– Oigo el ruido de las olas que golpean esa roca, y el silbido del viento.
– Di mejor la voz de los muertos. ¡Por San Juan del dedo! hoy es el día de los difuntos, mujer, y los náufragos que nosotros… – aquí una pausa – , podrían muy bien venir a arrastrar a nuestra puerta el carriquet-ancou4, con sus vestidos blancos y sus lágrimas sangrientas – respondió el desollador en voz baja y trémula.
– ¡Bah! ¿qué podemos temer? Pen-Ouët es idiota; ¿no sabes tú que los malos espíritus no entran nunca bajo el techo que cubre a un loco? Jan y su fuego que dan vueltas con tanta rapidez como la devanadera de una vieja, Jan y su fuego huirían a la voz de Pen-Ouët como una alondra ante el cazador. ¿Qué temes, pues?
– Entonces, ¿por qué desde el último naufragio, ya sabes, aquel lugre que se estrelló contra la costa, atraído por nuestras señales engañadoras… por qué tengo una fiebre ardiente y pesadillas espantosas? En vano he bebido tres veces, a media noche, el agua de la fuente de Krinoëck; en vano me he frotado con la grasa de una gaviota sacrificada en viernes; nada, nada, me ha calmado. Por la noche tengo miedo. ¡Ah! mujer, mujer, tú lo has querido.
– Siempre cobarde. ¿Es que no hay que vivir? ¿tu estado no te hace horroroso a todo, Saint-Pol? y sin mis predicciones, ¿a qué nos veríamos reducidos? La entrada en la iglesia nos está prohibida; los panaderos casi no quieren vendernos pan. Pen-Ouët no va una vez a la población que no vuelva molido a golpes, el pobre idiota. Y si se atreviesen nos darían caza como a una bandada de lobos de las montañas de Arrés, y porque nosotros aprovechamos lo que Teus5 nos envía, tú te arrodillas como un sacristán de Plougasnou y estás tan pálido como una muchacha que saliendo de la velada encontrase a Teus Arpouliek con sus tres cabezas y su ojo de fuego.
– Mujer…
– Eres más cobarde que un hombre de Cornouailles – dijo finalmente Ivona exasperada.
Y como el más sangriento ultraje que se pueda hacer a un leonés es compararle con un habitante de Cornouailles, el desollador agarró a su mujer por el cuello.
– Sí – repitió con voz ronca y ahogada – , ¡más cobarde que un hijo de la llanura!
La rabia del desollador no conoció límites, y se apoderó de su hacha, pero Ivona se armó de un cuchillo.
El idiota reía a carcajadas, agitando su cabeza de caballo llena de guijarros que producían un ruido sordo y extraño.
Afortunadamente, llamaron a la puerta de la cabaña, cuando estaba a punto de ocurrir una desgracia.
– ¡Abrid, voto a…! ¡abrid de una vez! El NO. sopla con una fuerza como para descornar a un buey – dijo una voz ruda.
El desollador dejó caer su hacha, e Ivona se arregló la cabeza lanzando sobre su marido una mirada en la que aun brillaba la cólera.
– ¿Quién puede venir a esta hora a importunarnos? – dijo el hombre; después se subió hasta una estrecha ventana, y miró.
II
KERNOK
Got callet deusan Armoriq.
Era un hombre duro de la Armórica.
Era él, era Kernok el que llamaba a la puerta. He aquí un bravo y digno compañero. Juzgad, si no.
Había nacido en Plougasnou; a los quince años se escapó de casa de su padre y se embarcó en un barco negrero, comenzando allí su educación marítima. No había a bordo grumete más ágil ni marinero más intrépido, ni nadie tenía la mirada más penetrante para descubrir a lo lejos la tierra velada por la bruma. Nadie apretaba con más gracia y presteza una gavia. ¡Y qué corazón! Un oficial se descuidaba su bolsa, y el joven Kernok la recogía cuidadosamente, pero sus camaradas tenían parte en el contenido; si robaba ron al capitán, lo partía también escrupulosamente con sus amigos.
