La muchacha, con una cestilla al brazo, permanecía inmóvil en el borde de la acera, admirando las altas casas y las terrazas de los cafés. Era blanca y sonrosada, sin la rudeza cobriza y dura de las hembras del campo. Tenía en sus facciones una delicadeza de monja aristocrática y bien cuidada, una pálida suavidad, animada por el reflejo luminoso de la dentadura y el tímido brillo de sus ojos bajo el pañuelo semejante a una toca monástica.
Jaime, por una curiosidad instintiva, se aproximó al padre y al hijo, vueltos de espaldas a la muchacha y enfrascados en la contemplación del escaparate. Era una tienda de armas. Los dos ibicencos examinaban una por una todas las expuestas, con ojos ardientes y gestos de devoción, cual si adorasen ídolos milagrosos. El muchacho avanzaba su cabeza de pequeño moro, como si pretendiese introducirla por el cristal.
–Fluxas… ¡Pare, fluxas!—exclamaba con la sorpresa del que encuentra un amigo inesperado, señalando a su padre unos pistolones Lefaucheux.
Pero la admiración de los dos era para las armas desconocidas, que les parecían maravillosas obras de arte: para las escopetas sin llaves visibles, las carabinas de repetición y las pistolas con depósito, que podían hacer seguidamente muchos disparos. ¡Lo que inventan los hombres! ¡Lo que gozan los ricos!… Aquellas armas inmóviles les parecían seres vivientes, con un alma maligna y un poder sin límites. Debían matar solas, sin que su dueño se tomase el trabajo de apuntar.
La imagen de Febrer reflejándose en el cristal hizo volver al padre la cabeza rápidamente.
–¡Don Chaume!… ¡Ay, don Chaume!
Tal fue el aturdimiento de su sorpresa y tan grande su alegría, que, agarrando las manos de Febrer, faltó poco para que se arrodillase al mismo tiempo que hablaba tembloroso. Estaban entreteniéndose en el Borne para ir a casa de don Jaime cuando éste se hubiese levantado. Ya sabía él que los señores se acuestan tarde. ¡Qué felicidad verle!… ¡Aquí los atlots, y que mirasen bien al señor! Era don Jaime: era el amo. Diez años que no le había visto, pero lo mismo le hubiese reconocido entre mil personas.
Febrer, desconcertado por las vehemencias cariñosas del payés y la curiosidad respetuosa de sus dos hijos, plantados ante él, no acertaba a coordinar sus recuerdos. El buen hombre adivinó este olvido en su mirada indecisa. ¿De veras que no le reconocía? Pep Arabi, de Ibiza… Pero esto mismo no decía gran cosa, pues en la isla sólo existen seis o siete apellidos, y Arabi eran una cuarta parte de sus habitantes. Se explicaría mejor. Pep de Can Mallorquí.
Febrer sonrió. ¡Ah, Can Mallorquí! Un pobre predio de Ibiza donde él había pasado un año siendo muchacho: la única herencia de su madre. Hacía doce años que Can Mallorquí no era suyo. Se lo había vendido a Pep, cuyos padres y abuelos venían cultivando la finca.
Fue esto en la época que aún tenía dinero. ¿Pero de qué podía servirle aquella tierra en una isla apartada a la que no volvería nunca?… Y en una genialidad de gran señor bondadoso, la cedió a Pep a bajo precio, capitalizándola con arreglo al arrendamiento tradicional y concediendo amplios plazos para el pago; cantidades que, al sobrevenir después épocas de apuro, habían representado muchas veces para él una alegría inesperada. Hacía varios años que Pep había satisfecho su deuda, y sin embargo, aquellas buenas gentes seguían llamándole amo, y al verle ahora sentían la impresión del que se halla en presencia de un ser superior.
Pep Arabi fue presentando a su familia. La atlota era la mayor, y se llamaba Margalida: una verdadera mujer, aunque sólo tenía diez y siete años. El atlot, que era casi un hombre, contaba trece.
Quería trabajar la tierra, como su padre y sus abuelos, pero él lo destinaba al Seminario de Ibiza, ya que era listo en asuntos de letra. Sus tierras las guardaba para un muchacho bueno y trabajador que se casase con Margalida. Ya andaban muchos en la isla tras de ella, y apenas volviesen iba a empezar la temporada de los festeigs, el cortejo tradicional, para que escogiese marido.
