Ricci transformó lo que eran “tres enseñanzas” (budismo, taoísmo y confucianismo) en “tres religiones”. Consideró las instituciones que estaban fuera del Estado, es decir, el budismo, el taoísmo y la religión popular, como oponentes del confucianismo (en su época, la tradición ligada al Estado). Lo artificial de este razonamiento se hace patente cuando –para nuestra sorpresa– descubrimos que en China no se conocía el término “confucianismo” [véase §16].
Para un europeo como Ricci lo normal era y es que una persona se declare o bien cristiana, o bien musulmana, o budista, o atea, o lo que sea; esto es, que exprese su filiación a una determinada religión. Al monoteísta le cuesta comprender que esa persona pueda declararse creyente y practicante de dos o tres religiones a la vez. El hecho es normal porque el cristianismo ha sido históricamente excluyente: o se cree o no se cree en el dogma cristiano; solo hay dos alternativas, pues solo hay una Verdad; ergo, cualquier cosa que no sea la verdad cristiana, es la mentira. Algo semejante podría decirse del islam. Pero el planteamiento extremo-oriental es distinto. Para empezar, ninguna tradición se autoproclama poseedora de la única verdad; por lo que son doctrinalmente abiertas. Característica de la espiritualidad extremo-oriental es su marcado carácter integrador [véase §70]. Desde el momento en que el budismo arraigó sobre suelo chino, hacia el siglo IV, se dio una tendencia a integrar las “tres religiones” (san-jiao), es decir, el confucianismo, el taoísmo y el budismo, en un todo religioso. (Un tridente en perpetua interacción con una cuarta pata: la llamada religión popular china.) Las tres –o cuatro– enseñanzas se enmarañaron de tal forma que hoy se plantea si no es acaso más pertinente hablar de una “religión china” o de un “sistema religioso chino”. Eso que nosotros llamamos “budismo”, “taoísmo” o “confucianismo” no representan en China sino tres aspectos de una religiosidad china. Por tanto, la noción de las “tres religiones” de China sería inapropiada. Más allá de sus preferencias –y, por supuesto, al margen de sacerdotes, monjes y demás profesionales de lo religioso–, todo chino suscribe, en mayor o menor grado, las tres –o cuatro– enseñanzas. Lo que para un occidental son claramente varias religiones separadas, en China representan aspectos de una religiosidad sínica o un sistema religioso chino.
10. Reflexiones sobre el concepto “religión”
Si algo nos ha permitido ver la historia de las religiones es, con perdón, que las religiones tienen historia. De donde la imposibilidad de esencializar, definir, fijar o cosificar algo vivo y en perpetuo flujo. Es lícito hablar de una corriente principal del hinduismo, por ejemplo, pero a sabiendas de que esa vaga generalización no define ninguna esencia o naturaleza. Es un recurso semántico para agrupar un abanico de prácticas.
La pregunta pertinente no sería ni qué es el hinduismo, o si hay una, tres o cuatro religiones en China, siquiera si el hinduismo existe. La que se me antoja reveladora sería: ¿podemos aplicar nuestras categorías a otros ámbitos y espacios culturales? Es inevitable que tendamos a ver las cosas desde la perspectiva cultural en la que hemos crecido. Nuestras predisposiciones o prejuicios culturales nos llevan a ver el mundo desde ángulos particulares. Pero… ¿hemos de fabricar por ello o reducir a un nuevo -ismo un cúmulo de procesos sociorreligiosos?, ¿no es eso un ge-yi precipitado?, ¿se puede hablar de “religión” cuando hablamos de Japón, de la selva amazónica o del Sur de Asia? Claro que una pregunta más certera sería: ¿qué es la religión?
