Alteraciones de la absorción, que aparece en algunas enfermedades biliares crónicas en que no son asimiladas las vitaminas liposolubles A y D.
El peligro de una hipovitaminosis en una alimentación normal es tan remoto como el de la hipervitaminosis; no sucede lo propio con una hipervitaminosis yatrogénica, que puede tener consecuencias más o menos graves: desde diarreas ocasionadas por una excesiva aportación de vitamina C, hasta lesiones neurológicas irreversibles y, en algunos casos – concretamente con una hiperdosificación de vitamina A–, pérdidas de peso y de apetito, descamación de la piel, hepatomegalia (crecimiento excesivo del hígado) y, en mujeres gestantes, repercusiones teratológicas en el feto que pueden llegar a la monstruosidad.
Un exceso de vitamina D se manifiesta con síntomas de hipercalcemia (fatiga, debilidad, laxitud, cefaleas, vómitos y diarrea) y, en caso de ser administrada a la mujer gestante, puede provocar en el feto depósitos de calcio y estenosis aórtica (estrechez de la arteria aorta), con los consiguientes trastornos en el funcionamiento cardiaco.
Si a raíz de su descubrimiento y su incorporación a la terapéutica las vitaminas despertaron un fervoroso entusiasmo, tan compartido por el vulgo como por algunos profesionales de la medicina, estudios posteriores han demostrado su inutilidad y peligrosidad en muchos casos.
Hoy se ha llegado a demostrar la nula eficacia de las vitaminas del complejo B en las enfermedades reumáticas, cuando hace algunos años se creía en su extraordinaria eficacia.
En cuanto a la vitamina C, tan loada en otras épocas, de la que se llegó a decir que actuaba «como el aceite en los motores», acudiendo donde era necesaria y eliminando cualquier exceso, y se consideraba como remedio soberano para la prevención y curación de enfriamientos, ensayos clínicos rigurosamente controlados han demostrado su ineficacia en este aspecto y la medicina actual ha vuelto al tratamiento puramente sintomático, al alivio de las molestias empleando analgésicos-antitérmicos y remedios caseros. Se ha vuelto a la curiosa y sensata observación de los viejos campesinos alemanes: «Un enfriamiento, bien cuidado, dura una semana; sin tratamiento se prolonga ocho días». Y la vitamina C, como tal vitamina, sólo tiene una efectividad terapéutica en el tratamiento de una enfermedad hoy muy poco frecuente en los países que llamamos civilizados: la prevención y curación del escorbuto.
Es muy posible que las líneas anteriores causen desazón en el lector y le hagan pensar que intentamos desprestigiar las vitaminas. Nada más lejos de nuestro pensamiento e intención: las vitaminas son elementos importantísimos, imprescindibles para la conservación de nuestra salud y nuestra vida, pero en su estado natural, creadas por las fuerzas vitalizantes de la tierra y los mares, y no en la frialdad aséptica de un laboratorio manejando sustancias inertes que jamás poseerán esa cualidad, ese soplo divino, que es la vida vegetal o animal.
No es lo mismo comer una naranja o un limón – que contienen gran cantidad de principios distintos y todos útiles para nuestra economía– que atiborrarse solamente de vitamina C, que jamás producirá igual efecto.
Y lo mismo podemos decir de todas y cada una de las vitaminas que se han ido descubriendo y que la humanidad ha ingerido desde sus orígenes, desconociéndolas, pero beneficiándose de sus efectos.
Los minerales, también imprescindibles para nuestra economía dado que forman gran parte de nuestro organismo, nos son proporcionados, en el límite de las necesidades diarias, por una alimentación sana y equilibrada.
El cuerpo humano contiene una serie de sustancias minerales – algunos autores indican que, aunque sea en cantidades infinitesimales, se hallan presentes en él todas cuantas existen en la naturaleza–, algunas en elevada cantidad como el sodio, el cloro, el calcio, el fósforo, a los que sigue en menos proporción el hierro, y en cantidades mínimas el yodo, el bromo, el arsénico, el flúor, el potasio, el magnesio, el zinc, el silicio, etc.
