La Catedral
I
Comenzaba a amanecer cuando Gabriel Luna llegó ante la catedral. En las estrechas calles toledanas todavía era de noche. La azul claridad del alba, que apenas, lograba deslizarse entre los aleros de los tejados, se esparcía con mayor libertad en la plazuela del Ayuntamiento, sacando de la penumbra la vulgar fachada del palacio del arzobispo y las dos torres encaperuzadas de pizarra negra de la casa municipal, sombría construcción de la época de Carlos V.
Gabriel paseó largo rato por la desierta plazuela, subiéndose hasta las cejas el embozo de la capa, mientras tosía con estremecimientos dolorosos. Sin dejar de andar, para defenderse del frío, contemplaba la gran puerta llamada del Perdón, la única fachada de la iglesia que ofrece un aspecto monumental. Recordaba otras catedrales famosas, aisladas, en lugar preeminente, presentando libres todos sus costados, con el orgullo de su belleza, y las comparaba con la de Toledo, la iglesia-madre española, ahogada por el oleaje de apretados edificios que la rodean y parecen caer sobre sus flancos, adhiriéndose a ellos, sin dejarla mostrar sus galas exteriores más que en el reducido espacio de las callejuelas que la oprimen. Gabriel, que conocía su hermosura interior, pensaba en las viviendas engañosas de los pueblos orientales, sórdidas y miserables por fuera, cubiertas de alabastros y filigranas por dentro. No en balde habían vivido en Toledo, durante siglos, judíos y moros. Su aversión a las suntuosidades exteriores parecía haber inspirado la obra de la catedral, ahogada por el caserío que se empuja y arremolina en torno de ella como si buscase su sombra.
La plazuela del Ayuntamiento era el único desgarrón que permitía al cristiano monumento respirar su grandeza. En este pequeño espacio de cielo libre, mostraba a la luz del alba los tres arcos ojivales de su fachada principal y la torre de las campanas, de enorme robustez y salientes aristas, rematada por la montera del «alcuzón», especie de tiara negra con tres coronas, que se perdía en el crepúsculo invernal nebuloso y plomizo.
Gabriel contemplaba con cariño el templo silencioso y cerrado, donde vivían los suyos y había transcurrido lo mejor de su vida. ¡Cuántos años sin verlo! ¡Con qué ansiedad aguardaba a que abriesen sus puertas…!
Había llegado a Toledo la noche anterior en el tren de Madrid. Antes de encerrarse en un cuartucho de la «Posada de la Sangre»—el antiguo «Mesón del Sevillano», habitado por Cervantes—había sentido una ansiosa necesidad de ver la catedral; y pasó más de una hora en torno de ella, oyendo el ladrido del perro que guardaba el templo y rugía alarmado al percibir ruido de pasos en las callejuelas inmediatas, muertas y silenciosas. No había podido dormir. Le quitaba el sueño verse en su tierra después de tantos años de aventuras y miserias. De noche aún, salió del mesón para aguardar cerca de la catedral el momento en que la abrieran.
Para entretener la espera, iba repasando con la vista las bellezas y defectos de la portada, comentándolos en alta voz, como si quisiera hacer testigos de sus juicios a los bancos de piedra de la plaza y sus tristes arbolillos. Una verja rematada por jarrones del siglo XVIII se extendía ante la portada, cerrando un atrio de anchas losas, en el cual verificábanse en otros tiempos las aparatosas recepciones del cabildo y admiraba la muchedumbre los gigantones en días de gran fiesta.
El primer cuerpo de la fachada estaba rasgado en el centro por la puerta del Perdón, arco ojival enorme y profundo, que se estrecha siguiendo la gradación de sus ojivas interiores, adornadas con imágenes de apóstoles, calados doseletes y escudos con leones y castillos. En el pilar que divide las dos hojas de la puerta, Jesús, con corona y manto de rey, flaco, estirado, con el aire enfermizo y mísero que los imagineros medioevales daban a sus figuras para expresar la divina sublimidad. En el tímpano, un relieve representaba a la Virgen rodeada de ángeles, vistiendo una casulla a San Ildefonso, piadosa leyenda repetida en varios puntos de la catedral, como si fuese el mejor de los blasones. A un lado, la puerta llamada de la Torre; al otro, la de los Escribanos, por la que entraban en otros tiempos, con gran ceremonia, los depositarios de la fe pública a jurar el cumplimiento de su cargo; las dos con estatuas de piedra en sus jambas y rosarios de figurillas y emblemas que se desarrollaban entre las aristas hasta llegar a lo más alto de la ojiva.
