b) Tampoco el hombre ha decidido ser persona, ni ser la persona que en concreto es. La personalidad que nos caracteriza tiene, sin duda, algunos rasgos que nos hemos ido dando libremente a nosotros mismos, pero no en todas, ni en la mayoría de sus facetas, ni siquiera en las más externas: no elegimos la familia en la que nacemos, la época, el país, la educación, la sociedad en la que nos hemos desarrollado, etc., aspectos todos ellos que modulan profundamente nuestro modo personal de ser.
c) A la vista de esto, cabe concluir que sólo en parte somos autores de nuestra biografía. Más bien habría que decir que somos co-autores. «En» nosotros hay algo ya decidido, y no «por» nosotros. Elegimos lo que somos, sí, pero a partir de una radical identidad.
A esta vocación a la existencia podemos corresponder libremente: podemos asumir nuestro papel fundamental o no asumirlo, pero radicalmente no decidimos cuál es ese papel. El término «vocación» procede del verbo latino vocare y significa primeramente «llamada». Uno no se llama a sí mismo; es llamado, se vive impulsado o requerido a dar una respuesta, la cual sí que es libre. Por tanto, elegimos desde lo que somos, pero no sobre lo que somos.
d) La existencia personal es resultado de una llamada creadora del Amor divino. Esa llamada, por tanto, no se dirige a un ser ya constituido, sino que es ella precisamente la que lo constituye desde la nada. Por eso puede decirse que lo primero que, en el orden de naturaleza, tiene el hombre es su apertura radical a Dios.
La criatura humana tiene una estructura en la que lo fundamental es su relación con Dios: su ser por y para la relación con Dios. Como ha explicado el Concilio Vaticano II, «El hombre es invitado al diálogo con Dios desde su nacimiento, pues no existe sino porque, creado por Dios por amor, es conservado siempre por amor, y no vive plenamente según la verdad si no reconoce libremente aquel amor y se entrega a su Creador» (Const. Gaudium et spes, n. 19).
Por lo tanto, la actitud fundamental de la criatura será dejarse mirar y dejarse querer. No es lo mismo ser mirado o ser querido que dejarse mirar o dejarse querer. Esto segundo supone una postura activa, una actitud de confianza y correspondencia.
4. La vida como «misión», a la luz de la vocación
El hecho mismo de existir es mucho más que un mero hecho: es una misión, porque nuestra vida se nos da como algo en parte hecho y en parte por hacer. La conciencia de una misión en la vida —de una misión que es la vida— constituye la ayuda fundamental que tiene el hombre para vencer, o por lo menos afrontar con entereza, las dificultades objetivas o subjetivas que se presenten. Una misión de carácter personal hace al que la recibe insustituible, insuplantable. La vida adquiere así el valor de algo único, y cobra, en rigor, tanto mayor sentido cuanto más difícil se haga. Sólo en la medida en que consideremos nuestra vida como misión, buscaremos darle sentido. Para Frankl, «ser hombre significa estar preparado y orientado hacia algo que no es él mismo».
Hasta hace un momento, hemos venido considerando que uno no elige su identidad, su ser quien es y, por tanto, su verdad. Pero esto no significa que la misión que se recibe al ser llamado a la existencia sea una especie de determinación fatal, algo así como el «hado» o el «destino» inexorable, escrito por anticipado, de los que creen que la libertad humana no es, en realidad, más que una apariencia ilusoria.
El mismo Frankl dice en La presencia ignorada de Dios: «No es el hombre quien ha de plantearse la pregunta por el sentido de la vida, sino que más bien sucede al revés: el interrogado es el propio hombre; a él mismo toca dar la respuesta; él es quien ha de responder a las preguntas que eventualmente le vaya formulando su propia vida».
Y las respuestas serán muy distintas según sea el sentido que le hayamos dado a nuestra vida.
A este respecto, resulta útil distinguir el sentido de la vida como dirección (sentido de su andadura) y como significado (sentido que la explica).