Para algunos antropólogos no puede haber una definición universal o transcultural de religión porque una definición en estos términos sería en sí misma el producto del universalismo europeo (ergo, algo contextual y local, y, por tanto, una contradicción en sí misma). Entiéndase: los fenómenos llamados religiosos existen; hasta el punto de que todavía falta por descubrir una sociedad sin lo que hoy entendemos por “religión”. Sabido es que la humana es una especie religiosus. Pero la idea de que estos fenómenos forman una entidad que podamos llamar transversalmente “religión” ya es más problemática. Nótese que existen muy pocas lenguas no europeas a las que podamos traducir dicha palabra.
En efecto, en las sociedades tradicionales hay nombres para “ritual”, para “espíritu” o para “piedad”, pero no hay equivalente para el moderno concepto de “religión”. Es algo irónico que una de las palabras que evoca ecos más profundos y arcaicos sea tan moderna. La mayoría de sociedades del planeta no separaba, hasta la entrada de las cuadrículas modernistas, una parcela de su vida que pudiera ser llamada “religión”, susceptible entonces de ser analizada y descrita. Al final, resulta que… ¡los hindoos no eran tan raros!
Un somero repaso al proceso de cosificación (o reificación; es decir, hacer de algo abstracto una “cosa”) del concepto religio en Occidente puede arrojar cierta luz.
En la Roma de Cicerón (siglo -I), religio (de re-legere) se utilizaba como sinónimo de traditio; de forma no muy distinta de nuestro genérico “cultura”. El discurso exclusivista del cristianismo, empero, exigía distinguirlas. De modo que Lactancio (siglos III-IV) halló una nueva etimología (de re-ligare) y contrapuso el culto verdadero o religio a la superstitio. Con esta transformación, la adoración a otros dioses fue “alterizada” como pagana y supersticiosa. En este contexto, la religión pasó a ser una cuestión de adhesión a ciertas doctrinas; una visión que enfatiza poderosamente el credo en Dios en lugar del cumplimiento de ciertas prácticas rituales. Más adelante, y en especial en el ámbito protestante, siguió el proceso de cosificación de la palabra “religión”, que ya se define estrictamente en términos de creencia. Esto queda claro cuando comprobamos que en el mundo cristiano se utilizan los nombres “fe” o “creencia” como sinónimos de “religión”.
Este bagaje cristiano ha quedado tan arraigado que un prejuicio clásico entiende que el corazón de cualquier religión está formado por un sistema de creencias más o menos sólido. Tan importante es para un cristiano su sistema doctrinal que aquellos que quieren iniciarse en el sacerdocio pasan muchos años estudiando teología y sumergiéndose en los intrincados vericuetos de la dogmática cristiana. Pero si nos desplazamos hacia otras áreas culturales y religiosas comprobaremos que –aparte de un puñado de filósofos– muy pocos sintoístas, musulmanes o yanomamos piensan que su actividad religiosa tenga que ver con ningún sistema de creencias. La dogmática del islam puede reducirse a unas escuetas frases. Muhammad siempre sospechó de la teología. En el islam, mucho mayor énfasis se pone, por ejemplo, en el estudio de la Ley Sagrada (shari’a). Un japonés, que es probable que suscriba simultáneamente el sintoísmo y el budismo, no le presta la más mínima atención a la teología y a las creencias (que no gozan de muy buena reputación allá, como veremos en §30).
Cosificamos una religión hinduista, cristiana o yoruba basándonos en dogmas abstractos y aspectos ahistóricos que trascienden todo contexto. Tanto el estudio comparado de las religiones como la apreciación popular acerca de lo que estas son permanecen anclados en un universo de discurso básicamente teológico y cristiano. De ahí el sobrepeso otorgado a aquellos puntos de la religión comparables y conmensurables con los elementos universalistas del cristianismo (doctrinas, textos sagrados, teología, ideas de salvación y liberación, etcétera). Se entenderá que muchos indianistas, africanistas o sinólogos hayan protestado ante la mala costumbre de aplicar los conceptos occidentales de religión a las tradiciones de Asia o África.
Claro que hay espacio para matices. El sentido común me obliga a no llevar la