Pepet, su hijo, estaba llamado a más altos destinos: iba a ser cura, y después que cantase misa entraría en un regimiento o se embarcaría con rumbo a América, como lo habían hecho otros ibicencos que recogían allá mucho dinero y lo enviaban a sus padres para comprar tierras en la isla.
¡Ay, don Jaime, y cómo pasa el tiempo!… Él había visto al señor casi un niño, cuando pasó un verano con su madre en Can Mallorquí. Pep le había enseñado a manejar la escopeta, a cazar los primeros pájaros. «¿Se acuerda vostra mercé?…» Él estaba entonces para casarse; aún vivían sus padres. Luego sólo se habían visto una vez, en Palma, para la venta del predio—un gran favor que no olvidaba nunca—; y ahora, cuando volvía a presentarse, ya era casi un viejo, con hijos tan altos como él.
Al explicar su viaje, enseñaba su fuerte dentadura de campesino con sonrisas de inocente malicia. ¡Una verdadera calaverada, de la que hablarían mucho tiempo las gentes allá en Ibiza! Él había sido siempre andariego y atrevido: resabios del tiempo en que fue soldado. El patrón de un laúd, gran amigo suyo, tenía carga para Mallorca, y le había invitado como por broma. Pero con él no valían bromas: ¡lo pensado, hecho al instante! Los chicos no habían estado en Mallorca; en toda la parroquia de San José, que era la suya, no llegaban a una docena las personas que conocían la capital. Muchos habían ido a América; uno había estado en Australia. Algunas vecinas hablaban de sus viajes a Argelia en faluchos contrabandistas; pero a Mallorca nadie iba, y con razón. «No nos quieren, don Jaime: nos miran como animales raros, nos creen salvajes, como si no fuésemos todos hijos de Dios…» Y allí estaba él con sus atlots, aguantando desde por la mañana la curiosidad de las gentes, lo mismo que si fuesen moros. Diez horas de navegación con un mar magnífico; la atlota llevaba en la cesta la comida para los tres. Se marcharían al amanecer del día siguiente, pero él deseaba antes hablar con el amo. Tenían que tratar negocios.
Jaime hizo un gesto de extrañeza, prestando mayor atención a las palabras de Pep. Este se expresó con cierta timidez, embarullándose en sus palabras. Los almendros eran la mejor riqueza de Can Mallorquí. El año anterior la cosecha había sido buena, y éste no se presentaba mal. Se vendía a buen precio a los patrones, que la embarcaban para Palma y Barcelona. Él había plantado de almendros casi todos sus campos, y ahora pensaba desmontar y limpiar de piedras ciertas tierras del señor, cultivando trigo en ellas, el preciso nada más para el consumo de la familia.
Febrer no ocultó su asombro. ¿Qué tierras eran aquéllas?… ¿Pero le quedaba algo en Ibiza?… Pep sonrió. No eran tierras precisamente: era un peñón, un promontorio de rocas avanzado sobre el mar, pero que podía aprovecharse por la parte de tierra formando algunos bancales en su pendiente. Arriba estaba la torre del Pirata, ¿no se acordaba el señor?… Una fortificación del tiempo de los corsarios, a la que había subido don Jaime muchas veces cuando niño, lanzando gritos de pelea, con un garrote de sabina en la mano, dando órdenes para el asalto a un ejército imaginario.
El señor, que había creído por un instante en el descubrimiento de una finca olvidada, la única de la que podía ser verdadero dueño, sonrió tristemente. ¡Ah, la torre del Pirata! Se acordaba de ella. Una roca caliza, un avance de la costa, en cuyos intersticios nacían plantas salvajes, refugio y alimento de conejos. El viejo fortín de piedra era una ruina que lentamente iba deshaciéndose bajo los embates del tiempo y los soplos del mar. Los sillares caían de sus alvéolos; las almenas tenían las puntas roídas. Al vender Can Mallorquí, la torre había quedado fuera del contrato, tal vez por olvido, a causa de su inutilidad. Podía hacer Pep lo que gustase: él no había de volver jamás a aquel lugar olvidado de su juventud.
Y como el payés pretendiese hablar de futuras remuneraciones, don Jaime le atajó con un gesto de gran señor. Luego miró a la muchacha. Muy guapa; parecía una señorita disfrazada; en la isla debían ir los