El sentido de la vida, entendido como «dirección», es la vida eterna: hacia ella nos encaminamos. Esta fe en la vida que no acaba, sino que se transforma, permite enfrentarse a la muerte con serenidad y buen humor, pero sobre todo permite enfrentarse a la vida diaria llenándola de sentido, o sea, de significado. Y el sentido de la vida como «significado», su razón y explicación, es el amor, como hemos visto hace un momento. El amor no tiene porqué ni para qué. Si alguien preguntara: ¿por qué vives?, deberíamos responder: vivo para vivir, obrando por sobreabundancia del bien que me posee, brillando y haciendo brillar, ardiendo y haciendo arder (J.B. Torelló).
Es precisamente la vocación lo que llena de sentido —de orientación y significado— nuestra vida, y permite asumirla como misión personalísima: «La vocación enciende una luz que nos hace reconocer el sentido de nuestra existencia. Es convencerse, con el resplandor de la fe, del porqué de nuestra realidad terrena. Nuestra vida, la presente, la pasada y la que vendrá, cobra un relieve nuevo, una profundidad que antes no sospechábamos. Todos los sucesos y acontecimientos ocupan ahora su verdadero sitio: entendemos a dónde quiere conducirnos el Señor, y nos sentimos como arrollados por ese encargo que se nos confía» (J. Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 45).
III. La vida hecha vocación
1. La libertad y los valores
El hecho de existir supone una misión que cada uno debe ir cumpliendo con su actuar libre. Pero en todas las fases de nuestras acciones —explica Yepes— intervienen unos criterios previos que uno tiene ya formados antes de actuar y de los que parte para escoger —o rechazar— unos u otros medios. A estos criterios previos los llamamos valores.
Los valores son los distintos modos de concretar o determinar la verdad: son la verdad y el bien tomados, no en abstracto, sino en concreto. Su característica principal es que no contestan a la pregunta ¿y esto para qué vale? Valen por sí mismos; es más, todo lo demás vale —o no vale— por referencia a ellos.
Los valores son, por eso, criterio para la toma de decisiones, para la acción. Pueden ser muy variados: utilidad, belleza, poder, dinero, familia, ecología, sabiduría... El máximo valor es Dios: el Bien supremo en función del cual los demás valores son medios, es decir, tienen un valor relativo que se juzga por su concreta relación aquí y ahora con el Valor Absoluto.
A la hora de discernir y asumir como propios los valores que serán criterio de nuestra actuación, debemos estar atentos a algunos peligros, para no vivir tomando decisiones por motivos equivocados o inconsistentes. Algunos, por ejemplo, podrían tomar como valor una necesidad ficticia (como ganar fama). Y cabe también el peligro de asumir valores verdaderos, pero sólo de manera teórica, es decir, sin interiorizarlos (permanecen como referencias externas que nos parecen bien, pero sin pasar a integrar las motivaciones internas de nuestra libertad); o de interiorizar una versión incompleta o equivocada de ellos: por ejemplo, se siente la necesidad de Dios, pero se trata con Él sólo en momentos «difíciles»; o se hace algo no en función del valor mismo, sino de la satisfacción personal que nos produce; o por buscar una compensación, llamar la atención, etc. (R. Berzosa).
Es necesario aprender a vivir la libertad como un poder de ob-ligarse a todo lo grande. No somos libres cuando optamos por una acción porque nos agrada, sino cuando tomamos distancia de nuestras apetencias —que pueden ser caprichosas, variables según los momentos y las circunstancias— y elegimos en virtud del ideal que más vale, que más trascendencia tiene para los demás, para dejar en esta vida un surco profundo, divino, eterno. Esto es lo que supone elegir la verdad de la vocación como núcleo y referencia de valores. Al hacerlo así, el hombre se siente esponjado, libre y desbordante de luz y alegría.
2. Correr el riesgo de elegir el amor
Sólo la persona abierta, dispuesta a asumir el compromiso que lleva consigo el encuentro con su verdad, es capaz de descubrir la vocación, porque esa persona responde a las posibilidades que le son ofrecidas y las asume como propias. Si no se tiene esa disposición, es inevitable tomar como valores de referencia, más o menos conscientemente, distintas manifestaciones del afán de defender y asegurar la propia vida, según aquellas palabras