Algo pudiera, por tanto, aprovecharse en tanta gente y tan diversa, conservando en el reino á los que lo mereciesen, y expulsando con efecto á los más indóciles y aun á los sospechosos de sedición, siendo cierto que contendría á los que se quedasen el castigo de los que se iban. Lo principal era apartarlos de las costas y meterlos en el interior de España; y eso bien pudo hacerse con muchos, sin peligro alguno ni dificultad muy grande, que yermos y tierras baldías que poblar no faltaban ciertamente en nuestro suelo. Pero no se pensó en otra cosa que en echarlos y en tomar sus despojos. Ni aun esto se logró como se quería; antes bien, fueron ellos quien nos empobrecieron: unos, llevándose, como los judíos, grandes letras de cambio; otros, que, aprovechándose del permiso que se les dió de exportar oro y plata, dejando la mitad para las arcas reales, pusieron en circulación inmensa cantidad de moneda falsa y de falsas alhajas, y se llevaron consigo el oro y plata de buena ley. No alcanzaron tampoco los moriscos el fruto de este último engaño, por la ocasión disculpable. Muchos de los barcos que habían de transportarlos, mal preparados y dispuestos y por demás cargados, naufragaron, haciendo presa el mar de millares de cadáveres. En muchos, no los naufragios, sino la crueldad y mala fe de los pilotos y marineros causaron igual suerte, porque, deseosos de soltar pronto la carga para tener tiempo de volver por otra, echaron al mar á los moriscos que llevaban. Y aun no paraba aquí su desdicha, sino que, al llegar luego á los puertos donde los dejaban, eran asesinados y saqueados, por lo común, sin piedad alguna. En África mismo, viéndolos los moros ignorantes de su lengua y de sus historias y devociones, y tan distintos en usos, maneras é industrias, no quisieron ya reconocerlos por hermanos, y robaron y despedazaron á la mayor parte.
Es imposible recordar los pormenores de aquella catástrofe sin sentir el corazón oprimido y sin lamentar la suerte de tantos infelices hijos de España, criados al fin á nuestro sol y alimentados en nuestros campos. Pocos libraron su vida, menos aun las riquezas que poseyeron. Y no fueron ellos solos los perjudicados, sino que de nuestra parte fué no menor el daño y ruina. Las ricas y populosas costas de Valencia y Granada quedaron entonces miserablemente perdidas; olvidóse casi la industria, que solamente los moros ejercían; abandonáronse los campos que ellos solos sabían cultivar; centenares de pueblos desiertos, millares de casas derruídas, quedaron por señal de su partida. Calcúlase de diversas maneras el número de los moros expulsados; pero pocos lo bajan de un millón de personas de toda edad y sexo. Hecho verdaderamente grande y admirable, á no ser tan infeliz para España.
No se sació con echar á los moriscos del reino la saña de los Ministros de Felipe III. Pareció por un momento que se iba á resucitar la antigua política de España, extendiendo nuestro poderío por las tierras infieles, cosa que ofrecía más facilidad y menos gastos que las empresas de Italia y de Flandes, y podía ser de mucho más provecho á la Monarquía. Harto mejor campo era este para esgrimir las armas en defensa de la religión y en contra de los enemigos de la fe. Y si, en efecto, España hubiese consagrado todas sus fuerzas al África, todavía los males de la expulsión de los moriscos no hubieran sido tan grandes, aunque siempre hubieran sido de mal ejemplo y precedente aquellas muestras de demasiado rigor para que los africanos se rindiesen á los nuestros sin grande esfuerzo. Pero todo paró en la toma de Larache, por astucia, en la de la Mamora, y en algunos arrebatos y empresas marítimas.
Ya en 1602 Carlos Doria había llevado una armada delante de Argel, que acaso se hubiera apoderado de aquella plaza indefensa entonces, á no ser deshecha por las tempestades, tan enemigas de España. Al ver lo frecuente que eran tales desgracias en nuestra marina por aquellos tiempos, sospéchase con fundamento que los bajeles españoles, aunque mandados por hábiles y experimentados Generales y llenos de gente valerosa, no estaban bien aparejados ni tripulados con buena marinería, dado que las armadas inglesas y holandesas corrían en tanto los mares con mucha mejor fortuna.
Encamináronse ahora, dejado lo de Argel, los intentos del Gobierno español contra Larache. Era aquel puerto madriguera y abrigo de corsarios berberiscos y saletinos, y de piratas holandeses, franceses é ingleses, que desde allí tenían en continuo desasosiego nuestras costas. Propuesto el apoderarse de la plaza, se aprovechó la ocasión de los tratos que había movido de proprio motu con nuestra Corte Muley Xeque, Rey de Fez, que era quien la poseía, el cual estando en guerra bravísima y larga con Muley Cidan, que gobernaba en Marruecos, deseaba tener propicio al Rey de España, para hallar refugio en cualquier desmán en sus Estados. Un cierto Juanetín Mortara, genovés avecindado en África, fué el mensajero que escogió el moro para pedir el seguro, el cual, ganado por nuestra Corte, trabajó con mucha astucia y acierto, y con exposición notable de su persona en que el marroquí nos cediese á Larache. Logróse después de muchas dificultades (1610), y de muchas idas y venidas de nuestra armada á aquellas costas y un año de negociaciones; pero no fué sin gastos, porque entre otros, hubo que darle á Muley Xeque doscientos mil ducados en dinero y seis mil arcabuces. Manía singular aquella de comprar aún lo que podía adquirirse por armas, porque á la verdad era España en ellas todavía más rica y poderosa que no abundante en dineros.
Más acierto hubo en la toma de la Mamora, donde, perdida Larache, habían trasladado los piratas moros y cristianos su madriguera. Rindióla D. Luis Fajardo, que salió de Cádiz (1614) para el caso con una armada de noventa velas, cogiéndola al desprovisto y casi sin defensa; y el Gobernador que allí quedó, Cristóbal de Lechuga, supo conservar la plaza de modo que, aunque bien la acometieron los moros los años adelante, no pudieron recobrarla.
No menos afortunado por mar que D. Luis Fajardo, se presentó el marqués de Santa Cruz con su armada destinada á cruzar en las costas de Nápoles delante de la Goleta de Túnez, quemó once naves que allí había al abrigo de la fortaleza; y desembarcando luego en la isla de Querquenes la saqueó, trayéndose mucho botín y número grande de cautivos, aunque no sin pérdida, porque los moros obstinadamente defendieron sus puestos. Y el duque de Osuna, Virrey á la sazón de Sicilia, donde comenzaba ya á echar los cimientos de su fama, aprestó una armada en aquellos puertos, la cual, viniendo á las costas berberiscas, echó gente á tierra en el lugar de Circeli, y á pesar de la valiente defensa de los turcos que lo defendían, lo entró á fuego y sangre, con muerte de más de doscientos de ellos y poca pérdida de su parte.
Alentado Osuna con la gloria y provecho de este triunfo, juntó mayor armada al mando de D. Octavio de Aragón, marino muy ejercitado. Navegó este General á los mares de Levante; y encontrándose con diez galeras de turcos algo separadas de una grande armada que tenían ya á punto aquellos infieles, las combatió, y después de un recio combate tomó seis sin que el grueso de las naves contrarias acudiera á estorbárselo, con lo cual y otras presas que hizo se volvió á Palermo, rico y glorioso. No tardó Osuna en ordenar otra vez á don