En que se relatan extraños é importantes sucesos
Doña Elvira saludó ceremoniosamente á su esposo cuando este la mandó que volviese á sus aposentos, arrojó una última mirada á Yaye, y acompañada de dos doncellas, subió unas descomunales escaleras, atravesó un ancho corredor, abrió una mampara de marroquí rojo, atravesó una rica antecámara, entró en una magnífica cámara y sentándose en un sillon, dijo á sus doncellas:
– Dejadme sola.
Las doncellas salieron: mientras resonaron sus pasos doña Elvira permaneció inmóvil en el sillon donde se habia sentado, y profundamente pensativa; luego cuando el ruido de los pasos de las doncellas se hubieron extinguido en las habitaciones interiores, se levantó, atravesó la puerta por donde aquellas habian salido y cerró por dentro otra segunda puerta, despues volvió á la cámara y se fué en derechura á un gigantesco espejo de Venecia, que la reprodujo por entero.
Doña Elvira lanzó una mirada ansiosa al espejo, ese confidente de la mujer que tanto podria revelar si Dios por un milagro le animase y le diese memoria y voz.
Luego atravesó en paso leve y furtivo la cámara, abrió silenciosamente una puerta y entró en un retrete oscuro.
Una vez allí se colocó tras el tapiz de una puerta.
Desde allí se veia una habitacion de hombre; pero bella y ricamente alhajada.
En aquella habitacion habia dos hombres que acababan de entrar.
Don Diego de Córdoba y de Válor, y Yaye-ebn-Al-Hhamar.
El jóven estaba cubierto aun del polvo del camino, pero su trage era muy bello, le caia muy bien y sobre todo ganaba sobre su gallarda y esbelta persona.
Estaba cansado, anhelante, dominado por una ansiedad profunda, densamente pálido, y con la mirada impregnada de una ardiente melancolía.
Doña Elvira no le habia visto nunca tan hermoso, y sintió que el corazon se la comprimia, se la desgarraba; nunca habia sufrido tanto.
Don Diego estaba visiblemente contrariado.
Notábase que sentia respeto y aun temor delante de Yaye, como si se hubiera encontrado delante de un rey á quien hubiese tenido que rendir estrecha cuenta de sus acciones.
En efecto, considerando que Yaye era rey de los monfíes por la abdicacion de su padre, abdicacion que Yuzuf participaba á don Diego en la carta que le habia entregado Yaye, don Diego se veia obligado á respetarle: el valor indomable y tenaz, los sacrificios por la patria, la conservacion de las tradiciones de su ley, todo daba á los monfíes un prestigio merecido entre los moriscos y á su rey un poder terrible.
Por lo tanto y en cierto modo, don Diego ante Yaye era un vasallo y un vasallo culpable.
Porque don Diego creia, que al reconocer Yuzuf á su hijo, al entregarle su corona, le habria revelado el contrato que existía entre las dos familias, contrato á que don Diego habia faltado entregando su hermana á otro hombre.
Lo que don Diego no podia comprender era cómo Yaye, que dos noches antes habia despreciado la mano de su hermana, se mostraba entonces tan ansioso de ella.
De lo que no podia dudar don Diego, era de que Yaye estaba perdidamente enamorado de doña Isabel.
Esta certidumbre le aterraba porque preveía fatales consecuencias.
Durante algun tiempo, guardó silencio. Yaye se habia sentado y estaba cubierto. Don Diego permanecia descubierto y de pié. Doña Elvira que conocia la altivez de su marido no sabia explicarse la causa de aquella posicion humillante á que don Diego se resignaba.
– Espero, dijo Yaye al fin, que contareis con medios bastantes para impedir ese casamiento, y que no me obligareis á tomar en vos una venganza implacable.
– Estad seguro, señor, de que sino hubiesen mediado gravísimas razones, yo nunca me hubiera atrevido á faltar por mi parte al solemne convenio celebrado por nuestros padres, y mediante el cual vuestro casamiento con mi hermana era una cosa decidida.
– ¡Cómo! ¿existia un convenio entre nuestros padres? exclamó con violencia Yaye, ¿y vos os habeis atrevido…?
