La opinión actualmente más generalizada es que un buen estado de nutrición es primordial para la evolución favorable de muchas enfermedades. Pero observemos que un buen estado de nutrición no es equivalente ni corresponde a la idea de una superabundancia de grasas.
Buen estado de nutrición significa que los protoplasmas celulares disponen de todos los principios necesarios para su perfecto funcionamiento, sin un exceso ni un déficit acusados.
Cualquier enfermedad de cierta importancia y duración perturba el estado de nutrición del afectado. El objetivo que persigue la terapéutica alimenticia es, como factor primordial, intensificar la resistencia orgánica, mejorar o eliminar determinados trastornos relacionados o condicionados por errores dietéticos y, por último, alterar el estado de nutrición, en ocasiones en sentido desfavorable de acuerdo con la opinión común, pero capaz de dificultar la aparición de algunas anomalías o manifestaciones de la enfermedad.
En la alimentación de un enfermo es muy importante recordar que tan perjudicial resulta una hipoalimentación, que deja al paciente muy bajo de defensas naturales, como una hiperalimentación que somete al organismo a un trabajo exhaustivo para su asimilación; trabajo que, en aquellos momentos, representa un esfuerzo para el que no se encuentra capacitado.
Si la ingestión de alimentos desciende bajo el nivel mínimo necesario, aparecen trastornos inmediatos, como son la pérdida de peso, la debilidad muscular, la disminución de la capacidad funcional de los órganos internos. Todos hemos oído ese popular y conocido «si no comes se te hará el estómago pequeño»; tal vez científicamente sea inexacto, pero es real en cuanto a la disminución de la funcionalidad digestiva.
De todas formas, es interesante reconocer y aceptar que la disminución total o parcial de la alimentación durante un tiempo muy breve, en ciertas circunstancias y llevada a cabo sobre un sujeto en buen estado de nutrición y provisto de suficientes reservas, puede resultar muy beneficiosa (Determan, Terapéutica práctica); en cambio, una hipoalimentación prolongada agota las resistencias orgánicas, acentuándose así los estados patológicos cuanto más precario era el estado anterior del individuo.
«Esto es completamente desconocido para los pacientes y, lo que es peor, parece serlo para muchos médicos, que oponen una resistencia obstinada a la ejecución de una de las llamadas curas de hambre, vigilada y de breves días de duración, mientras prescriben con la mayor desenvoltura un régimen total o parcialmente insuficiente para ser mantenido durante semanas y aun meses, dando lugar en ocasiones a la aparición de auténticas caquexias yatrogénicas (estados de debilidad suma, originados por una terapia errónea)» (Terapéutica alimenticia. Publicaciones del Departamento Científico de los Laboratorios Max F. Berlowitz).
Estas líneas, publicadas hace más de cincuenta años, no han perdido vigencia. Por el contrario, diríamos que el problema se ha agudizado a causa de la obsesión de algunas damas por mantener la línea y que, con la complicidad de algunos desaprensivos pseudodietólogos, han seguido durante largas temporadas regímenes de hambre que las han llevado a casos límite, es decir, a la muerte.
Los trastornos de la hipoalimentación pueden presentar dos aspectos: cuantitativo y cualitativo.
En el primer caso, y dado que el organismo humano precisa para su normal funcionamiento una cantidad de principios activos, su déficit conduce al ya citado estado de debilidad generalizada; cuando la hipoalimentación es cualitativa, es decir, se halla privada de determinados elementos, se producen las enfermedades por carencia – especialmente en el caso de vitaminas y sales minerales– que pueden traducirse en dolencias como la pelagra, el beriberi, el escorbuto, la osteoporosis, los edemas, etc.
