Una muchacha cierra una puerta detrás de ella. ¿Cuál era el color de su abrigo? ¿Y de sus cabellos? Más allá de su agudeza visual y de su penetrante imaginación, ¿no está a punto de inventar aquello que no ha visto?
¿Es consciente de estar a punto de escribir el segundo capítulo en la vida de esta muchacha, de la que acaba de inventar el primero?
¿Dónde está la diferencia entre lo que verdaderamente ha visto, lo que apenas ha visto y lo que inventa? En suma, ¿qué importancia hay que dar a estos sentidos que nos engañan repetidamente?
De lo que acabamos de proponer podríamos preguntarnos si nuestros sentidos son a la vez todo y nada. Todo parece indicar que sin ellos la realidad no es perceptible y, si no analizamos esa realidad, valemos poco más que un vegetal.
Imaginemos un señor que está escribiendo un libro sobre el sexto sentido y cuya mirada recorre un anuncio en el metro. ¿Qué pasará? Nada, porque no hay ninguna razón para que pase nada. Imaginemos ahora que debajo de este anuncio, en grandes letras, se pudiera leer… Sexto sentido.
¿Qué pasaría entonces? Nuestro hombre se detendría, leería el anuncio y comprendería que se trata de un anuncio para una empresa de telecomunicaciones. Si no hubiera estado preocupado por este tema sus ojos no se hubieran detenido para realizar este esfuerzo: leer, es decir, tomar conciencia. Aunque nada impide que en ese caso también hubiera visto el anuncio.
La decisión de registrar o no tal información se toma por la existencia de un elemento anterior a nuestros sentidos. Llegado el caso será situada a un nivel u otro en función de su interés: posible, probable, cierto. ¿Cuál es este elemento? El espíritu.
El espíritu actúa como un instrumento de selección de la información. Su manera de proceder es a la vez activa y pasiva porque puede captar una información que pasa o inventar una información que falta.
• ¿Sentidos o espíritu?
Una persona normal dispone de cinco sentidos: el oído, la vista, el gusto, el olfato y el tacto. Cada uno de estos sentidos le permite una relación tipo con el mundo exterior, ya sea idea, ya materia. Esta relación es egocéntrica porque va desde un mundo exterior periférico hasta la persona que constituye el centro. Pero también eso implica que tenemos a nuestra disposición cinco instrumentos de comunicación y nada más. En fin, es así hasta que se demuestre lo contrario.
El sentido del oído permite oír los sonidos y los ruidos. Un martillo hidráulico que funciona a ciento diez decibelios es un ruido desagradable para el oído y el espíritu. La turbina de un avión a reacción que ruge a cien metros produce un ruido insoportable porque crea un malestar físico. Igualmente, un amplificador que genera sonidos de baja frecuencia cada vez de mayor potencia destruirá en primer lugar nuestros cristales y después nuestros tímpanos. Se puede admitir que el oído clasifica los sonidos según le son desagradables, indiferentes o agradables. Un sonido puede ser agradable o no según su naturaleza o nuestras preferencias. El sonido cristalino de una campanilla que se oye en el despertador es a menudo agradable para quien no tiene la obligación de levantarse. ¿Es acaso lo mismo para ese viejo sacerdote artrítico que siente la íntima voluntad de dejar su cama a las cinco de la madrugada para cruzar la calle e ir a decir la primera misa?
La música es bella cuando endulza las costumbres y colma de felicidad a los amantes. Pero ¿qué es la música? ¿Es una canción de Jimmy Hendrix o el concierto para clarinete de Mozart? Intentar responder a esta cuestión implica un sistema de decisión basado en la simplicidad del sí o del no; amar o no amar. Así, se percibe que detrás del sentido del oído, que sólo es la facultad psicológica de oír los sonidos que proceden del mundo exterior, está el juicio personal presente surgido de la educación recibida. Uno y otra, juicio y educación, determinan la especificidad del sentido del oído propio de cada uno.
