El Vara de palo, por toda contestación, empujó cariñosamente a Gabriel.
–¡Vamos arriba, loco! No morirás; yo te sacaré adelante. Lo que tú necesitas es calma y cariño. La catedral te curará. Aquí sanarás esa cabeza enferma, que parece la de Don Quijote. ¿Te acuerdas cuando de niño nos leías su historia en las veladas…? Anda adelante, fantasioso. ¿Qué te importa a ti que el mundo esté mejor o peor arreglado? Así lo encontramos, y así será siempre. Lo que importa es vivir cristianamente, con la certeza de que la otra vida será mejor, ya que es obra de Dios y no de los hombres. ¡Arriba, vamos arriba!
Y empujando cariñosamente al vagabundo, salieron del claustro por entre los mendigos, que habían seguido con mirada curiosa la entrevista sin poder escuchar una palabra. Atravesaron la calle, entrando en la escalera de la torre. Los peldaños eran de ladrillos rojos y gastados, y las paredes, pintadas de blanco, estaban cubiertas en todas sus revueltas de grotescos dibujos y enrevesadas inscripciones de las gentes que subían a la torre atraídas por la fama de la Campana Gorda.
Gabriel ascendía lentamente, jadeando y deteniéndose en cada tramo.
–Estoy malo, Esteban… muy malo. Este fuelle hace aire por todas partes.
Después, como arrepentido de su olvido, se apresuró a preguntar:
–¿Y Pepa, tu mujer? Supongo que estará buena....
Se contrajo la frente del empleado de la catedral y sus ojos pusiéronse vidriosos, como si fuese a llorar.
–Murió—dijo con laconismo sombrío.
Gabriel se detuvo, agarrándose a la barandilla, como inmovilizado por la sorpresa. Después de un corto silencio, añadió, con el deseo de consolar a su hermano:
Pero Sagrario, mi sobrina, estará hecha una hermosura. La última vez que la vi parecía una reina, con su moño rubio y aquella carita sonrosada, de vello dorado, como un albaricoque de los cigarrales. ¿Se casó con el cadete o está con tigo?
El Vara de palo puso el gesto más sombrío y miró a su hermano torvamente.
–Murió también—dijo con sequedad.
–¿También Sagrario ha muerto?—preguntó; Gabriel con extrañeza.
–Ha muerto para mí, y es lo mismo.... Hermano, por lo que más quieras en el mundo, no me hables de ella.
Gabriel comprendió que despertaba una pena grande con sus preguntas y no dijo más, emprendiendo de nuevo la ascensión. En la vida de su hermano había ocurrido algo grave durante su ausencia: uno de estos sucesos que disuelven las familias y separan para siempre a los que sobreviven.
Atravesaron la galería cubierta del arco del Arzobispo y entraron en el claustro alto, llamado las Claverías: cuatro pórticos iguales en la longitud a los del claustro bajo, pero desnudos de toda decoración y con un aspecto mísero. El pavimento era de ladrillos gastados y rotos. Los cuatro lados que daban sobre el jardín tenían una barandilla entre las chatas columnas que sostenían la techumbre de añejas vigas. Era una obra provisional, de tres siglos antes, que había quedado para siempre en tal estado. A lo largo de las paredes enjalbegadas abríanse sin simetría las puertas y ventanas de las habitaciones que venían ocupando los servidores de la catedral, transmitiéndose oficio y vivienda de padres a hijos. El claustro, con sus pórticos bajos, ofrecía el aspecto de cuatro calles, cada una de las cuales sólo tenía una fila de casas. Enfrente estaba la chata columnata, sobre cuyas barandillas asomaban sus copas puntiagudas los cipreses del jardín. Por encima del tejado del claustro veíanse las ventanas de la segunda fila de habitaciones, pues casi todas las casas de las Claverías tenían dos pisos.
Era un pueblo que vivía sobre la catedral al nivel de los tejados, y al llegar la noche y cerrarse la escalera de la torre quedaba aislado de la ciudad. La tribu semieclesiástica se procreaba y moría en el corazón de Toledo, sin bajar a sus calles, adherida por tradicional instinto a aquella montaña de piedra blanca y calada, cuyos arcos la servían de refugio. Vivía saturada del olor del incienso y respiraba el perfume especial de moho y hierro viejo de las catedrales, sin más horizonte que las ojivas de enfrente o el campanario, que aplastaba con su mole un pedazo del cielo que se veía desde el claustro alto.
El compañero Luna creyó retroceder de golpe a la niñez. Chicuelos semejantes al Gabriel de otros tiempos corrían jugando por las cuatro galerías o se sentaban encogidos en la parte del claustro bañada por los primeros rayos del sol. Mujeres que le recordaban a su madre sacudían sobre el jardín las mantas de las camas o barrían los rojos ladrillos inmediatos a sus viviendas. El compañero vio aún borrosos en la pared dos monigotes que había pintado con carbón cuando tenía ocho años. Sin los pequeñuelos que gritaban y reían persiguiéndose, se hubiera creído que la vida estaba en suspenso en este rincón de la catedral, como si en aquel pueblo casi aéreo no naciese ni muriese nadie.
El Vara de palo, cejijunto y sombrío desde las últimas palabras, quiso dar algunas explicaciones a su hermano.
–Vivo en nuestra casa de siempre. Me la han dejado en consideración a la memoria del padre. Hay que agradecerlo a los señores del cabildo, teniendo en cuenta que no soy más que un triste Vara de palo.... Desde que ocurrió la «desgracia» tengo una vieja que arregla la casa, y además vive conmigo don Luis, el maestro de capilla. Ya le conocerás: un sacerdote joven, de mucho valer, que aquí está obscurecido; un alma de Dios, al que tienen por un loco en la catedral y vive como un ángel.
Entraron en la casa de los Luna, que era de las mejores de las Claverías. Junto a la puerta, dos hileras de macetas en forma de relojera, clavadas al muro, dejaban pender las cabelleras verdes de sus plantas. Dentro, en la sala que servía de recibimiento, Gabriel lo encontró todo lo mismo que en vida de sus padres. Las paredes blancas, que con los años habían tomado un moreno color de hueso, estaban adornadas con grabados antiguos de santos. La sillería de caoba, brillante por el continuo frote, ofrecía cierto aspecto de juventud, que contrastaba con sus curvas de principios de siglo y sus asientos próximos a desfondarse. Por una puerta entreabierta se veía la cocina, en la que había entrado su hermano para dar órdenes a una mujer vieja de aspecto tímido. En un rincón de la sala estaba enfundada una máquina de coser. Luna había visto trabajando en ella a su sobrina la última vez que pasó por la catedral. Era el recuerdo permanente que había dejado la «pequeña» después de aquella catástrofe que despertaba en el padre un dolor sombrío. Al través de una ventana de la sala veía Gabriel el patio interior, que hacía apetecible aquella habitación entre todas las de las Claverías: un espacio de cielo libre, con los cuartos superiores sostenidos por cuatro filas de delgadas columnas de piedra, que daban al patio el aspecto de un pequeño claustro.
Esteban