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PRÓLOGO
Sabemos que, en 1786, cuando Mozart llega por fin a disfrutar de las mieles del éxito con la presentación de sus Bodas de Fígaro en Praga, un empresario le ofrece de inmediato un jugoso contrato para estrenar cuanto antes en esa ciudad una nueva obra de su autoría. Sabemos que, durante su estancia en esa ciudad, Mozart y su libretista Da Ponte asisten a una función de una ópera intitulada Il convitato di pietra, firmada por el compositor Giuseppe Gazzaniga y el libretista Giovanni Bertati. De inmediato, ambos artistas deciden adoptar tema y pormenores de dicha obra, y elaborar a partir de ella el inmortal Don Giovanni que habría de estrenarse en Praga el lunes 29 de octubre de 1787.
Aunque algunos eruditos prefieren, en el caso de Shakespeare, convertirlo en posible conocedor de las eddas que refieren por primera vez y en islandés las aventuras de un tal Amlothi, o en lector de la Historia dánica de Saxo Gramático, redactada en latín en el siglo XII y que refiere, entre otras, las gestas del príncipe nórdico Amleth, o en lector de su traducción al francés y al inglés por Belleforest, bajo el título de The history of Hambleth, lo que sí sabemos es que Shakespeare asistió con toda seguridad a la representación de una obra de un tal Thomas Kyd, intitulada Hamlet, que gozó del favor de la cartelera londinense en 1598. Tal y como procedió Mozart, casi sin cambiar ninguno de los elementos básicos de la trama, el genio dramatúrgico de Shakespeare supo sacarle ese provecho teatral y literario que distingue a cada una de sus producciones, sin importar el calibre anecdótico o estilístico del origen mítico u histórico de sus fuentes. Sin embargo, aceptando que “The Globe Company” incluyó seguramente esta nueva producción en su repertorio entre 1598 y 1601, la primera edición del Hamlet de Shakespeare data del 1603 y está elaborada a partir del uso fraudulento del libreto de un actor o de un traspunte, plagada de errores y omisiones, al grado de que el mismo autor, indignado ante este fraude, interpone una querella en contra del editor acusándolo de piratería flagrante. Éste último, acaso iluminado tanto por la admiración como por el sentido del comercio, prefiere ofrecerle al autor regalías adelantadas y derechos de exclusividad si, de su puño y letra, éste se compromete a entregarle la versión autorizada y definitiva de esta obra. Gracias a ello, hoy disponemos del manuscrito de 1604, en el que Shakespeare retoma su propio texto, cambia el orden de ciertas escenas así como los nombres de algunos personajes, añade más de mil versos a la versión anterior (al grado de que Hamlet es la obra más dilatada del catálogo shakespeariano) y usa literariamente (muy cercanamente al espíritu de sus casi confesionales sonetos) un texto eminentemente dramático para denunciar, a través del personaje de Hamlet y de sus brutales contrastes con su entorno, toda la amargura, lucidez y desencanto que, en ese año de 1604, le ocasionaron la disolución de su compañía en medio de las más siniestras intrigas, la traición de su mujer con su mejor amigo y los nubarrones de incertidumbre que ya podían avistarse respecto al futuro inmediato del reino y de la corona. Estamos pues frente a uno de los casos más curiosos de la literatura dramática de la historia, ya que, siendo Hamlet uno de los parangones más indiscutibles de la historia del teatro, se trata finalmente de un texto literario, cuya finalidad nunca fue en mente de su autor la de cumplir con un diseño ideado para su representación, aunque, sin embargo, al mismo tiempo, su osada dramaturgia y su estrategia arquitectónica constituyen una de las cumbres de la meditación acerca de las causas de la enfermedad del teatro y de lo que éste puede llegar a ser si se cuestionan sus anquilosados axiomas.
