En fin, combatido por todas partes el Ministro, sintió vacilar su ánimo; comprendió que no estaba lejos el día en que había de perder la gracia del Rey, y temió que entonces se le sujetase á recio castigo. Para evitarlo redobló sus cuidados, poniendo cerca de la persona del Rey, con cargo de sumiller de corps, á su hijo el duque de Uceda, joven de escaso mérito, más ducho ya en las intrigas y algo en negocios, y dotado de algunas prendas de cortesano. Y habiendo ascendido al capelo el maestro Javierre, confesor ahora del Rey, puso en tal lugar al Padre Luis de Aliaga, que era confesor suyo, hombre al parecer de humildes intentos, pero en verdad muy codicioso y soberbio. No tardó de esta manera en haber tres favoritos á quien contentar en la Corte y á quien dar mercedes, pues todos las admitían sin empacho del Rey y de los particulares. Hubo muy luego quien prefiriese comprar por su dinero el favor de Uceda y del Padre Aliaga, á gastarlo en favor y amparo del de Lerma, como antes se solía, tal hemos visto que hizo el duque de Osuna.
No se descuidaba tampoco D. Rodrigo Calderón por su parte, que era acaso el que tenía más talento de todos, y así la confusión de los negocios y la inmoralidad de los gobernantes iban llegando al último punto. Mas estando la influencia en tantas manos no podían menos de originarse discordias, y con efecto se originaron muy pronto. El mozo Uceda comenzó á disputarle á su padre la gracia del Rey, ayudado al principio del confesor, que, como suele suceder en ánimos viles, cobró al viejo Duque desde luego tanto odio como obligaciones le debía, tomando el beneficio por ofensa de su vanidad, y la gratitud antigua por desmerecimiento de su actual grandeza. La lucha entre el padre y el hijo fué larga, y de ejemplo tan miserable, como penosa memoria. Pronto se vió estallar otra entre Uceda y el confesor, que no quería compañero en la privanza, mas concertáronse al fin viendo que separados no podían derribar al de Lerma. Éste en tanto procuraba tenazmente defenderse. Puso en la cámara del Rey á su sobrino el conde de Lemus y á D. Francisco de Borja, también deudo suyo, para que combatiesen á su hijo y lo sostuviesen á él en el mando. Pero ni uno ni otro supieron contrapesar el influjo de Uceda y de Aliaga. Era el duque de Lerena ayo del príncipe de Asturias D. Felipe, y aun siendo niño como era, propusiéronse Lemus y Borja darle en él un apoyo que lo sostuviese, moviéndole con continuas alabanzas á amarlo, al paso que desacreditaban al de Uceda. Súpolo éste, y entre él y su confidente Aliaga lograron que D. Francisco de Borja fuese honrosamente desterrado, dándole el virreinato de Aragón. Entonces el de Lemus, dotado de no vulgar espíritu, fué á ver al Rey para rogarle que de desterrar á Borja no le dejase á él en la corte: «idos adonde quisiéreis» – le contestó Felipe – , y el Conde se retiró al punto á sus haciendas, después de haber hecho los más generosos esfuerzos por salvar á su tío el duque de Lerma, y con el dolor de que éste, lejos de agradecérselo, llegase en los últimos días á dudar de su lealtad.
En tanto, en la opinión pública se mostraba de día en día mayor el odio y mayor el esfuerzo para derribar el poder del viejo Duque, achacándole todo lo que hacían entre muchos. Doblaban sus enemigos los esfuerzos, multiplicaban las trazas y los expedientes y las intrigas, y aunque á todo respondía el de Lerma, valiéndose de la maña y artificios de Calderón, no dejaban de llevarle ventaja, porque con su largo gobierno traía ya gastados todos los resortes de su poder y prestigio personal. Sosteníale, sin embargo, en su puesto el cariño del Rey, que no se había disminuído en lo más pequeño, y por lo mismo fué preciso que sus adversarios inventasen algo para neutralizar tal influjo. Halló el Padre Aliaga el remedio, que fué ya de por sí, ya por medio de frailes de su confianza, el dejar entender al Rey en pláticas y confesiones, que llamándole Dios á la gobernación del reino, era gran pecado dejarla en manos de otro. Tal idea, imbuída en el ánimo devoto del Rey, se mantuvo en él hasta su muerte, causándole vivísimos y extraños remordimientos. Conoció el duque de Lerma que no podía resistir ya mucho tiempo, y para procurarse un seguro en todo trance, pidió y obtuvo de Roma el capelo de Cardenal. Verdad es que siempre manifestó alguna inclinación en todos sus pesares á entrar en la vida religiosa, apartándose de las pompas del mundo. Mas puesto en la pendiente, el capelo mismo apresuró su caída, porque el Rey, con el respeto que su dignidad le inspiraba, no se acomodaba á tratar con él de los negocios ni á ordenarle cosa alguna.