Encima de estas tres puertas, de un gótico exuberante, se elevaba el segundo cuerpo, de arquitectura grecorromana y construcción casi moderna, causando a Gabriel Luna la misma molestia que si un trompetazo discordante interrumpiese el curso de una sinfonía. Jesús y los doce apóstoles, todos de tamaño natural, estaban sentados a la mesa, cada uno en su hornacina, encima de la portada del centro, limitados por dos contrafuertes como torres que partían la fachada en tres partes. Más allá extendían sus arcadas de medio punto dos galerías de palacio italiano, a las que más de una vez se había asomado Gabriel cuando jugaba, siendo niño, en la vivienda del campanero.
«La riqueza de la iglesia—pensaba Luna—fue un mal para el arte. En un templo pobre se hubiese conservado la uniformidad de la fachada antigua. Pero cuando los arzobispos de Toledo tenían once millones de renta y otros tantos el cabildo, y no se sabía qué hacer del dinero, se iniciaban obras, se hacían reconstrucciones, y el arte decadente paría mamarrachos como la Cena.»
A continuación se elevaba el tercer cuerpo, dos grandes arcos que daban luz al rosetón de la nave central, coronado todo por una barandilla de calada piedra que seguía las sinuosidades de la fachada entre las dos masas salientes que la resguardan: la torre y la capilla Mozárabe.
Gabriel cesó en su contemplación, viendo que no estaba solo ante el templo. Era casi de día. Pasaban rozando la verja algunas mujeres con la cabeza baja y la mantilla sobre los ojos. En las baldosas de la acera sonaban las muletas de un cojo, y más allá de la torre, bajo el gran arco que pone en comunicación el palacio del arzobispo con la catedral, reuníanse los mendigos para tomar sitio en la puerta del claustro. Devotas y pordioseros se conocían. Eran todas las mañanas los primeros ocupantes del templo. Este encuentro diario establecía en ellos cierta fraternidad, y entre carraspeos y toses se lamentaban del frío de la mañana y de lo tardo que era el campanero en bajar a la iglesia.
Se abrió una puerta más allá del arco del Arzobispo, la de la escalera que conducía a la torre y las habitaciones del claustro alto, ocupadas por los empleados del templo. Un hombre atravesó la calle agitando un gran manojo de llaves, y rodeado de la clientela madrugadora comenzó a abrir la puerta del claustro bajo, estrecha y ojival como una saetera. Gabriel le conocía: era Mariano el campanero; y para evitar que pudiese verle, permaneció inmóvil en la plaza, dejando que se precipitasen por la puerta del Mollete las gentes ansiosas de penetrar en la Primada, como si pudieran robarlas el sitio.
Por fin se decidió a seguirlas, y bajó los siete escalones del claustro, pues la catedral, edificada en un barranco, se halla más baja que las calles contiguas.
Todo estaba lo mismo. A lo largo de los muros, los grandes frescos de Bayeu y Maella representando los trabajos y grandezas de San Eulogio, sus predicaciones en tierra de moros y las crueldades de la gente infiel de gran turbante y enormes bigotes que golpea al santo. En la parte interior de la puerta del Mollete, el horrendo martirio del niño de La Guardia, la leyenda nacida a la vez en varios pueblos católicos al calor del odio antisemita: el sacrificio del niño cristiano por judíos de torva catadura, que lo roban de su casa y lo crucifican para arrancarle el corazón y beber su sangre.
La humedad iba descascarillando y borrando gran parte de esa pintura novelesca que orlaba la ojiva como la portada de un libro; pero Gabriel aún vio la horrible cara del judío puesto al pie de la cruz y el gesto feroz del otro que, con el cuchillo en la boca, se inclina para entregarle el corazón del pequeño mártir: figuras teatrales que más de una vez habían turbado sus ensueños de niño.
El jardín, que se extiende entre los cuatro pórticos del claustro, mostraba en pleno invierno su vegetación helénica de altos laureles y cipreses, pasando sus ramas por entre las verjas que cierran los cinco arcos de cada lado hasta la altura de los capiteles. Gabriel miró largo rato el jardín, que está más alto que el claustro. Su cara se hallaba al nivel de aquella tierra que en otros tiempos había trabajado su padre. Por fin volvía a ver aquel rincón de verdura; el patio convertido en vergel por los canónigos de otros siglos. Su recuerdo le había acompañado cuando paseaba por el inmenso Bosque de Bolonia y por el Hyde-Park de Londres. Para él, el jardín de la catedral de Toledo resultaba el más hermoso de los jardines, por ser el primero que había visto en su vida.
Los