Febrer pasaba las horas sentado a los pies de su abuelo, escuchando sus relatos e intimidado por la enorme cantidad de libros que desbordaba de los armarios, extendiéndose por sillas y mesas. Le veía igual en todo tiempo, con su levita forrada de seda roja, que parecía siempre la misma y era renovada, sin embargo, cada seis meses. Las estaciones no traían otra mudanza que el convertir el invernal chaleco de terciopelo en otro de seda bordada. Cifraba su principal orgullo en la ropa blanca y en los libros. Le traían del extranjero docenas de docenas de camisas, que muchas veces amarilleaban olvidadas, sin estrenar, en el fondo de los armarios. Los libreros de París enviábanle enormes paquetes de volúmenes recién publicados, y en vista de sus continuas demandas, escribían en la dirección una línea que don Horacio mostraba con burlona complacencia: «Mercader de libros.»
Hablaba al último de los Febrer con una bondad de abuelo, esforzándose por que entendiese sus relatos, a pesar de que era parco en palabras y poco sufrido en sus relaciones con la familia. Le contaba sus viajes a París y Londres: los primeros en buque de vela hasta Marsella y luego en silla de posta; los otros en vapores de ruedas y en camino de hierro, grandes inventos cuya infancia había presenciado. Hablaba de la sociedad en la época de Luis Felipe; de los grandes estrenos del romanticismo, a los que había asistido; de las barricadas que había visto levantar desde su cuarto, callándose que al mismo tiempo abarcaba el talle de una «griseta» asomada junto a él.
Su nieto había nacido en buen tiempo: el mejor de todos. Don Horacio se acordaba de sus desavenencias con su terrible padre, que le habían obligado a viajar por Europa; aquel caballero que salía al encuentro del rey Fernando para pedirle la vuelta a los usos antiguos, y bendecía a los hijos diciéndoles: «Dios te haga un buen inquisidor.»
Luego enseñaba a Jaime grandes estampas con vistas de las ciudades en las que había vivido, y que al niño le parecían poblaciones de ensueño. Algunas veces se quedaba contemplando el retrato de «la abuela del arpa», de su esposa, la interesante doña Elvira, el mismo lienzo que estaba ahora en el recibimiento con las demás señoras de la familia. No parecía conmoverse. Conservaba la misma gravedad con que acompañaba las bromas a que era aficionado y las palabras gruesas que matizaban su conversación, pero decía con voz algo trémula:
–Tu abuela era una gran señora, un alma de ángel, una artista. Yo parecía un bárbaro a su lado… Era de nuestra familia, pero vino de Méjico para casarse conmigo. Su padre fue marino y se quedó allá con los «insurgentes». No hay en toda nuestra raza quien se parezca a aquella mujer.
A las once y media de la mañana abandonaba al nieto, y calándose un sombrero de copa, de seda negra en invierno y de castor en verano, salía a dar un paseo por las calles de Palma, siempre por igual sitio e idénticas aceras, lo mismo cuando llovía que cuando abrasaba el sol, insensible al frío y al calor, puesto de levita en todo tiempo, siguiendo su marcha con la regularidad de los autómatas de reloj, que aparecen, caminan y se ocultan al sonar ciertas horas.
Sólo una vez en treinta años había modificado su camino por las calles solitarias y blancas de sol, en las que resonaban sus pasos. Una mañana había oído la voz de una mujer en el interior de una casa:
–Atlota… las doce. Pon el arroz, que pasa don Horacio.
Él se había vuelto hacia la puerta con su gravedad de gran señor:
–No soy reloj de p…
Y soltó la palabra gorda, sin despojarse de su seriedad, como lanzaba siempre las expresiones más atroces. Desde aquel día modificó su camino, para huir de los que tenían fe en la exactitud de sus paseos.
