Y después, ¡jamás el vapor oloroso de la mirra ardiendo en pebeteros de oro, jamás la violeta con sus hojas aterciopeladas, jamás la rosa ni el jazmín destilados en preciosos frascos de cristal se podrán comparar al delicioso perfume que exhalaba la cala de El Gavilán! ¡qué oloroso alquitrán, qué brea tan suave!
¡A fe de Dios! ¡Ciertamente no había un brick más hermoso que El Gavilán!
Y si le admiráis dormido sobre sus áncoras, ¿qué diríais, pues, si le vieseis dar caza a un desventurado buque mercante? ¡No! jamás caballo de carrera con la boca espumante bajo el freno, ha saltado con tanta impaciencia como El Gavilán, cuando el piloto no le dejaba precipitarse sobre el buque perseguido. Jamás el halcón, rozando el agua con el extremo de su ala, ha volado con tanta rapidez como el hermoso brick, cuando, impulsado por la brisa, sus gavias y sus juanetes izados, se deslizaba por el Océano, de tal modo inclinado, que los extremos de sus vergas bajas desfloraban la cima de las olas.
¡Ciertamente, no hay un brick más hermoso que El Gavilán!
Y ése es el que estáis viendo, amarrado por sus dos cables.
A bordo había poca gente: el contramaestre, seis marineros y un grumete; nadie más.
Los marineros estaban agrupados en los obenques o sentados sobre los afustes de los cañones.
El contramaestre, hombre de unos cincuenta años, envuelto en un largo gabán oriental, se paseaba por el puente con un aire agitado, y la protuberancia que se notaba en su mejilla izquierda anunciaba, por su excesiva movilidad, que mordía su chicote con furor.
Tanto es así, que el grumete, inmóvil cerca de su jefe, con el gorro en la mano como quien aguarda una orden, observaba aquel peligroso pronóstico con espanto creciente; porque el chicote del contramaestre era para la tripulación una especie de termómetro que anunciaba las variaciones de su carácter; y aquel día, según las observaciones del grumete, el tiempo anunciaba tempestad.
– ¡Mil millones de truenos! – decía el contramaestre hundiéndose el capuchón hasta los ojos – , ¿qué infernal viento le ha empujado? ¿Dónde está? ¡Son las diez y aun no ha venido a bordo! Y la bestia de su mujer que parte a media noche para ir a buscarle, el diablo sabe dónde… ¡Una brisa tan hermosa! ¡Perder una brisa tan hermosa! – repetía en tono desgarrador mirando un ligero catavientos colocado en los obenques, y que por la dirección que le daba el viento anunciaba una fuerte brisa del NO – . Es preciso estar tan loco como el hombre que pone el dedo entre el cable y el escobén.
El marmitón, impaciente de la duración de este monólogo, había intentado ya por dos veces interrumpir al contramaestre, pero la mirada furiosa y la movilidad excesiva del chicote de su superior se lo habían impedido. Por fin, haciendo un esfuerzo sobre sí mismo, con su gorro bajo el brazo, el cuello tendido, la pierna izquierda hacia adelante, se aventuró a tirar de la hopalanda de su jefe.
– Señor Zeli – le dijo – , el desayuno le espera.
– ¡Ah! ¿eres tú, Grano de Sal? ¿qué haces ahí, miserable, estúpido, animal, rata de bodega? ¿Quieres que te haga curtir la piel, o que te ponga el espinazo rojo como un rosbif crudo? ¿Contestarás, grumete de desgracia?
A este torrente de injurias y de amenazas, el grumete no oponía más que una calma estoica, acostumbrado, como estaba, a los arranques de su superior.
Y, dicho sea de paso, habéis de saber que, si yo creyese en la metempsicosis, preferiría habitar por toda mi vida en el alma de un caballo de coche de alquiler, de un temporero, de un burro de Montmorency, animar, en fin, a lo que hay de más miserable, que encontrarme bajo la piel de un grumete.
