El muchacho se volvió, y vio tras él al chico del bar. Lo conocía solo de vista, porque no hablaba mucho, pero estaba claro que era extranjero, nórdico tal vez, y que trabajaba como camarero en el bar para poder costearse las vacaciones en Italia. Tendría unos dieciséis años, pero su mirada era demasiado seria para un chico de su edad.
—¿No tienes que trabajar en el bar?
—Ahora no. Hoy tengo la mañana libre.
—¿Sabes jugar al tenis? –le preguntó.
—Hace mucho que no juego –repuso el camarero–, pero puedo intentarlo –hizo una pausa antes de añadir–: Lo echo de menos.
El joven le dirigió una mirada evaluadora. Después, sonrió.
—Hecho –dijo–. ¿Cómo te llamas?
El chico sonrió a su vez. Sus ojos verdes se iluminaron con un destello cálido.
—Jack –dijo–. Me llamo Jack.
La partida fue breve, pero intensa. El joven italiano estaba mejor entrenado y tenía más estilo, pero los golpes de Jack eran imparables. Costaba entender cómo un muchacho de su edad podía tener tanta fuerza.
Costaba entenderlo, a no ser que se supiera que aquel chico rubio llevaba dos años practicando esgrima todos los días con una espada legendaria.
Finalmente, el italiano se dejó caer sobre la cancha, riendo y sudando a mares.
—¡Vale, vale, de acuerdo! Tú ganas. Nunca he visto a nadie coger la raqueta como tú ni darle a la pelota con tanta rabia, Jack, pero no cabe duda de que es efectivo.
Pero Jack no lo estaba escuchando. Se había quedado mirando a alguien que lo observaba desde el camino, más allá de la verja de la cancha. A pesar de que estaba demasiado lejos para ver sus rasgos, a pesar de que no era exactamente como lo recordaba, su figura era inconfundible.
Al muchacho le dio un vuelco el corazón. Soltó la raqueta y echó a correr fuera de la cancha, sin mirar atrás.
—Hasta luego –dijo el italiano, perplejo.
Jack trepó por el talud de hierba hasta llegar al camino. Cuando lo alcanzó, se quedó allí, parado, a unos pocos metros de la persona que lo había estado observando, pero sin atreverse a acercarse más.
Los dos se miraron en silencio.
Finalmente, Jack habló.
—Alsan –dijo.
Él sonrió de manera siniestra.
—¿De verdad crees que soy Alsan?
Jack titubeó. No lo había visto desde que él había huido de Limbhad transformado en un ser semibestial, pero recordaba muy bien al orgulloso y valiente príncipe de Vanissar. Y aquel joven que tenía ante sí era él, pero no era él.
Vestía ropas terráqueas, y, por primera vez desde que lo conocía, parecía cómodo con ellas. Llevaba vaqueros y, a pesar del calor, una camiseta de color negro. El Alsan que él recordaba nunca llevaba ropa de color negro. Y Jack, desde que había conocido a Kirtash, tampoco.
Su porte seguía siendo sereno y altivo, pero ahora había algo preocupante en él, una tensión contenida que Alsan, siempre tan seguro de sí mismo, jamás había mostrado.
Y su rostro...
Su rostro seguía siendo de piedra, pero las penalidades habían cincelado su huella en él, y las marcas de expresión de sus facciones eran mucho más profundas. Su gesto era sombrío, y en sus ojos había un cierto brillo amenazador que no inspiraba confianza.
Con todo, lo que más llamó la atención de Jack fue su pelo.
El cabello castaño de Alsan se había vuelto completamente gris, gris como la piedra, o como la ceniza, o como las nubes que anuncian lluvia. Y aquello contrastaba vivamente con su rostro juvenil; quizá era ese contraste lo que de daba un aspecto tan inquietante.
