A veces nos sorprende —y a algunos les cuesta aceptarlo— el silencio de Dios: nos gustaría que nos hablara más claro, tener más seguridad de lo que nos pide. Es como si nos incomodara la figura de un Dios que oculta su divinidad y se anonada. Quizá nos falta descubrir que el silencio de Dios puede tener un sentido muy positivo, a saber: no imponer la fuerza de la divinidad, dejar libres a los hombres para aceptar o rechazar su propuesta.
El silencio «aparente» de Dios es respeto a lo más preciado del hombre: su libertad ante el sentido último de la vida y ante la decisión más importante de su vida. Dios quiere que la relación que tengamos con Él sea absolutamente libre, porque sin libertad no se puede amar ni dejarse amar.
Todo lo grande se compra a un precio muy alto: exige compromiso, entrega, riesgo, dedicación, vaciamiento de uno mismo. La vocación se capta al dejarse captar por ella.
La luz para comprender las realidades más profundas brota en el trato mutuo. Para conocer a Dios y su llamada es necesario mirarle, oírle y una relación de trato personal que pueda fundar sucesivos encuentros. Lo decisivo aquí es la hondura habitual del conocimiento, no la seguridad (tal como se suele entender, porque, a fin de cuentas, ¿cabe mayor seguridad que la confianza en Dios, en un Dios tan cercano que quiere ser Dios con nosotros?).
La llamada de Dios no tiene límites rígidos, es abierta, dinámica, se debe renovar y vivir cada día, por eso no puede ser fijada en el conocimiento de forma inequívoca. En la medida en que nos comprometemos con la vocación —y sobre todo con Aquél que llama— vamos cobrando seguridad, como san Pablo, quien a pesar de las durísimas dificultades de su vida, podía exclamar: «Sé de quién me he fiado». En cambio, el que permanece a la expectativa, queriendo mantenerse sin compromiso hasta tener la plena certeza de que no tiene más remedio que comprometerse, no captará nunca la luz que brota del encuentro.
El descubrimiento de la vocación nunca es sólo pasivo: requiere decidirse a correr el riesgo de salir, con disponibilidad, al encuentro del Amor, porque «Dios no es el patrono que gobierna esclavos, sino la fuente interior de nuestras posibilidades, llamándonos a la salvación e indicándonos personalmente el camino, Él no coarta nuestra libertad, sino que nos ofrece sencillamente la posibilidad y nos capacita para realizarla» (A. Pigna).
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