Otras deidades más asequibles eran las del mar interno, en cuyos bordes estaban asentadas las ciudades opulentas de la costa siria, las ciudades egipcias, que enviaban á Grecia destellos de su civilización ritual; las ciudades helénicas, hogares de claro fuego que fundían todos los conocimientos, dándoles una forma eterna; Roma, dominadora del mundo; Cartago, la de los audaces descubrimientos geográficos; Marsella, que hizo participar á la Europa occidental de la civilización de los griegos, derramándola costa abajo, de factoría en factoría, hasta el estrecho de Gades.
Un hermano de las Oceánidas, el prudente Nereo, reinaba en las profundidades mediterráneas. Este hijo de Océano era de barbas azules y ojos verdes, con haces de juncos marinos en las cejas y el pecho. Cincuenta hijas suyas, las Nereidas, llevaban sus órdenes á través de las olas ó jugueteaban en torno de las naves, enviando al rostro de los remeros la espuma levantada por sus brazos. Pero los hijos del Tiempo, al vencer á los gigantes, se repartían el mundo, jugándolo á la suerte. Zeus quedaba dueño de la tierra, el fatídico Hades reinaba en los abismos plutónicos, y Poseidón se enseñoreaba de las llanuras azules.
Nereo, monarca desposeído, huía á una caverna del mar helénico, para vivir la calmosa existencia del filósofo, dando consejos á los hombres, y Poseidón se instalaba en los palacios de nácar con sus blancos corceles de cascos de bronce y crines de oro.
Sus ojos amorosos se fijaban en las cincuenta princesas mediterráneas, las Nereidas, que tomaban sus nombres de los colores y aspectos de las olas: la Glauca, la Verde, la Rápida, la Melosa… «Ninfas de los verdes abismos, de rostros frescos como el botón de rosa; vírgenes aromáticas que tomáis las formas de todos los monstruos que nutre el mar», cantaba el himno orfeico en la ribera griega. Y Poseidón distinguía entre todas á la nereida de la espuma, la blanca Anfitrita, que se negaba á aceptar su amor.
Conocía al nuevo dios. Las costas estaban pobladas de cíclopes como Polifemo, de monstruos espantables, producto de sus copulaciones con diosas olímpicas y con simples mortales. Un delfín complaciente iba y venía llevando recados entre Poseidón y la nereida, hasta que, rendida por la elocuencia de este proxeneta saltarín de olas, aceptaba Anfitrita ser esposa del dios, y el Mediterráneo parecía adquirir nueva hermosura.
Ella era la aurora que asoma sus dedos de rosa por la inmensa rendija entre el cielo y el mar; la hora tibia del mediodía que adormece las aguas bajo un manto de oros inquietos; la bifurcada lengua de espuma que lame las dos caras de la proa rumorosa; el viento cargado de aromas que hincha la vela como un suspiro de virgen; el beso piadoso que hace adormecerse al ahogado, sin cólera y sin resistencia, antes de bajar al abismo.
Su marido—Poseidón en las costas griegas y Neptuno en las latinas—despertaba las tempestades al montar en su carro. Los caballos de cascos de bronce creaban con su pataleo las olas que tragan á los navíos. Los tritones de su cortejo lanzaban por sus caracolas los mugidos atmosféricos que tronchan los mástiles como cañas.
¡Oh, madre Anfitrita!… Ferragut la describía lo mismo que si hubiese pasado ante sus ojos. Algunas veces, cuando nadaba en torno de los promontorios, como los hombres primitivos, sintiéndose envuelto por la fuerza ciega de las potencias naturales, había creído ver á la diosa desembocando entre dos rocas, con todo su risueño cortejo, luego de haber descansado en una cueva marina.
Una concha de nácar era su carroza, y seis delfines tiraban de ella con jaeces de purpúreo coral. Los tritones, sus hijos, llevaban las riendas. Las náyades, sus hermanas, golpeaban el mar con las escamosas colas, irguiendo sus troncos de mujer envueltos en la magnificencia de una cabellera verde, entre cuyos bucles asomaban las copas de los senos con una gota temblona en el vértice. Unas gaviotas blancas y arrulladoras como las palomas de Afrodita aleteaban sobre las caricias y los encuentros amorosos de esta parentela inmortal entregada al sereno incesto, privilegio de los dioses. Y ella, la soberana, los contemplaba desnuda desde su movible trono, coronada de perlas y estrellas fosforescentes extraídas del fondo de sus dominios, blanca como la nube, blanca como la vela, blanca como la espuma, sin más alteración en su alba majestad que un rubor de rosa húmedo, igual al barniz de las caracolas, que coloreaba su boca y sus calcañares, el pétalo final de sus pechos y el botón convexo de su vientre, mar de nacarada tersura, en el que se borraban las huellas de la maternidad con la misma rapidez que los círculos en el agua azul.
