo amigo, sin ser capaz de dedicarle más de una mirada, y se dirigió hacia la entrada secreta que conducía a la sala donde ocultaban la Historia de los druidas. La estancia estaba vacía, con la excepción de la mesa de trabajo y las sillas, y el polvo que Bremen le había dado a Kahle como último recurso yacía desparramado por el suelo, apagado e inánime, señal de que se había usado para el propósito para el que había sido concebido. Bremen trató de imaginarse a Kahle en los últimos minutos de su vida. No lo consiguió. Le bastaba con saber que la Historia de los druidas estaban a buen recaudo. Eso tendría que valer como epitafio de su viejo amigo.
Entonces oyó algo, un sonido que procedía de algún lugar de las profundidades, un ruido tan suave que solo lo detectó con el instinto, no con los oídos. Se apresuró a salir de la sala, con el presentimiento de que el tiempo del que disponía para estar en Paranor se le había acabado. Debía encontrar el Eilt Druin ya. Lo único que le quedaba era hallar el medallón. Athabasca no lo llevaba. Quizá se lo habían arrebatado, pero Bremen no lo creía. El ataque había sucedido por la noche, le había contado Caerid Lock, y nadie estaba preparado. Athabasca debió de haberse levantado de la cama. Seguro que no había tenido tiempo de colgarse el medallón. Debía de estar en sus aposentos.
Bremen subió las escaleras que lo conducirían a las dependencias del Druida Supremo como un fantasma mudo y silencioso entre los muertos. Se sentía como si no tuviera peso; ni sustancia ni presencia. Era un ser sin importancia, un loco que jugaba con fuego y sin un remedio para las quemaduras que sin duda iba a recibir. Estaba cansado, perdido y temeroso de lo que le fuera a ocurrir al mundo. Se había impuesto una serie de tareas imposibles: crear una magia, forjar un talismán que la contuviera, encontrar un paladín que lo empuñara. ¿Qué posibilidades tenía de conseguirlo? ¿Qué esperanzas?
Encontró la puerta que conducía a los aposentos de Athabasca abierta y entró con cuidado. Examinó los estantes y el escritorio sin éxito. Abrió las puertas de los armarios y cofres de documentos y no encontró nada. Temeroso ahora de haber llegado demasiado tarde, incluso para el medallón, se apresuró a penetrar en la cámara del Druida Supremo.
Allí, tirado de cualquier manera en la mesita de noche, olvidado con las prisas que habían conducido a Athabasca directamente hacia su muerte, yacía el Eilt Druin.
Bremen lo alzó y lo examinó para asegurarse de que era real. El metal bruñido resplandeció. Acarició la superficie de la mano alzada con la antorcha encendida con la yema de los dedos. Entonces, lo escondió entre los ropajes y salió de la habitación a toda velocidad.
Recorrió de nuevo los mismos pasillos y escaleras, todavía aguzando el oído y la vista, todavía precavido. Había llegado hasta allí y aún no se los había encontrado. Tal vez lograra pasar por delante de donde fuera que estuvieran montando guardia sin que lo vieran. Silencioso como una nube, avanzó entre la penumbra y la muerte, y rebasó las sombras que se acumulaban en esquinas estrechas y los cuerpos desparramados por los umbrales y el suelo de piedra. De pronto, por el rabillo del ojo divisó un brillo casi imperceptible, al este en el cielo, a través de unos ventanales con celosía. La noche empezaba a perder terreno y el alba se acercaba. Bremen respiró hondo aquel aire viciado que olía a humedad y deseó poder inspirar el aire de la verde foresta que había afuera.
Llegó a la escalera principal y comenzó a bajarla. Había llegado a la mitad cuando percibió un movimiento en el ancho rellano de abajo. Aminoró el paso, se detuvo y esperó. El movimiento salió de entre las sombras y constituía en sí mismo una nueva sombra, una forma distinta. Aquello que apareció era humano, pero de una manera muy imprecisa. Tenía brazos, piernas, torso y cabeza, pero todo estaba cubierto de un pelaje negro y grueso, erizado y tieso; estaba encorvado y torcido como una zarza, alargado y deforme. Tenía garras y dientes que relucían como puntas recortadas de huesos antiguos, y unos ojos que parpadeaban, con motas carmesí y verdes. Aquello le susurró, lo llamó, le suplicó e intentó atraerlo con tal miseria que era tangible.
—Breeemen, Breeemen, Breeemen.
El anciano echó un rápido vistazo hacia el rellano que había dejado atrás, que podía divisar en aquella escalera abierta y ancha, y otra de esas criaturas apareció arrastrándose desde las sombras, un reflejo de la primera.
—Breeemen, Breeemen, Breeemen.
Ambas continuaron avanzando por las escaleras, una subía y la otra descendía. Lo tenían atrapado. No había puertas por las que pudiera escaparse, no tenía ningún lugar al que ir salvo hacia arriba o hacia abajo, hacia una o hacia la otra. Se dio cuenta de que lo habían estado esperando. Habían dejado que hiciera lo que había venido a hacer, que cogiera lo que quisiera para luego acorralarlo. El Señor de los Brujos lo había planeado así, quería saber qué era tan importante para que regresara, qué tesoro, que pizca de magia podía ser tan valiosa para rescatarla. «Descubridlo», les había ordenado el Señor de los Brujos, «arrebatádselo de su cuerpo inerte y traédmelo».
Bremen pivotó la mirada entre uno y otro. Otrora druidas, esas criaturas se habían transformado en algo horrible. Monstruosas quimeras, seres despojados de toda humanidad y remodelados para que cumplieran un último propósito. Era difícil sentir pena por ellos. Eran lo suficientemente humanos cuando habían traicionado la Fortaleza y a todos sus habitantes. Habían tenido suficiente libertad de elección entonces.
De pronto, Bremen se dio cuenta de que se suponía que había tres. ¿Dónde estaba el tercero?
Exhortado por un sexto sentido, por un instinto muy agudo, alzó la mirada justo en el momento en que este se dejaba caer desde su escondite en una hornacina de la pared de piedra de las escaleras. Bremen se echó a un lado y el otro chocó con un golpe sordo acompañado del chasquido de huesos rotos. Pero eso no lo detuvo. Se irguió, un revuelo de dientes y garras que se lanzó directo hacia él mientras chillaba y escupía. Bremen se dejó llevar por el instinto y le arrojó fuego druida, una defensa en forma de cortina azul que rodeó a la criatura. Sin embargo, eso tampoco la detuvo. Siguió adelante, en llamas, con el pelaje negro que le cubría el cuerpo encendido como una antorcha mientras la piel que tenía