¡Y qué alma! ¡Cuántas veces, cuándo los negros que eran transportados del África a las Antillas, entumecidos por el frío húmedo y penetrante de la cala, no podían arrastrarse hasta el puente para aspirar el aire durante el cuarto de hora que a este efecto se les concedía, cuántas veces, digo, el joven Kernok les hacía recobrar el movimiento y la transpiración de la piel a fuerza de golpes! Y el señor Durand, artillero-carpintero-cirujano del brick, hacía notar juiciosamente que ninguno de los negros sometidos a la vigilancia de Kernok padecía de aquella somnolencia y de aquella pesadez peculiar a los demás negros. Al contrario, los suyos, a la vista del amenazador cabo de cuerda, estaban siempre en un estado de irritabilidad nerviosa, como decía el señor Durand, de irritabilidad nerviosa muy saludable.
De este modo, Kernok obtuvo bien pronto la estimación y la confianza del capitán negrero, capaz, afortunadamente, de apreciar sus raras cualidades. El buen capitán se aficionó tanto al joven marinero, que le dio algunas lecciones de teoría, y un día le nombró segundo de a bordo. Kernok se mostró digno de este ascenso por su valor y su habilidad; descubrió, sobre todo, una manera de encajonar a los negros en el sollado tan ventajosamente, que el brick, que hasta entonces no había podido llevar más que doscientos, pudo contener trescientos, a la verdad, apretándolos un poco – rogándoles que se pusieran de lado en lugar de tenderse panza arriba como bajás – , así decía Kernok.
Desde aquel día el negrero predijo a su protegido el más alto destino. ¡Dios sabe si se cumplió esta predicción!
Al cabo de algunos años, una tarde que singlaba hacia la costa de África, el digno capitán de Kernok, que había bebido un poco más que de costumbre, estaba del más jovial humor. A horcajadas sobre una ventana, fumando su larga pipa, se divertía en seguir con la vista la dirección de los espesos torbellinos de humo que lanzaba gravemente o en mirar fijamente la rápida estela del navío, apresurando con sus deseos el momento en que volvería a ver Francia.
Después pensaba con emoción en las bellas campiñas de Normandía, donde había nacido; creía ver aún la choza dorada por los últimos rayos del sol, el arroyuelo límpido y fresco, el viejo manzano, y su madre, y su mujer, y sus hijitos que esperaban su regreso, suspirando junto a los hermosos pájaros dorados y a las telas de vivos colores que él no dejaba de llevarles nunca como recuerdo de sus lejanas correrías. El creía ver todo esto, ¡pobre hombre! Su pipa, que el tiempo había vuelto negra como el ala de un halcón, había caído de su boca entreabierta, sin que él se diera cuenta; sus ojos se llenaban de lágrimas, su corazón latía con violencia. Poco a poco los esfuerzos de su imaginación encaminada hacia un mismo objeto, quizá también por la influencia del aguardiente, dieron a esta visión fantástica una apariencia de realidad; y el buen capitán, creyendo, en su embriaguez, que el mar era aquella riente pradera tan deseada, tuvo la loca idea de querer ir hacia ella. Y en efecto, poniéndose en pie avanzó hacia el líquido elemento.
Otros dicen que una mano invisible le empujó y que la estela plateada del buque se enrojeció un momento.
Lo cierto es que se ahogó.
Como el brick se encontraba cerca de las islas de Cabo Verde, el oleaje era fuerte y la brisa fresca, el timonel no oyó nada; pero Kernok, que había ido a dar cuenta de la ruta al capitán, debió ser el primero en advertir el accidente, al cual no era quizás ajeno.
Kernok tenía una de esas almas fuertemente templadas, inaccesibles a las mezquinas consideraciones que los hombres débiles llaman reconocimiento o piedad. No es extraño, pues, que cuando apareció en el puente no se notara en él la menor emoción.
– El capitán se ha ahogado – dijo con calma al contramaestre – ; es una lástima, porque era un valiente.
Aquí Kernok añadió un epíteto que nosotros nos abstenemos de repetir, pero que terminó de una manera pintoresca la oración fúnebre del difunto.
– ¡Oh! ¡Kernok era lacónico!
Después, dirigiéndose al piloto,