Al día siguiente…
Figuráos, señor Alonso, una madre que busca á su hija, y no la encuentra; un padre que no se atreve á pensar en su hija para maldecirla, ni puede pensar en su desaparición sin suponerlo todo… suponedme á mí ocultando, disimulando mi dolor, hasta que el dolor de los demás protegió al mío… yo callé… callé… porque su padre no la maldijese, y su padre no la maldijo.
Poco tiempo después, su padre murió… luego su madre, después de cuatro años de viudez: sus hermanas se habían casado, sus hermanos se habían alejado del pueblo… me habían propuesto que los siguiese… pero yo tenía otros proyectos.
– ¡Buscar á Margarita! – dijo Alonso del Camino.
– No – dijo con acento severo el padre Aliaga – ; buscar á Dios.
¿Os hicísteis entonces fraile?
– Sí. Os he referido esa sencilla historia, para que sepáis cuáles fueron los motivos que determinaron mi vocación, y cuáles las desgracias que labraron en mí esta fuerza para los sufrimientos, este desdén con que miro las grandezas humanas. Huérfano desde mis primeros años, malogrado mi primer amor, sin que nadie lo hubiera comprendido, ni aun yo mismo hasta que le vi malogrado, pasando seis años de rudas fatigas para obtener mi alimento; combatiendo durante estos seis años de la ausencia de Margarita, mis celos… sí, mis celos… mi amor sin esperanza… mi ansiedad por la ignorada suerte de Margarita… fuí un fruto lentamente madurado para la vida triste y silenciosa del claustro; en el fondo de mi corazón vacío sólo había quedado el nombre de Dios… y tendí mis brazos á Dios… le ofrecí mi vida…
– ¿Y no volvísteis á ver á Margarita?
– ¡Oh! ¡basta! ¡basta!.. os he referido lo antecedente para que comprendáis que mi nombramiento de confesor del rey me causó pena; yo estaba acostumbrado á una vida obscura y silenciosa en el fondo de mi celda; á la contemplación de las cosas divinas, que levantaba mi espíritu de las miserias humanas dándole la paz de los cielos; yo no podía ver sin dolor, que se pretendía arrojarme á un mundo nuevo para mí, y más peligroso cuanto más grande, cuanto más elevado era ese mundo; yo no podía pensar sin estremecerme, en que se me quería confiar la conciencia de un rey, hacerme partícipe de su inmensa responsabilidad ante Dios… y me negué.
– ¡Os negásteis!
– Sí por cierto; pero de nada me sirvió mi negativa. Una nueva orden del rey me mandó presentarme en la corte, y me fué preciso obedecer.
– Pero no comprendo cómo, aislado, obscurecido…
– Cabalmente se quería un fraile obscuro, de pocos alcances, devoto, que estuviese en armonía con la pequeñez, con la devoción exagerada del rey. Don Baltasar de Zúñiga me había conocido por casualidad, había hablado de mí á su sobrino el conde de Olivares y éste al duque de Lerma. Creyóse que en toda la cristiandad no había un fraile más á propósito que yo para dirigir la conciencia del rey, y se me trajo, como quien dice, preso á la corte.
Cuando llegué me espanté.
Vi, á la primera ojeada, que se me había traído para ser cómplice de un crimen.
Del crimen de la suplantación de un rey.
Engañado por mi aspecto el duque de Lerma, creyó habérselas con un frailuco, que por casualidad pertenecía á la orden de Predicadores… creyó que yo sería en sus manos un instrumento ciego… hoy acaso le pesa… hoy tal vez piensa en desasirse de mí á cualquier precio… pero esto importa poco… ellos no habían comprendido cuánta firmeza ha dado el sufrimiento á mi alma; ellos no creían que había en mí tal fuerza de voluntad; al conocerme… porque la debilidad del rey me ha descubierto ante ellos… han probado todos los medios: la ambición… los honores… me han encontrado humilde siempre: han venido á mí con una mitra en la mano, y yo la he rechazado; me han enviado á mi celda ricos dones, y los dones se han ido por donde habían venido: han tentado con todas las tentaciones al frailuco, y el frailuco las ha resistido como San Antonio resistió las del diablo en el yermo. ¿Y sabéis por qué, cansado de esta lucha sorda, no he ido á buscar la obscuridad de mi antigua celda? Porque he contraído el deber de guardar, de proteger una vida preciosa. La vida de la reina.
– ¡La vida de la reina!
– Pero don Rodrigo Calderón, está herido ó muerto… sí herido, ganaremos tiempo… si muerto, nos hemos salvado.
– Pero creéis…
– Don Rodrigo es capaz de todo…
– ¡Regicida!
– ¿Pues no dicen que ha dado hechizos al rey? – replicó el confesor del rey.
– Os he oído decir mil veces que eso de los hechizos es una superstición.
– Lo he dicho y lo repito; pero no he dicho nunca que don Rodrigo Calderón, á pesar de su buen, su demasiado ingenio, no sea supersticioso. Quien se ha atrevido á dar al rey cosas que han alterado su salud, será capaz de envenenar á la reina.
– ¡Pero si don Rodrigo Calderón no pasa de ser el humilde secretario del duque de Lerma!..
– Don Rodrigo lo es todo. Sólo tiene un rival… rival que con el tiempo le matará, si don Rodrigo no le mata antes á él.
– ¿Y quién es ese rival?
– Don Gaspar de Guzmán, conde de Olivares, caballerizo mayor del rey y sobrino de don Baltasar de Zúñiga, ayo del príncipe don Felipe.
– ¡Bah! ¡bah! creo que daremos con todos al traste; con los medios que tenemos…
– Podremos, si nos anticipamos, dar un golpe; pero aunque lo demos, siempre quedará un mal en pie.
– ¿Y qué mal es ese?
– El rey.
– ¡Ah!
– Sí, su debilidad: la facilidad con que se plega al dictamen del más audaz que tiene al lado; á falta de Lerma, y de Calderón, y de Olivares, vendrán otros, y otros, y otros.
– Que no serán malos como ellos.
– ¿Quién sabe? pero vengamos á lo que conviene. Suspendamos por ahora nuestros trabajos…
– ¡Ahora que nos dan un respiro, Dios ó el diablo!
– No seáis impío, señor Alonso; no sucede nada que no proceda de Dios. Por ahora, dejémoslos á ellos solos. Lerma sin don Rodrigo Calderón es hombre al agua. Uceda y Olivares le atacarán. Lerma, entregado á sí mismo, cometerá de seguro algún grave desacierto: dejadlos, dejadlos hacer. Informáos de lo que hay de seguro acerca de don Rodrigo Calderón. No olvidéis de comprar la compañía para ese mancebo, y con lo que hubiere venid á verme mañana. Conque, que Dios os dé muy buenas noches.
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