Jack respiró hondo. Multitud de emociones contradictorias se agolpaban en su interior; había pasado dos años buscando a Alsan y, ahora que ya había perdido toda esperanza de encontrarlo, de repente él se presentaba allí, en aquella pequeña localidad italiana, como surgido de la nada. No estaba seguro de cómo reaccionar y, por otro lado, tenía un molesto nudo en la garganta que amenazaba con impedirle hablar. Y tenía mucho que decir, muchas preguntas que hacer, mucho que contar. Tragó saliva y consiguió responder, aunque le temblaba un poco la voz:
—Has cambiado, pero te pareces más al Alsan que conozco que la criatura a la que rescaté en Alemania.
—Me alegro de que veas las cosas por el lado bueno. El nudo seguía ahí, y Jack tuvo que tragar saliva otra vez.
—Te he buscado por media Europa –le reprochó–. ¿Dónde has estado todo este tiempo?
—Es una larga historia. Si quieres...
—¿Por qué te marchaste? –cortó Jack.
De repente, el nudo de su garganta se deshizo y, por alguna razón, se transformó en lágrimas que acudieron a sus ojos. Jack parpadeó para retenerlas, pero no pudo callar por más tiempo las amargas palabras que brotaban de su corazón:
—Te he buscado por todas partes durante dos años... ¡dos años! ¿Por qué no has dado señales de vida hasta ahora? ¿Por qué te fuiste? Nos dejaste solos a Victoria y a mí... abandonaste a la Resistencia, después de todo lo que me enseñaste... ¿por qué no confiaste en nosotros? Eras... ¡maldita sea, eras todo lo que me quedaba! –se le quebró la voz, y parpadeó para contener las lágrimas. No llegó a llorar, pero bajó la cabeza para que Alsan no viera sus ojos húmedos. Sintió que su amigo se acercaba, y una parte de sí mismo le gritó que debía correr, que no debía acercarse a él, que no era el mismo Alsan de siempre... Pero Jack apretó los puños y se quedó donde estaba. Aunque su instinto le decía que la bestia aún latía en el interior de su amigo, el muchacho llevaba demasiado tiempo solo.
Alsan colocó una mano sobre el hombro de Jack.
—Jack, lo siento –dijo–. No quería poneros en peligro. Estaba... fuera de control, y...
Se interrumpió, porque Jack, de pronto, se abrazó a él con fuerza, aún temblando, como si temiera que volviera a marcharse en cualquier momento. Alsan parpadeó, perplejo, pero entonces intuyó, de alguna manera, lo duros que habían sido para Jack aquellos dos años. Casi pudo sentir su soledad, su desesperación, su miedo. Y también él se preguntó dónde había estado Jack durante todo aquel tiempo, qué había hecho... y por qué no estaba en Limbhad, con Victoria.
—Ya pasó, chico –murmuró, dándole unas palmaditas en la espalda, tratando de calmarlo–. Ya estoy aquí, ¿de acuerdo? No voy a marcharme otra vez. Ya no estás solo. No volverás a estarlo nunca más. Te lo prometo.
Jack pareció recobrar la compostura. Se separó de él, desvió la mirada y dijo, intentando justificarse:
—Sí, bueno... es que me han pasado muchas cosas desde que te fuiste. Además, ha sido... demasiado tiempo sin saber nada de nadie.
El joven lo miró y esbozó una sonrisa que recordó a las del Alsan de antes.
—Estás sudando y asfixiado de calor, chico –dijo–. Mejor vámonos a la sombra, te invito a una coca-cola y hablamos con calma, ¿hace?
Jack aceptó, agradecido. Nunca había soportado el calor. En verano necesitaba ducharse todas las noches con agua fría antes de acostarse para poder dormir. Todavía se preguntaba cómo había permitido que la estación estival lo sorprendiera en Italia, en lugar de haberse marchado a algún país del norte al final de la primavera.
Se dirigieron a la cafetería más cercana. Había un perro tumbado frente a la puerta, un pastor alemán, que alzó la cabeza