—¡Pero cuánto sabe este niño!... ¡Qué listo es!
Y alguna vieja añadía sentenciosamente:
—Bernarda, cuida del chico; que no estudie tanto. Eso es malo. ¡Mira qué amarillento está!...
Terminó sus estudios superiores con los padres escolapios, siendo el protagonista de los repartos de premios; el primer papel en todas las comedias organizadas en el teatrito de los frailes. El semanario del partido dedicaba un artículo todos los años a los sobresalientes y premios de honor del «aprovechado hijo de nuestro distinguido jefe don Ramón Brull esperanza de la patria que ya merece el título de futura lumbrera».
Cuando Rafael volvía a casa con el pecho cargado de medallas y los diplomas bajo el brazo, escoltado por su madre y media docena de señoras que habían asistido a la ceremonia, besaba a su padre la vellosa y nervuda mano. Aquella garra le acariciaba la cabeza e instintivamente se hundía en el bolsillo del chaleco por la costumbre de agradecer del mismo modo todas las acciones gratas.
—Muy bien—murmuraba la bronca voz.—Así me gusta... Toma un duro.
Y hasta el año siguiente, rara vez se veía el muchacho acariciado por su padre. En ciertas ocasiones, jugando en el patio, había sorprendido la mirada del imponente señor fija en él, como si quisiera adivinar el porvenir.
Don Andrés se encargó de su instalación en Valencia al comenzar los estudios en la Universidad. Se cumpliría el deseo del abuelo abortado en el padre.
—¡Este sí que será abogado!—decía doña Bernarda poseída del mismo afán que el viejo por aquel título que era el ennoblecimiento de la familia.
Y temiendo que la corrupción de la ciudad despertase en el hijo las mismas aficiones del padre, enviaba con frecuencia a don Andrés a la capital y escribía cartas y más cartas a los amigos de Valencia y en especial a un canónigo de su confianza, para que no perdiese de vista al muchacho.
Pero Rafael era juicioso; un modelo de jóvenes serios según decía a su madre el buen canónigo. Los sobresalientes y premios del colegio de Alcira continuaban en Valencia, y además, don Ramón y su esposa se enteraban por los periódicos de los triunfos alcanzados por su hijo en la «Juventud jurídico escolar», una reunión nocturna en un aula de la Universidad, donde los futuros abogados se soltaban a hablar discutiendo temas tan originales como si la «Revolución Francesa había sido buena o mala», o «el socialismo, comparado con el cristianismo».
Algunos muchachos terribles, que habían de entrar en casa antes de las diez, so pena de arrostrar la indignación de los padres, se declaraban rabiosos socialistas y asustaban a los bedeles, maldiciendo la propiedad sin perjuicio de proponerse—tan pronto como terminasen la carrera—conseguir una notaría o un registro. Pero Rafael, siempre mesurado y correcto no era de estos; figuraba en la derecha de la docta asamblea, y en todas las cuestiones sostenía el criterio sano, pensando con santo Tomás y otros sabios que le señalaba el canónigo encargado de su dirección.
Estos triunfos no tardaban en ser propalados por el semanario del partido, que para aumentar la gloria del jefe y que los enemigos no le tachasen de parcialidad, comenzaba siempre: «Según leemos en la prensa de la capital»...
—¡Qué muchacho!—decían a doña Bernarda los curas de la población.—¡Qué pico de oro! Ya lo verá usted, será otro Manterola.
Y la devota señora, cuando Rafael por fiestas o vacaciones volvía a casa, cada vez más alto, con modales que a ella se le antojaban la quinta esencia de la distinción y vistiendo con arreglo al último figurín, se decía con una satisfacción de madre fea:
—Será un real mozo. Todas las chicas ricas de la ciudad le desearán. No habrá más que escoger.
Doña Bernarda sentíase orgullosa al contemplar a su Rafael, alto, las manos finas y fuertes, los ojos grandes, aguileña la nariz, la barba rizada y cierta gracia ondulante y perezosa en su cuerpo que le daba el aspecto de uno de esos jóvenes árabes de blanco alquicel y ricas babuchas que forman la aristocracia indígena en las colonias de Africa.
