Hasta Alcira llegaba el rumor de otras hazañas del príncipe, como le llamaba don Jaime al ver la despreocupación con que gastaba el dinero. En las tertulias de familias amigas se hablaba con escándalo de las calaveradas de Ramón; de una riña por cuestión de juego a la salida de un casino; de un padre y un hermano, gente ordinaria, de blusa, que juraban matarle si no se casaba con cierta muchacha a la que acompañaba de día al taller y de noche al baile.
El viejo Brull no quiso tolerar por más tiempo las calaveradas de su hijo y le hizo abandonar los estudios. No sería abogado: al fin no era necesario un título para ser personaje. Además, se sentía achacoso; le era difícil vigilar en persona los trabajos de sus huertos, y necesitaba la ayuda de aquel hijo que parecía nacido para imponer su autoridad a cuantos le rodeaban.
Hacía tiempo que había fijado su atención en la hija de un amigo suyo. En la casa se notaba la falta de una mujer. Su esposa había muerto poco después de retirarse él de los negocios, y el viejo Brull se indignaba ante el descuido y falta de interés de las criadas. Casaría a su Ramón con Bernarda, una muchacha fea, malhumorada, cetrina y enjuta de carnes, que heredaría de sus padres tres hermosos huertos. Además, llamaba la atención por lo hacendosa y económica, con una parsimonia en sus gastos que rayaba en tacañería.
Ramón obedeció a su padre. Educado en los prejuicios de la riqueza rural, creía que una persona decente no podía oponerse a la unión con una hembra fea y arisca, siempre que tuviese fortuna.
El suegro y la nuera se entendían perfectamente. Enternecíase el viejo viendo a aquella mujer seria y de pocas palabras indignarse por el más leve despilfarro de las criadas, gritar a los colonos cuando notaba el menor descuido en los huertos y discutir y pelearse con los compradores de naranja por un céntimo de más o menos en la arroba. Aquella nueva hija era el consuelo de su vejez.
Mientras tanto el príncipe cazaba por la mañana en los montes cercanos, y se pasaba la tarde en el café; pero ya no le satisfacía el aplauso de los que se agrupaban en torno de la mesa de billar, ni visitaba la partida del piso superior. Buscaba la tertulia de las personas serias, era amigo del alcalde y hablaba de la necesidad de que todas las personas pudientes estuviesen unidas para meter en un puño a la pillería.
—Ya le pica la ambición—decía el viejo alegremente a su nuera.—Déjale, mujer; él se abrirá paso... Así le quiero ver.
Comenzó por entrar en el ayuntamiento y pronto adquirió notoriedad. La menor objeción en el consistorio era para él una ofensa personal; terminaba las discusiones en la calle con amenazas y golpes; su mayor gloria era que los enemigos se dijeran:
—Cuidado con Ramón... Mirad que ese es muy bruto.
Y junto con su acometividad, mostraba para captarse amigos, una esplendidez que era el tormento de su padre. Hacía favores, mantenía a todos los que por su repulsión al trabajo y su mala cabeza eran temibles; daba dinero a los que servían de heraldos de su naciente fama en tabernas y cafés.
Su ascensión fue rápida. Los viejos que le protegían y guiaban, se vieron postergados. Al poco tiempo fue alcalde; su influencia, encontrando estrecha la ciudad, se esparció por todo el distrito y encontró firmes apoyos en la capital de la provincia. Libraba del servicio militar a mozos sanos y fuertes; cubría las trampas de los ayuntamientos que le eran adictos, aunque merecieran ir a presidio; lograba que la guardia civil no persiguiera con mucho encono a los roders que, por un escopetazo certero en tiempo de elecciones, iban fugitivos por los montes; y en todo el contorno nadie se movía sin la voluntad de don Ramón, al que los suyos llamaban con respeto el quefe.
Su padre murió viéndole en el apogeo de su gloria. Aquella mala cabeza realizaba su sueño: la conquista de la ciudad, el dominio de los hombres completando el acaparamiento del dinero. Y también antes de morir vio perpetuada la dinastía de los Brull con el nacimiento de su nieto Rafael, producto de los encuentros conyugales instintivos e insípidos de un matrimonio al que sólo unía la costumbre y el deseo de dominación.