En resumen, es importante procurar el mantenimiento de una dieta en la que los distintos alimentos se encuentren en proporción armónica, aunque en muchos casos resulte indispensable la disminución de determinados tipos: proteínas en las afecciones renales, hidratos de carbono en la diabetes, grasas en las hepatopatías, especialmente en la ictericia. Pero obsérvese que hablamos de una disminución, no de una eliminación total, que en ningún caso puede ser aceptable, más que en brevísimos periodos de tiempo.
Repetimos que no es fácil – sea cual sea la enfermedad– establecer cuál ha de ser la dieta más idónea para el paciente.
Siguiendo la opinión de expertos dietólogos que han dedicado durante muchos años sus esfuerzos al estudio de esta rama de la terapéutica, diremos que en toda dolencia resulta imprescindible que se cubran las necesidades nutritivas del organismo. Pero el valor nutritivo de una dieta no se puede juzgar nunca de forma unilateral y exige unas condiciones que no pueden ser pasadas por alto.
De acuerdo con lo establecido por eminentes especialistas en dietética, las normas a que debe atenerse la alimentación deben responder a las siguientes condiciones:
– capacidad para el suministro de energía;
– equilibrado contenido de proteínas;
– equilibrada proporción entre hidratos de carbono y grasas;
– valor vitamínico;
– cantidades adecuadas de minerales y agua;
– grato sabor y fácil digestibilidad.
Una vez más nos encontramos ante el hecho ineludible de la necesidad de personalizar la dieta, ya que esta va asociada a la idiosincrasia del enfermo.
No vamos a referirnos a las necesidades diarias de hidratos de carbono, proteínas y grasas – existen numerosas publicaciones aclaratorias sobre este tema–, pero sí vamos a ocuparnos ampliamente tanto de la riqueza vitamínica, en agua y sales minerales, como del sabor de los cítricos, que son el objetivo principal de las páginas siguientes.
Una dieta normal y equilibrada es más que suficiente, en la inmensa mayoría de los casos, para proporcionar a nuestro organismo todas las vitaminas necesarias.
Cualquier médico mantiene este criterio y conoce sobradamente esta realidad pero, en ocasiones, ante la insistencia del paciente en «hipervitaminizarse» se ve obligado a extender una receta, absolutamente innecesaria y, a veces, incluso contraproducente.
El nombre de vitaminas, cuyo significado sería el de aminas vitales, acuñado con la mejor buena fe por Casimiro Funk – aunque más tarde el descubrimiento de nuevas vitaminas demostró que responden a fórmulas químicas totalmente distintas–, ha hecho que infinidad de personas vean en ellas una panacea, el milagro sanador de toda dolencia, sin tener en cuenta que ese canto a las vitaminas lanzado por algunas escuelas médicas puede ser tanto o más perjudicial y mucho más difícil de tratar que una hipovitaminosis.
Todos, absolutamente todos los productos farmacológicos o biológicos eficaces, tienen un común denominador que no puede pasarse por alto: su nocividad, el peligro que representan las dosis excesivas.
Uno de los principios fundamentales de la bromatología, o ciencia de la alimentación, establece: «No existe una diferencia fundamental entre medicamento, alimento y veneno». Se trata, simplemente, de su correspondiente dosificación. Y, en efecto, aunque el principio así enunciado nos parezca absurdo, se aclara mediante un ejemplo muy sencillo: el pan, ese pan nuestro de cada día imprescindible en nuestras mesas, es evidente que puede ser un alimento en circunstancias habituales, un medicamento en caso de desnutrición o hambre y también se convierte en un veneno según la cantidad ingerida: no es fácil que nadie soporte sin gravísimos trastornos el comerse diez o doce kilos de hogazas acabadas de salir del horno.
Tengamos en cuenta que si a las vitaminas les negamos esta posibilidad de acción tóxica, deberemos restar importancia a su acción farmacológica y las convertiremos en lo que no son bajo ningún concepto: en sustancias inertes.
De acuerdo con los criterios científicos más modernos, los tratamientos vitamínicos son aconsejables en determinados casos:
Alimentación insuficiente, ya sea por descuido,