Algunas veces hablaba a su nieto de las antiguas grandezas de la casa. Los descubrimientos geográficos habían arruinado a los Febrer. El Mediterráneo no era ya el camino de Oriente. Los portugueses y los españoles del otro mar habían encontrado nuevos derroteros, y las naves mallorquinas pudríanse en la inacción. Ya no había guerras con los piratas. La santa Orden de Malta sólo era una distinción honorífica. Un hermano de su padre, comendador en La Valette cuando Bonaparte conquistó la isla, había venido a morir a Palma con su pobre pensión de retirado. Los Febrer hacia dos siglos que, olvidados del mar—donde no quedaba comercio y sólo hacían la guerra pobres patrones e hijos de pescadores—, se habían dedicado a imponer su nombre con un lujo esplendoroso, arruinándose lentamente.
El abuelo aún había alcanzado los tiempos de verdadero señorío, cuando ser butifarra era en Mallorca algo que colocaban las gentes entre Dios y los caballeros. La venida al mundo de un Febrer era un acontecimiento del que se hablaba en toda la ciudad. La gran dama parturienta permanecía recluida en su palacio cuarenta días, y en todo este tiempo las puertas estaban abiertas, el zaguán lleno de carrozas, la servidumbre formada en la antecámara, los salones llenos de visitas, las mesas cubiertas de dulces, bizcochos y refrescos. Había días de la semana destinados a la recepción de cada clase social. Unos eran únicamente para los butifarras, aristocracia de la aristocracia, casas privilegiadas, contadísimas familias, unidas todas por el parentesco de continuos cruces; otros días para los caballeros, nobleza tradicional que vivía, sin saber por qué, supeditada a los anteriores; luego se recibía a los mossons, clase inferior pero en trato familiar con los grandes, intelectuales de la época, médicos, abogados y escribanos que prestaban sus servicios a las familias ilustres.
Don Horacio recordaba el esplendor de estas recepciones. Los antiguos sabían hacer las cosas en grande.
–Cuando nació tu padre—decía a su nieto—, fue la última fiesta en esta casa. Ochocientas libras mallorquinas pagué a un confitero del Borne por azucarillos, bizcochos y refrescos.
De su padre se acordaba Jaime menos que de su abuelo. Era en su memoria una figura simpática y dulce, pero algo borrosa. Al pensar en él sólo veía una barba suave y algo clara como la suya, una frente calva, una sonrisa dulce y unos lentes que brillaban al inclinarse. Contaban que de muchacho había tenido amores con su prima Juana, aquella señora austera llamada por todos «la Papisa», que vivía como una monja y gozaba de enormes riquezas, regalándolas pródigamente en otros tiempos al pretendiente don Carlos, y ahora a las gentes eclesiásticas que la rodeaban.
El rompimiento de su padre con ella era, sin duda, la causa de que «la Papisa Juana» se mantuviese alejada de esta rama de su familia, tratando a Jaime con hostil despego.
Su padre había sido oficial de la Armada, siguiendo una tradición de la familia. Estuvo en la guerra del Pacífico, fue teniente en una fragata de las que bombardearon el puerto del Callao, y como si sólo esperase haber dado una prueba de valor, se retiró inmediatamente del servicio. Luego se casó con una señorita de Palma, de fortuna escasa, cuyo padre era gobernador militar de la isla de Ibiza. «La Papisa Juana», hablando un día con Jaime, había pretendido herirle, con su voz fría y su gesto altivo.
–Tu madre era noble, de familia de caballeros… pero no era butifarra como nosotros.
Jaime pasó los primeros años de su vida, cuando empezó a darse cuenta de lo que le rodeaba, sin ver a su padre más que en los rápidos viajes que hacía a Mallorca. Era del partido progresista, y la Revolución de 1868 le había hecho diputado. Luego, al ser rey Amadeo de Saboya, este monarca revolucionario, execrado y abandonado por la nobleza tradicional, había tenido que acudir a nuevos hombres históricos para formar su corte. El butifarra, por una exigencia del partido, fue alto funcionario de Palacio. Su mujer, instada por él para que se trasladase a Madrid, no quiso abandonar la isla. ¡Ir ella a la corte! ¿Y su hijo, que casi acababa de nacer?… Don Horacio, cada vez más enjuto