Cada vez que volvía a su casa el estudiante, era recibido por su padre con la misma caricia muda. El duro había sido reemplazado por billetes de Banco, pero la garra poderosa que se posaba sobre su cabeza, acariciábale cada vez con mayor flojedad; pesaba menos.
Rafael, por sus ausencias, notaba mejor que los demás el estado de su padre. Estaba enfermo, muy enfermo. Erguido como siempre, grave, imponente, hablando apenas; pero adelgazaba, se hundían los fieros ojos, sólo quedaba de él el macizo esqueleto, marcábanse en aquel cuello, que antes parecía la cerviz de un toro, los tendones y arterias entre la piel colgante y flácida, y los arrogantes mostachos, cada vez más blancos, caían con desmayo como una bandera rota.
Al estudiante le sorprendió el gesto de ira, la mirada fiera empañada por lágrimas de despecho con que acogió la madre sus temores:
—Que se muera cuanto antes... ¡Para lo que hace!... Que el señor nos proteja llevándoselo pronto.
Rafael calló, no queriendo ahondar en el drama conyugal que se desarrollaba junto a él, oculto y silencioso.
Aquel sombrío vividor de insaciables apetitos, entregado a una crápula obscura y misteriosa, atravesaba el último torbellino de sus tempestuosos deseos. La virilidad, al sentir la cercanía de la vejez, antes de declararse vencida, ardía en él con más fuerza, y el poderoso jefe se abrasaba en el postrer destello de su animalidad exuberante. Era una puesta de sol que incendiaba su vida.
Siempre grave y con gesto sombrío, corría el distrito como un sátiro loco, sin más guía que el deseo; sus encuentros brutales, sus abusos de autoridad, llegaban como un eco doloroso a la casa señorial, donde su amigo don Andrés intentaba en vano consolar a la esposa.
—¡Pero ese hombre!—rugía iracunda doña Bernarda.—Ese hombre nos va a perder; no mira que compromete el porvenir de su hijo.
Era un apetito loco que, en su furia, se abalanzaba sobre la fruta verde, sin sazonar. Caían anonadadas y temblorosas ante su ardor senil, en las frondosidades de los huertos, en los almacenes de naranja, o al anochecer, al borde de un camino, las vírgenes apenas salidas de la niñez, casi calvas, con el pelo untado de aceite, el pecho liso y los miembros enjutos, tristes, con una delgadez de muchacho, bajo las sucias faldas de la miseria. Por la noche salía de casa pretextando necesidades del partido y le veían entrar en los arrabales buscando jornaleras de formas desbaratadas por la maternidad, a cuyos maridos enviaba con antelación a trabajar en sus huertos. Compraba a docenas zapatos de mujer; pagaba en las tiendas pañuelos y refajos que al día siguiente eran ostentados en las afueras de la ciudad. Los más entusiastas correligionarios, sin perder el tradicional respeto, hablaban sonriendo de sus debilidades, y señalaban un sinnúmero de arrapiezos del arrabal morenotes, fuertes y ceñudos, como si fueran una reproducción del quefe. Por la noche, cuando don Ramón, rendido por la lucha con el insaciable demonio que le arañaba las entrañas, roncaba dolorosamente con un estertor que silbaba en sus pulmones y un reguero de baba en los tristes bigotes, doña Bernarda, incorporada en la cama, los flacos brazos sobre el pecho, le miraba ceñuda, con unos ojos que parecían apuñalarle y rogaba mentalmente:
—¡Señor! ¡Dios mío! ¡Que se muera pronto este hombre! ¡Que acabe tanto asco!
Y el Dios de doña Bernarda debió oírla, pues su marido marchaba rápidamente hacia la muerte, pero como un convencido, sin retroceder ni sentir miedo, impulsado por aquella llama que le consumía; sin preocuparse de la pérdida de sus fuerzas y de la tos que sonaba como un trueno lejano, arrastrándose pavorosamente por las cavernas de su pecho.
—Cuídese usted, don Ramón,—decían los curas amigos, únicos que osaban aludir a los desórdenes de su vida.—Va