Ya hemos dicho que el grumete no soltaba una palabra; y cuando el maestro Zeli se detuvo para tomar aliento. Grano de Sal repitió con un aire más humilde que de costumbre:
– El desayuno le…
– ¡Ah! ¡el desayuno! – exclamó el contramaestre encantado de hacer caer su furor sobre alguien – ; ¡ah! ¡el desayuno! ¡Toma, perro!
Esto fue acompañado de un bofetón y de un puntapié tan violento, que el grumete, que estaba en lo alto de la escalera del sollado, desapareció como por encanto, y llegó al fondo de la cala resbalando con rapidez a lo largo de los tramos de la escalera.
Llegado al final de su viaje, el grumete se levantó y dijo frotándose los riñones:
– Estaba seguro; lo he conocido en el modo de mascar el tabaco.
Y después de un momento de silencio, Grano de Sal añadió con un aire muy satisfecho:
– Prefiero eso que no haber caído de cabeza.
Luego, consolado por esta reflexión filosófica, fue fielmente a cuidar del desayuno del maestro Zeli.
V
REGRESO
¡Hola! ¿de dónde viene usted, bello señor, con la cabeza desnuda… el cinturón colgando?.. ¡Qué palidez!.. amigo…
¡qué palidez!
Aunque hubiese desahogado un poco su cólera en Grano de Sal, el maestro Zeli continuaba midiendo a zancadas el puente, levantando de cuando en cuando el puño y los ojos al cielo, y murmuraba palabras que era imposible tomar por una piadosa invocación.
De pronto, fijando una atenta mirada sobre la entrada del puerto, se detuvo, asió un anteojo que había cerca de la bitácora y, aproximándolo al ojo izquierdo, exclamó:
– Por fin, por fin, ¡qué suerte! ya está aquí, sí, es él… ¡Vaya una manera de remar! ¡Vamos, firme, bravo, muchachos! ¡doblad, y podremos aprovechar la brisa y la marea!
Y el maestro Zeli, olvidando que era difícil hacerse oír a dos tiros de cañón de distancia, animaba con la voz y con el gesto a los marineros que conducían a bordo a Kernok.
Por fin el bote se acercó al brick y atracó a estribor. El maestro Zeli corrió a la escala a dar el silbido que anunciaba al capitán, y, con el sombrero en la mano, se dispuso a recibirle.
Kernok subió con agilidad por la banda del brick y saltó sobre el puente.
El contramaestre quedó impresionado de su palidez y de la alteración de sus facciones. Su cabeza desnuda, las ropas en desorden, la vaina sin puñal que pendía a su cintura, todo anunciaba un acontecimiento extraordinario. Por esta razón Zeli no tuvo el valor de reprochar a su capitán una ausencia tan prolongada y se acercó a él con un aire de interés respetuoso.
Kernok abarcó el brick con una mirada rápida y vio que todo estaba en orden.
– Contramaestre – dijo con una voz imperiosa y dura – , ¿a qué hora es la marcha?
– A las dos y cuarto, capitán.
– Si la brisa no cesa, aparejaremos a las dos y media. Haga izar el pabellón y disparar el cañonazo de partida; vire al cabrestante, desaferre, y cuando las áncoras estén a pico, avíseme. ¿Dónde están el oficial y el resto de la tripulación?
– En tierra, capitán.
– Envíe los botes a buscarles. El que no esté a bordo a las dos, recibirá veinte golpes de rebenque y pasará ocho días en el calabozo. ¡Váyase!
Nunca Zeli había visto a Kernok con un aire tan duro y tan severo. Así, contra su costumbre, no hizo una multitud de objeciones a cada orden de su capitán, y se contentó con ir prontamente a ejecutarlas.
Kernok, después de haber examinado atentamente la dirección del viento y de las brújulas, hizo signo a su compañero de que le siguiese.
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