– ¡Ah! ¡pues si no es mas que eso…! ¿y donde está ese hombre?
– En mi casa.
– ¡Ah! ¿es acaso el hombre que acompañaba hoy por el camino á don Diego y á don Fernando de Válor?
– El mismo. Pero tú debes conocer á ese hombre, Farix, añadió Reduan dirigiéndose al que habia hablado.
– Si por cierto; es el renegado Miguel Lopez, á quien tengo grandes deseos de antecoger delante de mi ballesta. Es un traidor.
– ¿Y cómo sabeis vosotros que Miguel Lopez acompañaba á don Diego y á don Fernando de Válor?
– Esta mañana el wali Harum nos ordenó en nombre del poderoso emir, que observásemos el camino, sin dejar de reparar si iban ó venian golillas, hidalgos ó soldados.
– Es verdad: se nos aprieta tanto por ese endiablado rey de España, que será necesario romper por todo y hacer lagos de sangre cristiana para bañarnos en ella. Dia llegará en que… pero por ahora pensemos en nuestro negocio: el asunto de que se trata es un asunto particular de don Diego de Córdoba y de Válor. Ya sabeis que es pariente del emir, y que estamos obligados á servirle, sobre todo, cuando tan bien lo paga.
– Es muy justo.
– Pero importa que nadie sepa que le hemos servido. Ya sabeis que el emir castiga á sangre toda muerte que se hace, como no sea en combate ó por órden expresa.
– ¿De modo que á don Diego le estorba ese renegado?
– Algo debe de haber: lo que yo sé es que á media tarde llegó un lacayo de don Diego y me dió una carta: aquella carta decia en arábigo: «Es necesario que, para servicio de Dios y del emir, tengas prevenidos para esta noche algunos de los monfíes mas valientes que se encuentren por los alrededores.» Os avisé. Despues llegaron don Dieg, don Fernando y Miguel Lopez. Cenaron, y luego Miguel Lopez se encerró en un aposento aparte y en otro los dos hermanos. Los lacayos se fueron al pajar: yo entonces subí al aposento de don Diego por la ventana del cuarto, segun me lo habia dicho don Diego, aprovechando un descuido del Lopez, que se muestra muy receloso, y cuando estuve dentro me dijo que os ofreciera cien doblones por matar un hombre y que, si consentiais, os llevase al huerto y que él mismo hablaria con vosotros. Puesto que consentís seguidme.
Los monfíes siguieron en silencio á Reduan, descendieron á una rambla y á través de algunas quebraduras llegaron á las bardas de un huerto, y uno tras otro las saltaron con la agilidad y el silencio del gato montés.
Apenas habian desaparecido entre las quebraduras, cuando salió de la cueva otro hombre que, sin duda, habia estado oculto en su fondo entre las tinieblas, por lo que los monfíes no habian reparado en él.
– ¡Oh! ¡oh! dijo aquella sombra: se trata de un asesinato infame. Pues bien, es necesario impedir ese crímen.
Y se puso en seguimiento de los monfíes, pero á larga distancia y recatándose.
Miguel Lopez, entre tanto, velaba, entregado á encontrados pensamientos; parecíale por una parte que su recelo era infundado: por otra un secreto instinto le decia que desconfiase, y entre seguridad y desconfianza, llegó hasta las ánimas sin acostarse, dando paseos á lo largo del aposento y lanzando de tiempo en tiempo una feroz mirada á los pedreñales (pistolas se llaman ahora), que tenia sobre la mesa.
Pero acordóse una y cien veces que tenia sujeto á don Diego por medio de prendas que podian perderle; que para atentar á su vida no hubiera esperado á hacerle esposo de su hermana, y sobre todo, que despues del aprieto en que ponia á los moriscos el edicto del emperador, nada tenia de extraño que el emir de los monfíes hubiese llamado al morisco mas influyente de Granada, y que este morisco, es decir, don Diego, se prestase dócil y aun voluntariamente á obedecer las órdenes del emir.