Hace ya varios años surgió la preocupación por una submineralización alimenticia. Pero, aparte del bocio endémico en algunas regiones de Europa y América – generalmente en lugares de alta montaña–, que se asocia a la carencia de yodo, no se conocen otras enfermedades que puedan situarse en este apartado.
Como minerales dietéticamente importantes merece una mención especial el hierro. A su escasez en la dieta se le ha atribuido un importantísimo papel en la génesis de las anemias, enfermedad muy frecuente entre las delicadas damiselas de finales del siglo xix y principios del xx. En realidad, su acción se limita a efectos beneficiosos en las anemias ferropénicas y, con frecuencia, resultaba totalmente inútil la «hipersiderización» a la que eran sometidas las cloróticas doncellas (la disminución de la cantidad de hemoglobina parece ser debida a alteraciones ováricas), ya que incluso se preparaban «sifones ferruginosos». Como quiera que esta dolencia se atribuía – tal vez muy razonablemente– a una severa represión del instinto sexual, los humoristas llegaron a comentar «esta chica necesita mucho hierro… no en píldoras: ¡en cerrojos!».
La ingesta de hierro dietético, es decir, la que proporciona una alimentación normal, está en el límite de las necesidades diarias para las adolescentes y para las mujeres, mientras que puede ser insuficiente para el lactante o la mujer gestante.
Téngase en cuenta que, en contra de lo que aseguran ciertas publicidades, la tolerancia gastrointestinal de todos los preparados de hierro se encuentra principalmente en función de la cantidad de hierro elemental soluble y no depende de la sal ferrosa administrada. Las sales férricas prácticamente no se absorben.
El calcio, hasta fechas relativamente recientes administrado en dosis masivas a las mujeres gestantes, se ha dejado de utilizar a raíz de la opinión que tiende a evitar una excesiva osificación del feto, que dificulta el parto. La ingesta dietética de calcio – leche y sus derivados– parece resultar útil en pacientes con osteoporosis posmenopáusica.
Hace pocos años resurgió con verdadero ímpetu (a decir verdad, más por automedicación que por prescripción facultativa) la terapéutica a base de sales de magnesio; según la opinión popular era un «curalotodo» de lo más eficaz. En realidad, el hidróxido de magnesio es útil como antiácido y como laxante, pero cualquier producto magnesiado puede producir en sobredosis cuadros de hipermagnesemia en pacientes con insuficiencia renal. «Las sales de magnesio y, especialmente, los suplementos carecen de toda otra indicación de la que hemos señalado, pese a la moda en este sentido» (Índex farmacològic 1987. Acadèmia de Ciències Mèdiques de Catalunya i Balears).
El fósforo parece administrado de forma suficiente en toda dieta normal, por lo que puede considerarse innecesaria toda aportación adicional. Mucho se habló en épocas pasadas de los peligros de la fosfaturia, o pérdida de fosfatos por la orina. Estudios recientes han permitido establecer que su aparición observable sólo se debe a un cambio primitivo en la alcalinidad urinaria, que hace precipitar rápidamente los fosfatos eliminados de forma fisiológica y normal.
Una errónea educación sexual causó estragos en muchas mentes juveniles que atribuían estas pérdidas – que en realidad no son tales– a la inevitable masturbación de los adolescentes, originando auténticas neurastenias ante el temor de verse atacado por el «reblandecimiento de la médula espinal», la impotencia, y llevando tras el telón de fondo la imagen de la muerte.
En resumen, una dieta equilibrada, una alimentación normal, no precisa más que en casos muy concretos y determinados – el hierro en algunos embarazos, el calcio en caso de desaprovechamiento anormal– la adición de sustancias minerales, así como tampoco requiere un suplemento vitamínico. Estos elementos son aportados, con esplendidez, por los productos naturales que habitualmente empleamos en la alimentación.
Prefiramos tomar unos y otros directamente de las plantas y de los animales: la naturaleza es pródiga en ellos y su generosidad basta para nuestras necesidades. No caigamos en el error, tan frecuente, que hace que el remedio sea peor que la enfermedad.
Nuestro organismo contiene cantidades de agua que, a primera vista, nos parecen exorbitantes, ya que vienen a representar dos tercios de su peso total. Es decir: en un adulto