Gabriel compadecíase de la miseria tranquila de aquella gente; admiraba su mansedumbre de servidores del templo, satisfechos de vegetar y morir en el mismo sitio, sin curiosidad alguna por lo que ocurría más allá de los muros. La iglesia le parecía una gran ruina. Era el caparazón de piedra de un animal en otros tiempos poderoso y fuerte, pero que había muerto hacía más de un siglo, deshaciéndose su cuerpo, evaporándose su alma, sin dejar otro vestigio que aquella envoltura exterior, semejante a las conchas que encuentran los geólogos en los yacimientos prehistóricos, y que por su estructura dejan adivinar las partes blandas del ser extinguido. Viendo las ceremonias del culto, que en otros tiempos le conmovían, sentía impulsos de protesta, deseos de gritar a sacerdotes y acólitos que se retirasen, pues su tiempo había pasado, la fe había muerto, y únicamente por rutina y por miedo a la opinión ajena volvía la gente a aquellos lugares que antes llenaba de la mañana a la noche el fervor religioso.
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