El sentido del oído es, pues, una ventana del intelecto siempre abierta hacia el mundo exterior, que deja entrar permanentemente sonidos y ruidos agradables o no. Se puede ir más lejos en la diferenciación entre agradable y agresivo. ¿Le gustaría tanto esta canción de Jimmy Hendrix que oye con calma en su propia casa si la oyera en una ruidosa discoteca?
Detrás de un sentido, el del oído por ejemplo, el espíritu vela por la decisión de consagrarse por entero o no a lo que oye, es decir, a escuchar. ¿No es, en este caso, el espíritu el que escucha, más que el oído? ¿Qué pasa entonces cuando el espíritu decide no escuchar, incluso cuando continúa oyendo?
Parece que el sentido de la vista funciona de la misma manera, lo cual le permite ver o mirar. En ambos casos se trata de una puerta de comunicación que normalmente está abierta. Sin embargo, se impone una restricción: si el espíritu no puede disminuir la cantidad de información recibida, puede disminuir la importancia o incluso negarla. Nuestros sentidos permiten pues una relación activa o pasiva con el mundo exterior.
Usted está trabajando en el despacho y escuchando una canción que en algún momento le hace prestar atención. Escucha entonces atentamente durante uno o dos minutos, después su atención decrece y vuelve a su trabajo. Pero la canción que sólo está oyendo continúa entreteniendo su espíritu en un estado agradable. De repente el teléfono suena, lo descuelga y la voz que canta le perturba. Entonces usted no oye nada, ni siquiera aquel cambio de ritmo que inconscientemente seguía con placer.
En alguna ocasión usted ha asistido a conferencias o ha visitado museos. ¿Durante cuánto tiempo, al margen de sus oídos o de sus ojos, permanece concentrado su intelecto escuchando, comprendiendo, memorizando? ¿Durante cuánto tiempo sus ojos escrutan, analizan, comprenden lo que están mirando? ¿Desde qué momento no hace más que ver, y desde entonces, qué hace con lo que ha visto sin mirar, con lo que ha oído sin escuchar? Nuestros sentidos nos proporcionan un bagaje continuado de informaciones, pero la capacidad de nuestro intelecto, su facultad para tratar la información, decrece rápidamente.
Así pues, por el hecho de que nuestros sentidos funcionan, ya reciben informaciones que nuestro intelecto almacena o deja inutilizadas en un inmenso cedazo de entrada. Entonces, ¿qué pasa con todas esas informaciones no clasificadas ni utilizadas?
Otra cuestión delicada: ¿el volumen de informaciones a disposición de cada uno es de igual calidad para todos?; ¿qué razones harán que pueda ser diferente?
Y otra todavía: ¿tenemos todos la misma capacidad selectiva, la misma potencia de tratamiento, los mismos intereses?
• El espíritu y el intelecto
Al principio está el espíritu. Según su interés, decide poner en funcionamiento el intelecto, motor más o menos ágil, cuya utilidad es tratar la información que llega en oleadas continuas.
En la calle uno pasa delante de un anuncio que alaba los encantos de un inmueble residencial recientemente construido. La vista percibe que este inmueble, a ese precio el metro cuadrado, tiene piscina. ¿Y entonces? La cuestión está precisamente ahí. O bien esta información, por interés, ha llegado a su espíritu, o bien se ha quedado en su vista. Si ha entrado, el intelecto ha podido colocarla en diferentes niveles. Inicialmente el estado de las cosas es, pues, sencillo: o bien su espíritu tiene una disposición a dejar pasar esta clase de informaciones, o bien no la tiene. Como la corriente eléctrica.
Un primer caso, A, podría ser el del señor que espera un segundo hijo y tiene un apartamento demasiado pequeño. Un segundo, B, podría ser el de un señor que vive en un apartamento en el que no paga alquiler. Entre estos dos extremos, el interés o la curiosidad de cada uno puede situarse a distintos niveles.
1. 2500 euros el metro cuadrado, es el mismo precio que en todas partes.
2. A este precio, justo en el límite de la periferia, no es interesante.
3. Inmueble construido en piedra tallada, piscina para los niños, etc.
Aquí nuestro cliente se detiene para leer el resto del anuncio.
4. No está muy lejos de mi trabajo.
5. No he de hacer transbordo en el metro,