Toda la historia del hombre europeo—cuarenta siglos de guerras, emigraciones y choques de razas—la explicaba el médico por el deseo de poseer este mar de marco armonioso, de gozar la transparencia de su atmósfera y la vivacidad de su luz.
Los hombres del Norte, que necesitan el tronco ardiente y la bebida alcohólica para defender su vida de las mandíbulas del frío, pensaban á todas horas en las riberas mediterráneas. Todos sus movimientos belicosos ó pacíficos eran para descender de las orillas de los mares glaciales á las playas del mar tibio. Ansiaban la posesión de los campos donde el sagrado olivo alterna su ancianidad severa con la alegre viña, donde el pino extiende su cúpula y el ciprés yergue su minarete. Querían soñar bajo la nieve perfumada de los interminables bosques de naranjos; ser dueños de los valles abrigados donde el mirto y el jazmín embalsaman el aire salitroso; de los volcanes mudos que dejan crecer entre sus rocas el áloe y el cacto; de las montañas de mármol que descienden sus blancas aristas hasta el fondo del mar y refractan el calor africano emitido por la costa de enfrente.
A las invasiones del Norte había contestado el Sur con guerras defensivas que llegaban hasta el centro de Europa. Y así continuaría la Historia, con el mismo flujo y reflujo de oleadas humanas, peleando los hombres millares de años por dominar ó conservar la copa azul de Anfitrita.
Los pueblos mediterráneos eran para Ferragut la aristocracia de la humanidad. El clima poderoso había templado al hombre como en ninguna otra parte del planeta, dándole una fuerza seca y resistente. Curtidos y bronceados por una absorción profunda del sol y de la energía del ambiente, sus navegantes pasaban al estado del metal. Los hombres del Norte eran más fuertes, pero menos robustos, menos aclimatables que el marino catalán, el provenzal, el genovés y el griego. Los nautas del Mediterráneo se establecían en toda tierra como si fuese su casa. Sobre este mar era donde el hombre había desarrollado sus más altas energías. La Grecia antigua había convertido en acero la carne humana.
Una exacta semejanza de paisajes y razas aproximaba á los dos litorales. Las montañas y las flores de ambas orillas eran idénticas. El catalán, el provenzal y el italiano del Sur tenían más parecido con los habitantes de la costa africana y del archipiélago griego que con los connacionales que vivían á sus espaldas, tierra adentro. Esta fraternidad se había mostrado instintivamente en la guerra milenaria. Los piratas berberiscos, los marinos genoveses y españoles y los caballeros de Malta se degollaban implacables sobre las cubiertas de las galeras, y al ser vencedores respetaban la vida del prisionero, tratándolo caballerosamente. Barbarroja, almirante de ochenta y cuatro años, llamaba «mi hermano» á Doria, su eterno rival, que tenía cerca de noventa. El gran maestre de Malta estrechaba la mano del terrible Dragut al verle cautivo.
El hombre mediterráneo, fijo en las orillas que le vieron nacer, aceptaba todos los cambios de la Historia, como los moluscos aguantan las tempestades adheridos al peñasco. Para él, lo único importante era no perder de vista su mar azul. Español, batía el remo en las liburnas romanas; cristiano, tripulaba las naves sarracenas en la Edad Media; súbdito de Carlos V, pasaba, por un azar guerrero, de las galeras de la cruz á las de la media luna, y llegaba á ser reis de Argel, rico capitán de mar, haciendo famoso su nombre de renegado.
Los habitantes de la costa valenciana iban con los moros andaluces, en el siglo VIII, á llevar la guerra al fondo del Mediterráneo, y se apoderaban de la isla de Creta, dándole el nombre de Candía. Desde este nido de piratas eran el terror de Bizancio, tomando por asalto á Salónica