Curioso es esto del hinduismo que ni siquiera posee un texto o cuerpo de escrituras sagrado consensuado. No existe canon hinduista, ni nada comparable al Libro (Torah, Biblia, Corán), a pesar de que existe en la India algo parecido a la noción de revelación (shruti). El Veda –lo revelado– tiene un enorme prestigio, hay que admitirlo; pero aparte de que la inmensa mayoría de hindúes apenas lo conoce, existen grupos religiosos que rechazan su autoridad y no por ello dejan de ser considerados hinduistas. Para muchos, los poemas de “sus” santos o las grandes epopeyas contienen todas las enseñanzas dignas de recitar y recordar.
La tradición letrada que se ha expresado en sánscrito ha conformado un centro alrededor del cual se han tejido numerosas periferias, pero hace ya muchos siglos que la tradición hindú optó por la inclusión y no por la exclusión. Y el proceso de absorber no se apoya en ninguna escritura, texto o canon revelado. El hinduismo, ciertamente, no es una religión del Libro.
Por si esto fuera poco, eso tampoco ha destilado una ética universal. La noción existe, claro, pero siempre a remolque de la idea de “deber propio” (sva-dharma). Y esta pauta de comportamiento ético y moral varía según la edad, el género, la casta, la región, el reino, el estadio de progresión espiritual y hasta la divinidad de elección. En otras palabras, según cada contexto e individualidad. Para la India las personas son distintas; ¿a santo de qué gobernar nuestras vidas según un mismo patrón ético? La idea gandhiana de insuflar a la política y la vida cotidiana con los ideales de la renuncia (no-violencia, vegetarianismo, castidad, austeridad, veracidad…), que es lo más próximo a una ética universal versión hindú, chocó de bruces con la arraigada noción de sva-dharma.
Tampoco se da en el hinduismo una única soteriología o camino místico. Existen quienes se decantan por el ritual, otros por los yogas psicofísicos, y hay los que siguen vías gnósticas o meditativas, y los millones que optan por el camino de devoción y entrega amorosa a su divinidad de elección, o los que practican ordalías y adquieren poderes vertiginosos. La libertad a la hora de escoger la vía (yoga, marga) vuelve a ser completa. Y complementaria; porque una mayoría combina distintas modalidades de yoga. Para fastidio de los expertos. Y es que si la meta difiere (identidad, unión, comunión, aislamiento…), la senda invariablemente recorre otros territorios y dispone de otras marcas y señales en el camino.
Por no tener, hasta el siglo XIX el hinduismo no tenía ni nombre. Lo acuñaron los británicos por omisión pura. A medida que fueron delimitando distintas tradiciones religiosas en la colonia, hindoos pasaron a ser aquellos súbditos que no profesaban el islam, el cristianismo, el budismo, el jainismo, el sikhismo, el zoroastrismo, el judaísmo o las religiones “tribales”. O sea, hindoos eran los que previamente habían sido designados como gentiles (gentoos) y demás alternativas a la despectiva “pagano”. Tengamos presente que en los textos clásicos que han sido considerados “ortodoxos” por decreto, los Dharma-shastras, no se aprecia noción de una categoría “hinduismo”, sino el reconocimiento de una pluralidad de contextos de casta, de costumbre, de región, de gobierno, etcétera. El concepto “hindú” empezó a fraguarse durante las invasiones turcoafganas (siglo XIII); pero no fue hasta la imposición de los filtros europeos cuando se plasmó definitivamente lo del hindú-ismo. Los censos coloniales tampoco fueron ajenos a la cuestión. En ellos se delimitaba una “mayoría” frente a otras minorías religiosas. Lo novedoso del censo fue la utilización de un único término (“hindú”) para designar a una población tan variada en creencias, prácticas o identidades.