La voz de Yaye temblaba, se habia puesto de pié y miraba de una manera amenazadora á don Diego.
– Escuchadme, señor, y no me condeneis sin oirme.
– Antes de conocer á mi padre, cuando solo me creia moro, me inspirábais aversion como renegado: ahora que sé de quien soy hijo, ahora que el poder de mi padre ha pasado á mis manos, encuentro que á mas de renegado sois traidor.
– Mi traicion es hija de un horrible compromiso, dijo todo desconcertado don Diego: no sabeis hasta que punto he sido engañado por ese infame Miguel Lopez: pero no importa: Ayala habrá llegado: de todos modos hasta que yo hubiera ido no se hubiera efectuado el casamiento: yo soy su hermano mayor, su padre en una palabra…
– ¡Y la habeis vendido…! ¡la habeis obligado!
– Me hallé vendido y obligado, señor; ese Miguel Lopez es un morisco renegado, un infame delator… tiene papeles que me comprometen… papeles escritos por mí á vuestro padre… papeles que no sé en poder de quién estan: de otro modo ya hubiéramos encontrado medio de deshacernos de ese hombre… ¿quién habia de pensar, que vos, el amante de mi hermana, habiais de presentaros para decirme: dame tu hermana Isabel, porque yo soy el poderoso emir de los monfíes?
– ¡El, emir… rey…! exclamó con orgullo doña Elvira que seguia escuchando tras el tapiz.
– Pero el matrimonio de mi hermana con ese hombre no se hará: mi hermana será vuestra, y de este modo, al mismo tiempo que vos y ella sereis felices se conciliaran todos los intereses de entrambas familias: es verdad que vos, rey de la montaña, teneis la fuerza, y hasta cierto punto el derecho; es verdad que las Alpujarras os pagan tributo, que os obedece un ejército de valientes monfíes; pero tambien es cierto, que yo Aben-Humeya, descendiente del Profeta, nieto de los califas de Córdoba, tengo tambien derechos que reconocen los moriscos de Granada, y los de las alquerías de la Vega: los de Almería y los del marquesado del Zenete cuentan conmigo: al primer levantamiento, al primer grito de guerra, yo seria proclamado rey de Granada; esto se comprende perfectamente: los moriscos desprecian de tal manera la memoria de Muley Abd-Allah, que sus descendientes no pueden tener esperanza de que los moros de Granada los sienten en el trono de su abuelo. Fuera de la descendencia de Muley Abd-Allah, ¿qué otro mas que vos ó yo podemos ser reyes de Granada? vos, como emir de los monfíes, teneis las Alpujarras: yo, como descendiente de los Omeyas, lo demás del reino… una alianza entre nosotros es de todo punto necesaria para evitar una guerra civil, que, si por dicha triunfásemos del cristiano, volveria á ponernos destrozados en su poder. Aquí ha habido mucho de fatal: antes de anoche vos mismo despreciásteis la mano de mi hermana.
– Yo os creia renegado.
– ¡Oh! ¡fatalidad! yo sabia que amábais á mi hermana: pero creí que erais un hidalgüelo castellano, destinado á llevar una golilla ó un roquete. Culpad al misterio en que os ha envuelto vuestro padre: yo ignoraba que fuéseis lo que sois.
– Yo mismo lo ignoraba ayer.
– ¡Fatalidad! ¡fatalidad!
– Mi noble padre quiso que antes de que ciñese su corona, supiese conocer á los hombres.
– En fin, no hablemos mas de eso y vamos á lo que importa. El casamiento de mi hermana con Miguel Lopez no se hará. Si por desgracia, y como no es de suponer, mi enviado ha llegado tarde… Miguel Lopez morirá.
– ¡Oh, alentais una duda y permaneceis aquí, entreteniéndome acaso para ganar tiempo! exclamó Yaye encaminándose violentamente á la puerta.
– ¿Qué quereis hacer, exclamó don Diego, que en efecto, temiendo mas á la denuncia de Miguel Lopez que á la venganza del emir, habia preferido la última y entretenia á Yaye, qué quereis hacer? ¿á dónde vais?
– ¿En qué iglesia se casa vuestra hermana?
– ¡Oh!