Junto á la antigua Capitanía del puerto—palacete de Carlos III, blanco y azul, con una imagen de la Inmaculada—se aglomeraban los carros del desembarque. Ferragut los encontraba lo mismo que años antes, con sus tiros de híbrida originalidad. Las varas estaban ocupadas por un buey blanco, lustroso, con cuernos enormes y muy abiertos, un animal semejante á los que figuraban en las ceremonias religiosas de los antiguos. A su derecha iba enganchado un caballo, á su izquierda un asno grande y enjuto. Y este triple y discordante enganche se repetía en todos los carros inmóviles ante los buques á lo largo de los muelles ó volteando sus pesadas ruedas por la pendiente que conduce á la ciudad alta.
A los pocos días, el capitán se sintió fatigado de Nápoles y su bullicio. En los cafés de la calle de Toledo y de la Galería de Humberto I tenía que defenderse de unos mozos inquietantes, con chaleco de gran escote, corbata de mariposa y un pequeño fieltro ladeado sobre las guedejas, que le proponían en voz baja espectáculos inauditos organizados para recreo de los extranjeros.
Bastante había visto también las pinturas y objetos domésticos de las ciudades antiguas desenterradas. Las lubricidades del gabinete secreto acababan por irritarle. Le parecía un recreo de invertido contemplar tantas fantasías pueriles de la escultura y la pintura teniendo el falo como personaje principal…
Una mañana tomó el tren, y luego de faldear la montaña humeante del Vesubio, pasando entre pueblos de color de rosa circundados de viñas, bajó en una estación: Pompeya.
De los hoteles y restoranes, en fúnebre soledad, surgieron los guías como un enjambre de avispas súbitamente despertadas. Se lamentaban de la guerra, que había cortado la circulación de viajeros. El era tal vez el único que iba á llegar en todo el día. «¡Señor, á cualquier precio!…» Pero el marino siguió adelante. Siempre, al acordarse de Pompeya, había formulado el deseo de volver á verla solo, absolutamente solo, para recibir una impresión directa de la vida antigua.
Su primera visita había sido diez y siete años antes, cuando era piloto de un velero catalán, surto en el puerto de Nápoles, aprovechando la baratura de precios de un domingo. Todo lo había visto confundido en un grupo que se empujaba y pisaba por escuchar al guía de más cerca.
Al frente de la expedición iba un sacerdote joven y elegante, un monseñor romano vestido de seda, y con él dos damas extranjeras y guapetonas, que se plantaban en los lugares más altos, teniendo sus faldas algo levantadas por miedo á las salamanquesas que serpenteaban en las ruinas. Ferragut, con la humildad de la admiración, se quedaba siempre abajo, viéndolo todo al través de sus piernas. «¡Ay! ¡veintidós años!…» Luego, cuando oía hablar de Pompeya, se verificaba en su memoria una superposición de imágenes: «Muy hermoso, muy interesante.» Veía las calles, los palacios, los templos, pero en segundo término, como un fondo esfumado, mientras se destacaban en primera línea cuatro piernas magníficas, una columnata humana de fustes esbeltos forrados en seda negra que transparentaba la blancura de la carne.
La soledad tantas veces deseada para su segunda visita le salió al encuentro. La ciudad muerta no tenía otros ruidos que el aleteo de los insectos sobre las plantas, que empezaba á vestir la primavera, y el correteo invisible de los reptiles bajo las capas de hiedra.
En la Puerta Herculana, el guardián del pequeño museo dejó que Ferragut examinase en paz los vaciados de los cadáveres seculares: varios pompeyanos de yeso en la actitud del terror en que los había sorprendido la muerte. No abandonó la silla para molestarle con sus explicaciones; apenas levantó los ojos del diario que tenía delante. Le absorbían las noticias de Roma, las intrigas de los diplomáticos alemanes, la posibilidad de que Italia entrase en la guerra.
Luego, en las calles solitarias, el marino tropezó con la misma preocupación. Retumbaban sus pasos bajo la luz del sol con una sonoridad igual á la de los subterráneos de huecas tumbas. Al detenerse, renacía el silencio: «un silencio de dos mil años», según pensaba Ferragut. Y en este silencio antiguo sonaban voces lejanas con la violencia de una agria discusión. Eran los guardianes y los empleados de las excavaciones, que, faltos de trabajo, gesticulaban y se insultaban en sus asientos de veinte siglos, profundamente separados por el entusiasmo patriótico ó el miedo á los horrores de la guerra.
Ferragut, con el plano en la mano, pasó ante estos grupos, sin que nadie se levantase para guiarle. Durante dos horas pudo creerse un vecino de la antigua Pompeya que había quedado solo en la ciudad en un día de fiesta dedicado á las divinidades campestres. Su mirada iba hasta el último extremo de las rectas calles, sin tropezar con personas ni cosas que le recordasen los tiempos modernos.
Pompeya le pareció más pequeña en esta soledad. Era un cruzamiento de vías estrechas con altas aceras pavimentadas de bloques poligonales de lava azul. En sus intersticios formaba la fecundidad primaveral apretados cordones de hierba moteados de florecillas. Carruajes milenarios, de los que no quedaba ni el polvo, habían abierto con sus ruedas profundos relejes en este pavimento. En todas las encrucijadas se encontraba una fuente pública con un mascarón que había arrojado agua por su boca.
Ciertos letreros rojos de las paredes eran anuncios de elecciones verificadas en los principios de la era actual: candidaturas de edil ó de diunviro que se recomendaban á los electores pompeyanos. Unas puertas ostentaban el falo, para conjurar el mal de ojo; otras un par de serpientes enroscadas, símbolo de la vida familiar. En los rincones de las callejuelas, un verso latino grabado en el muro rogaba al transeúnte que se abstuviese de sucios desahogos. Vivían aún en las paredes de estuco caricaturas y monigotes, obra de los pilluelos del siglo de César.
Las casas estaban construídas á la ligera sobre un suelo en el que se habían sucedido los temblores, hasta la llegada de la catástrofe final. Sólo tenían de ladrillos ó de cemento el piso bajo. Los otros eran de maderos, y habían sido devorados por el fuego volcánico, quedando únicamente las escaleras.
En esta ciudad graciosa, de vida amable y fácil, más griega que romana, todos los pisos bajos de las casas plebeyas habían estado ocupados por pequeños comercios. Eran tiendas con la puerta del mismo tamaño que el establecimiento: cuevas cuadradas, iguales á las de los zocos árabes, que dejan ver hasta sus últimos rincones al comprador detenido en la calle. Muchas guardaban aún sus mostradores de piedra y sus tinajas de barro. Los edificios particulares carecían de fachada. Sus muros exteriores eran lisos, inabordables, con algún que otro tragaluz enrejado y alto, lo mismo que en los palacios de Oriente. La puerta se asemejaba á un portillo de escape; toda la vida estaba vuelta hacia el interior, afluyendo las riquezas y magnificencias al patio central, adornado con piscinas, estatuas y arriates de flores.
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