Les diré más. Hasta esa fecha, los hindoos no tenían clara noción de que existiera una parcela acotada de la vida que fuera religiosa (por oposición a otra que entonces sería secular), y mucho menos que eso estuviera delimitado por algún tipo de dogma, institución, bautismo, nombre o signo de identificación pan-indio. Ni existía el “hinduismo”, ni siquiera –y eso es lo más notable– el concepto de “religión”; y menos aún que eso pudiera desgajarse de la gastronomía, de la salud, de la sexualidad o de la arquitectura.
La ironía de esta historia es que uno de los pueblos considerados más “religiosos” del planeta desconocía el mismísimo concepto “religión”. Hoy, nos gusta ver la continuidad entre el vedicismo, el brahmanismo, el hinduismo llamado “clásico” o el hinduismo moderno. Y postular, como hice antes, 3.000 años de fecunda anarquía. Inmersos como estamos en nuestra apreciación historicista, casi nadie ha reparado en que, cuando los surasiáticos gustosamente aceptaron la etiqueta hinduismo (atestiguada solo en la edición del Oxford Dictionary de 1829), tenían más en su mente las nociones de indianidad o de religiosidad índica que otra cosa. Los indios no pusieron demasiado empeño en protestar ante esta crasa semitización ya que la unidad religiosa y cultural “descubierta” por los orientalistas sería muy bienvenida en el contexto de su búsqueda de la identidad nacional y su lucha en pos de la independencia. En definitiva, el concepto hinduismo le debe seguramente más al inglés orientalista que a cualquier utilización vernácula.
Visto lo anterior, se entenderá lo resbaladizo y amorfo que resulta eso que hemos convenido en llamar “hinduismo”. Aunque me atrae poderosamente la idea de concluir que existen hindúes pero no hinduismo, como han hecho algunos expertos, creo que tampoco es necesario abandonar la etiqueta. Al menos, los que dicen practicarlo no la han desechado. Desde hace bastantes décadas existen movimientos que se corresponden con este término, tal y como fue entendido por el orientalismo y la intelectualidad india del siglo XIX. Hay que conceder que el hinduismo posee cierto “parecido familiar” con una “religión”. Pero como el Mahabharata, que es a mi entender su texto más representativo, se me antoja más un proceso; un proceso que hilvana una serie de prácticas, panteones, creencias, teologías, sectas, textos y soteriologías que tienen en común diferentes grupos de las tradiciones brahmánicas, las tradiciones de renunciantes y las tradiciones populares de la India.4 Hinduismo sería aquel paraguas bajo el que se cobijan las tradiciones védicas, las vishnuistas, las shivaístas, las shaktistas, las smartas, las tribales, las de castas subalternas, el neohinduismo, la nueva era hindú, etcétera. Cada una de estas corrientes posee sus textos sagrados, sus divinidades y mitologías, sus clérigos y linajes de santos, sus sectas, sus valores, sus filosofías, y, por encima de todo, sus prácticas y ritos.
Eso, en fin, sería como una macrorreligión o una familia de religiones en cierto modo equiparable a lo que los expertos llaman “religión china”, ya en boga entre los sinólogos, advertidos de que la separación en China de tres religiones (san-jiao) es otro caso de semitización y ge-yi indiscriminado. Prosigamos con nuestro ejercicio.
9. Las “tres religiones” de China
Un caso fantástico de proyección de categorías sobre el “otro”, que debemos a Matteo Ricci (1552-1610) y los jesuitas del siglo XVII, es el de las “tres religiones” de China. Si la posición de Ricci es justificable dada la incomprensión mutua de su época (y aun así su apertura y esfuerzo por entender al “otro” es digno de resaltar), cuatro siglos después seguimos cayendo en las mismas trampas. ¿Cuáles?
En época de Ricci existían en China tres “cánones” identificados con tres religiones: el Daozang o canon taoísta, el gigantesco cuerpo de Sutras budistas y los Clásicos (Jing) confucianistas. Para Ricci era normal pensar que Laozi habría “recibido” los textos más antiguos del taoísmo; los Sutras budistas se corresponderían con los sermones del Buddha; y los Clásicos habrían sido escritos por Kongfuzi (Confucio) y recogerían unas prácticas rituales muy antiguas. En otras palabras, cada fundador habría