Estos pensamientos le tranquilizaron algun tanto: dilatáronse las profundas rugas que hasta entonces habian plegado su frente, y su imaginacion tomó un rumbo distinto. Acordóse de su desposada, de la hermosa doña Isabel, de quien tan brúscamente habia sido separado: representóse en su imaginacion la alegre fiesta de bodas que indudablemente hubiera tenido lugar aquella misma noche, á no haber mediado el urgente mandato del emir de los monfíes. Sucesivamente fueron pasando por su imaginacion cien tentadoras imágenes, cien esperanzas defraudadas por el acaso, ese eterno burlador de la dicha humana; suspiró ruidosamente, y, no teniendo otra cosa que hacer, se recogió al lecho, y perdido de todo punto su recelo, reconcentró su pensamiento en el recuerdo de doña Isabel, y poco despues dormia y soñaba.
Pasaron una, dos, tres horas. La luz del belon que habia dejado el ventero, empezó á debilitarse falta de pábulo; osciló algunos momentos y al fin se apagó.
Luego solo se oyó el poderoso aliento producido por el pecho de toro de Miguel Lopez, que continuaba durmiendo.
Si no hubiera dormido tan profundamente, hubiera podido percibir cierto leve murmullo de voces que hablaban juntas, que cesaban, que volvian á escucharse, que se acercaban, que se alejaban. Hubiera percibido, al fin, los pasos de una persona que se acercaba recatadamente, que se detenia junto á la puerta y escuchaba, retirándose despues: hubiera oido, por último, unos pasos mas fuertes que cesaron delante del aposento; luego ruido de pisadas de caballo y cierto tráfago en la parte baja de la venta: pero Miguel Lopez nada de esto oyó, y fue necesario que diesen sobre la puerta tres fuertes golpes para que despertase.
– ¡Voto á mil legiones! exclamó; me han quitado el sueño mas hermoso del mundo; como que me figuraba que…
Miguel Lopez concluyó con un ruidoso suspiro estas frases que habia pronunciado medio dormido, y luego, notando que la luz se habia apagado, se levantó de un salto, tomó á tientas uno de los pedreñales que habia puesto sobre la mesa, y dijo con voz ronca y amenazadora:
– ¿Quién va?
– ¿Quién ha de ir ni venir? dijo detrás de la puerta la voz de don Diego de Válor: vestios pronto hermano, que suceden grandes cosas.
– ¡Ah! ¿sois vos, don Diego? dijo dejando el pedreñal sobre la mesa Miguel Lopez; pues bien, creo que puedan suceder grandes cosas y que sea necesaria gran diligencia; pero si quereis que me vista pronto, entrad y dadme luz: la mia se ha apagado.
Abrió la puerta el morisco, y don Diego entró con una vela de sebo encendida, puesta en una palmatoria de barro cocido.
– ¿Qué hora es, hermano? preguntó soñoliento Miguel Lopez.
Don Diego sacó de entre su ropilla un enorme reloj de oro semiesférico, objeto de gran lujo en aquel tiempo, y dijo consultando la muestra:
– Las doce y veinte minutos.
– ¿Y podemos fiarnos de ese embeleco?
– Como que está fabricado en Bruselas, y es mas seguro que la máquina de la torre de Santa María de la Alhambra.
– En efecto, muy grave debe de ser el asunto que nos hace madrugar tanto, dijo Miguel Lopez atacándose los gregüescos.
– Como que tenemos encima al emir.
– ¡El emir!
– Sí, el emir con seis mil monfíes, que adelanta hácia Granada, á la que piensa llegar antes del amanecer.
– ¡Diablo! ¡diablo! ¿es decir que hoy mismo tendremos batalla?
– Es mas que seguro; por lo mismo importa que nos preparemos cuanto antes: en Cádiar hay un capitan del rey con algunos soldados y un alcalde con treinta cuadrilleros: es necesario sorprender á esa gente para que no puedan dar aviso á Granada y prevenir á nuestros enemigos. Asi, pues, acabaos de ajustar las agujetas del jubon y á caballo.
– ¿Os ha enviado algun correo el emir? dijo Miguel Lopez acabándose de apretar las hevillas de las espuelas.
– Sí, sí por cierto; me ha enviado uno de sus walíes.
– ¿Y dónde está ese walí?
– Ha