Á tal punto las cosas, hicieron un gran empuje sus enemigos, y lograron por fin ponerle en tierra. Hallándose la Corte en El Escorial, le dió el Rey en propia mano (1617) un papel donde le mandaba que se fuese á Valladolid. Imploró entonces bajamente la piedad de sus enemigos y señaladamente la de un cierto Padre Florencia á quien veneraba el Rey mucho; mas no logró con sus bajezas sino menosprecio. Tuvo que partir, aunque no sin consuelo, porque en el camino recibió todavía señaladas muestras de la benevolencia del Soberano, que no había quitado de él ni un punto del amor que le profesaba. Sin ser perverso el de Lerma, será siempre uno de los ministros que con más razón censure la Historia. Su defecto capital fué la codicia; pero ella dió ocasión á que incurriese en faltas de todo género. Pocos defectos hay tan grandes ni tan viles en los ministros como la codicia y la falta de pureza en el manejo de la hacienda pública. Y el duque de Lerma, sobre ser tan señalado en esto, alcanzó el privilegio triste de ser el primero que abriese en el Gobierno tal camino, por desdicha seguido luego de tantos.
Siguiéronse á su caída míseros espectáculos de esos que tan comunes suelen ser en los Gobiernos absolutos como el de España lo era. Los vencedores saciaron la ira contra sus favorecidos y los pocos amigos que le habían quedado. De ellos fué D. Rodrigo Calderón, marqués de Siete-Iglesias, privado del privado; á este pusieron en prisiones y comenzaron á formarle un proceso, que tuvo lastimoso fin en el reinado siguiente. Hombre fué el D. Rodrigo de singular historia, y á quien es imposible olvidar, tratando de los sucesos de esta época. En todos tuvo muy gran parte, y en algunos de ellos la principal, puesto que desde el tiempo en que logró el favor del duque de Lerma no se apartó de su lado, dirigiendo ó encaminando todos sus negocios. Pueden atribuirse á D. Rodrigo muchos hechos que corren á cargo del duque de Lerma. En codicia y ambición no era menor, y superábale sin duda en orgullo. Señalóse también en no reparar tanto como su favorecedor en derramar sangre, si por acaso le convenía. Ordenó dar garrote sin proceso á un alguacil llamado Ávila ó Avililla, y á un tal Francisco de Juara, porque no revelase secretos suyos lo mandó asesinar, cosas ambas que alborotaron á la Corte. Llegó á despachar con el Rey, y parecía más privado que el mismo duque de Lerma. La reina Margarita vino á aborrecerle mortalmente por desafueros, de donde emanó sin duda la acusación de que por él había sido envenenada cuando murió de sobreparto, que fué tan anteriormente á su caída. La Corte toda le detestaba; no tenía otro sostén ni apoyo sino el duque de Lerma. Y, sin embargo, era tal, que comenzó á desacreditarlo por celos de que se entregaba todo á un cierto criado suyo, por nombre García Pareja, que á la verdad tuvo por entonces sobrado influjo en los negocios públicos. Celos de favorito para los cuales tampoco tenía razón alguna. Cuéntase que la primera vez que el Duque Cardenal miró airado contra sí el semblante del Rey, fué por excusar á D. Rodrigo; y era tanto el generoso afecto que le tenía, que no lo desamparó por eso un momento. Cuando cayó él fué cuando D. Rodrigo no pudo sostenerse más y vino al suelo, comenzando entonces á correr sus desventuras.
No alteraron tales catástrofes la política de España, ni se mejoraron por eso las rentas, ni hallaron algún remedio los males públicos, cosas, si esperadas del vulgo, con razón calificadas de imposibles. Ya que no tuviese Lerma sucesor en el cariño del Monarca, los tuvo más ó menos ostensibles en el Gobierno, ni mejores por cierto, ni más hábiles que él. Ni el duque de Uceda, ni D. Baltasar de Zúñiga, ayo ahora del Príncipe, ni su confesor y los demás clérigos y devotos que le rodeaban, supieron obtener ó aconsejar mejores cosas. Consultóse (1619) al Consejo de Castilla y á varias personas graves, principalmente eclesiásticas, sobre el remedio de los males de la Monarquía; pero en sus dictámenes no se halló cosa de provecho, si no fué la idea de reducir el número de los