No nos cabe la menor duda de que Shakespeare ya se había ejercitado en estos menesteres con insólito virtuosismo y capacidad de convencimiento en el terreno de la comedia, pero Hamlet representa el paso vertiginoso de llevar a la práctica este mismo procedimiento en el ámbito casi sagrado de la tragedia. Resulta evidente que, ante el imponente catálogo de sus tragedias históricas, Shakespeare era sin duda un experto en el conocimiento de los procedimientos aristotélicos en cuanto a la concatenación dramática que debe cumplir una tragedia para que su eficacia catártica pueda rematar el dispositivo estructural que se desanuda con la asunción de su propio destino por el héroe-víctima con el consiguiente castigo y restablecimiento de la justicia que conlleva la revelación de la verdad. Pero es inevitable evocar a un William Shakespeare, actor y dramaturgo que, tras cientos de representaciones, frente a las previsibles e infalibles reacciones del público, empieza a nutrir, a la par de un desprecio cada vez mayor ante la invariable eficacia de los mecanismos de manipulación de masas, la osadía de atreverse a trastocarlos, a desplazarlos, a postergarlos, a no satisfacerlos, a sorprenderlos, a reinventarlos. Semejante reto no es poca cosa. Nada más frágil que mantener la atención de la audiencia si se abandonan los procedimientos a los que está acostumbrada. ¿Cómo llevar a cabo una revolución en estos mecanismos sin romper los hilos sutiles que los mantienen alertas? ¿Hasta dónde puede estirarse la postergación de sus concatenaciones sin que mengüe la sustancia dramática que los alimenta? Más allá de todos los equívocos históricos que han ensalzado a partir de su publicación al personaje de Hamlet, desde la identificación del joven príncipe, dandy esbelto y elegante en su luto, con la fragilidad hipersensible del artista romántico, cuyo “mal del siglo” padecieron Hugo, Vigny, Musset, Gautier, Berlioz o Delacroix, hasta las elucubraciones más rebuscadas de las interpretaciones de inspiración sicoanalítica y los excesos en pos de una originalidad a toda costa que inspiraron a varios de los más brillantes actores del siglo XX, la hipótesis de un dispositivo teatral perfectamente premeditado en torno a la percepción del público merece ser expuesta y puesta a prueba con relación a los enigmas dramatúrgicos que saltan a la vista en la mayoría de las escenas y en muchas de las contradicciones que declaran los personajes.
No es rebuscado ni requiere de mayor ciencia sorprenderse, por ejemplo, ante el hecho de que Horacio, cortesano danés, declara no haber visto al rey padre de Hamlet más que una sola vez, pero no duda en afirmar que el atuendo del espectro es el que traía puesto, treinta años antes, cuando venció en duelo al rey Fortinbrás de Noruega. Ni lo es que el mismo espectro, cuando declara haber estado dormido en el momento en el que fue envenenado, describa con toda claridad el procedimiento mediante el cual el asesino le vertió el líquido fatal en el caracol de la oreja. Ni lo es, de un modo más sutil, que Hamlet sospeche del espionaje de Polonio y de Claudio en su escena con Ofelia o que le exponga con la mayor brevedad a su madre que lo sabe todo acerca del complot en su contra y que tiene bajo control el asalto de los piratas a la nave que pretende conducirlo al patíbulo en Inglaterra, así como el hecho de que engañe a su confidente Horacio al hacerse pasar ante él por rehén de dichos piratas cuando, en realidad, la escena siguiente entre el rey Claudio y Laertes nos revela que ellos no son más que sus mensajeros. Obviamente, amén de lo que la puesta en escena pueda revelarnos acerca del espionaje al que se entregan la mayoría de los personajes, está claro que fue voluntad del autor sugerirnos que, entre escena y escena, cada uno de estos personajes (Hamlet en especial) puede haberse enterado de muchas más cosas que las que pueden o deben ser declaradas en las escenas propiamente dichas. De esta manera, lo dicho y lo no dicho conviven extraña y continuamente, sobre todo si tomamos en cuenta que Hamlet declara ante Horacio y los centinelas, tras haber escuchado el discurso del espectro, que no tendrá más opción ante las situaciones que habrá de enfrentar que la de fingir locura y desvarío, sin explicar que tal será su estrategia para poder tener la oportunidad de cumplir con el mandato de su padre