Sin embargo, ¿qué diferencia puede haber entre la manipulación tras la cual se protege Hamlet ante los asedios con los que la corte lo hostiga a través de distintos personajes y la supuesta confesión sincera mediante la que sus monólogos frente al público pretenden convencernos de la veracidad innegable de sus palabras? ¿Qué se puede esperar de alguien que organiza una representación teatral en medio de una representación teatral? ¿A quién debemos mirar en ese momento? Por supuesto, buscamos sorprender, con Hamlet y Horacio, la reacción del rey Claudio, pero también miramos la representación desdoblada de los hechos que ya nos han sido referidos, al grado de poder darnos el lujo de llegar a juzgar, gracias al procedimiento, hasta su mala calidad y sus artificios del gusto más ramplón. ¿En qué lugar se encuentra pues el público, sobre todo si se nos declara que la obra se llama “La ratonera”? Claro, la presa deseada es el rey Claudio, pero ¿no es presa también el público, que sin chistar, acepta este desdoblamiento, al grado de convertirse a su vez en una entidad similar a la que Hamlet se ha propuesto desenmascarar? ¿Cuál es el factor que, ya a estas alturas de la obra, aún nos mantiene en vilo, dispuestos a soportar las dudas y demoras de Hamlet? No es otro que el mismísimo espectro que, hábilmente puesto por Shakespeare al principio de la obra, representa el espíritu ancestral de la tragedia griega, portador de la verdad, de la culpa, de la necesidad de justicia y venganza. Este motor, gracias a la habilidad calculada del autor, será capaz de mantenernos expectantes ante la posibilidad de un desenlace ortodoxo, a lo largo de casi cuatro horas de indecisión, de duda, de razonamiento, con la constante presencia, no de un héroe de tragedia al que se le va revelando inexorablemente la predeterminación de su destino, sino del primer personaje de la dramaturgia occidental que ostenta inteligencia, duda, honor, libre albedrío y que, finalmente, negándose a ser un eslabón más en la cadena de la violencia vengativa, será presa de otro torbellino, acaso peor que el que todos esperábamos.
En efecto, finalmente Claudio será asesinado con lujo de violencia y determinación, pero, sin embargo, todas las demás víctimas morirán de modo accidental, haciendo que esta supuesta tragedia se convierta, violando las leyes del género, en una sangrienta serie de sucesos mucho más siniestra que una tragedia clásica. Más allá de la muerte de Polonio (que Hamlet cree ser Claudio) y la de Ofelia (referida por Gertrudis como accidente, pero calificada por los sacerdotes como suicidio), que ya desencadenan en su equívoco lo que está por suceder, las muertes de la reina, de Laertes y de Hamlet son fruto de circunstancias desafortunadas en medio de un complot doblemente premeditado por Claudio. Sin embargo, lo que precipita la acción de un Hamlet, paralizado tan sólo en apariencia (o sea, en escena) por la reflexión, es la rivalidad que en él despierta Laertes, tanto en su discurso ante la tumba de Ofelia como en el manejo que el rey Claudio hace de su habilidad de esgrimista para convencer a Hamlet de que se bata a duelo con él.
El más dubitativo y consciente de los personajes que el teatro haya prohijado se convierte, ante estos estímulos, en una víctima inmediata e irreflexiva de los efectos que produce la fascinación de la rivalidad. Finalmente, el paralelismo que existe en la obra entre los personajes de Hamlet, Laertes y Fortinbrás (como los que existen entre Ofelia y Gertrudis y su relación con los hombres), la analogía de sus destinos de orfandad y reivindicación así como sus cambiantes pero casi equivalentes ubicaciones respecto al poder, se resuelven por medio de una violencia mimética que todo lo arrastra una vez desencadenada la indiferenciación que la caracteriza. ¿Cómo entender que Hamlet acepte, no sólo disculparse ante Laertes, sino, contaminado acaso por una violencia sin sosiego, enfrentarlo en combate disparejo con las apuestas del rey asesino a su favor? ¿Qué tragedia quiso Shakespeare que presenciáramos? ¿Cómo podemos olvidar el viejo esquema del destino predeterminado, frente al cual el personaje pivote tan sólo puede padecer el proceso paulatino de revelación de la verdad que lo define? ¿Cómo podemos admitir que, a pesar de partir del dato estereotipado, oracularmente sobrenatural, que hace que el espectro conmine al héroe a que cumpla una venganza en nombre de la justicia, la tragedia que Shakespeare despliega ante nuestro asombro nos obliga a considerar no sólo que la violencia puede brotar siempre nueva de cualquier parte y contaminarlo todo, sino que el mecanismo de unanimidad unificadora que esperábamos ver satisfecho se ha convertido, a pesar del orden que se ve restablecido al final de la obra, en un enigma candente, mucho más capaz de provocar división de opiniones y enfrentamientos que de garantizar un acuerdo generalizado del público ante la evidencia de una verdad irrefutable.
Han pasado 400 años y, sin embargo, estas preguntas todavía carecen de respuesta, razón por la cual Hamlet sigue siendo una obra cuyos planteamientos piden ser, si no asimilados, por lo menos considerados de acuerdo a las intenciones de su autor, en vez de verse convertida, cual reacción eruptiva de defensa, en la radiografía de una parcela individual de la patología humana. Curiosamente, el atrevimiento anacrónico del que Shakespeare hizo gala en este drama presenta una contigüidad inquietante con algunas obras de arte que le son casi estrictamente contemporáneas. La primera que me viene a la mente es Las Meninas de Velásquez, en la que la mirada del espectador, muy cercana a la manera en que Shakespeare sitúa y desdobla la función del público, se ve puesta en el centro de una composición que la excluye en términos de representación, pero sin la que la arquitectura del cuadro carecería de sentido. La segunda es Don Quijote de la Mancha de Cervantes, novela en la cual, aparte del anacronismo de su protagonista y de su incesante filosofar para interpretar un mundo que al principio se encuentra en las antípodas de su visión, el hecho de que los personajes de su ficción lean, en la trama misma de las primeras páginas del segundo tomo, las peripecias a las que se vieron expuestos en el primero les sugiere proceder de manera más acorde frente a los desvaríos del protagonista, prestándose así a un fingimiento que logrará volver real, o sea ficticio, el entorno que el caballero de la triste figura anhela percibir para comprobar la verdad de sus visiones.
Mundos de espejos y de reflejos, en los cuales el arrojo y la clarividencia de sus creadores llegaron a prescindir de la aceptada verosimilitud de todas las creencias y procedimientos que siguen seduciendo nuestra imaginación, logrando sugerir instancias más reales e inquietantes que aquellas en las que la ortodoxia de la ficción representativa, más descarada que nunca en sus expresiones actuales, sigue repitiendo hasta el hartazgo fórmulas casi tribales que no han dejado de garantizar que la función de cohesión social del arte sea el único criterio que sigue desplegando su virulencia con tal de disimular o borrar los riesgos de estas memorables aventuras espirituales. Aún hoy, capaces de resistir con pie firme los constantes arrestos de la tradición, estas visionarias arquitecturas siguen inquietando y cuestionando en cada uno de nosotros la certidumbre de nuestras percepciones y la