El viejo Brull murió como un santo. Salió de la vida ayudado por todos los últimos sacramentos; no quedó clérigo en la ciudad que no empujase en alma camino del cielo, con nubes de incensario en los solemnes funerales, y aunque los pillos, los rebeldes a la influencia del hijo recordaban aquellos días de mercado en los cuales el rebaño de los huertos venía a dejarse esquilar en su despacho de rábula, toda la gente sensata que tenía que perder, lloró la muerte del hombre digno y laborioso que, salido de la nada, había sabido crearse una fortuna con su trabajo.
En el padre de Rafael aún quedaba mucho de aquel estudiantón que tanto había dado que hablar. Sus gustos de libertino rústico le hacían perseguir a las hortelanas, a las muchachuelas que empapelaban la naranja en los almacenes de exportación. Pero tales devaneos quedaban en el secreto; el miedo al quefe ahogaba la murmuración y como además costaban poco dinero, doña Bernarda no se daba por enterada.
No amaba a su marido: tenía el egoísmo de la señora campesina que considera cumplidos todos sus deberes con ser fiel al esposo y ahorrar dinero.
Por una anomalía notable, ella, tan avara, tan guardadora, capaz de palabrotas de plazuela cuando había que defender el dinero de la casa, disputando con jornaleros o con los compradores de la cosecha era tolerante con los despilfarros del esposo para mantener su soberanía sobre el distrito.
Cada elección abría una brecha en la fortuna de la casa. Don Ramón recibía el encargo de sacar triunfante a tal señor desconocido, que apenas si pasaba un par de días en el distrito. Era la voluntad de los que gobernaban allá en Madrid. Había que quedar bien, y en todos los pueblos volteaban corderos enteros sobre las hogueras; corrían a espita rota los toneles de las tabernas; se distribuían puñados de pesetas entre los más reacios o se perdonaban deudas, todo por cuenta de don Ramón; y su mujer, que vestía hábito para gastar menos y guisaba la comida con tal estrechez que apenas si dejaban algo para los criados, era la más espléndida al llegar la lucha, y poseída de fiebre belicosa, ayudaba a su marido a echar la casa por la ventana.
Era esto un cálculo de su avaricia. El dinero esparcido locamente, era un préstamo que cobraría con creces en un día determinado. Y acariciaba con sus ojos penetrantes al pequeñín moreno e inquieto que tenía sobre sus rodillas, viendo en él al privilegiado que recogería el resultado de todos los sacrificios de la familia.
Se había refugiado en la devoción como un oasis fresco y agradable en medio de su vida monótona y vulgar, y experimentaba una sensación de orgullo cuando algún sacerdote amigo la decía a la puerta de la iglesia:
—Cuide usted mucho de don Ramón. Gracias a él la ola de la demagogia se detiene ante el templo y los malos principios no triunfan en el distrito. El es quien tiene en un puño a los impíos.
Y cuando tras una declaración como esta que halagaba su amor propio, dándole cierta tranquilidad para después de la muerte, pasaba por las calles de Alcira con su hábito modesto y su mantilla, no muy limpia, saludada con afecto por los vecinos más importantes, le perdonaba a su Ramón todos los devaneos de que tenía noticia y daba por bien empleados los sacrificios de fortuna.
¡Si no fuera por ellos, qué ocurriría en el distrito!... Triunfarían los descamisados, aquellos menestrales que leían los papeles de Valencia y predicaban la igualdad. Tal vez se repartirían los huertos y querrían que el producto de las cosechas, inmensa pila de miles de duros que dejaban ingleses y franceses, fuese para todos. Pero para evitar tal cataclismo, allí estaba su Ramón, el azote de los malos, el campeón de la buena causa, que la sacaba adelante dirigiendo las elecciones escopeta en mano, y así como sabía enviar a presidio a los que le molestaban con su rebeldía, lograba conservar en la calle a los que con varias muertes en su historia, se prestaban a servir al gobierno sostenedor del orden y de los buenos principios.
Bajaba la fortuna de la casa de Brull, pero aumentaba su prestigio. Las talegas recogidas por el viejo a costa de tantas picardías, se desparramaban por el distrito sin que bastasen