Los diarios hablaron mucho de la boda, repitiendo, con ligeras variantes, las mismas frases del marqués de Tarfe: «El arte uniéndose con la nobleza.» Renovales, apenas se efectuase su casamiento, deseaba partir con Josefina para Roma. Tenia hechos allá todos los preparativos para la nueva vida, invirtiendo en ellos los miles de pesetas que le había dado el Estado por su cuadro y el producto de varios retratos para el Senado, hechos por encargo del que iba á ser su ilustre pariente.
Un amigo de Roma (el famoso Cotoner), le había alquilado una habitación en la vía Margutta, amueblándola con arreglo á sus indicaciones de artista. Doña Emilia se quedaba en Madrid con uno de sus hijos que pasaba á prestar servicio en el ministerio de Estado. Á los novios les estorba todo, hasta la madre. Y doña Emilia se limpiaba una lágrima invisible con la punta del guante. Además, no le gustaba volver á los países donde había sido alguien: prefería quedarse en Madrid: aquí al menos la conocían.
La boda fué un acontecimiento. No faltó ningún individuo de la inmensa familia: todos temieron los requerimientos pegajosos de la ilustre viuda, que llevaba la lista de los parientes hasta el sexto grado.
El señor Antón llegó dos días antes, vestido de nuevo, con calzón corto y ancho sombrero de felpa, mirando azorado á aquellas gentes que le contemplaban sonriendo, como un tipo original. Cabizbajo y tembloroso en presencia de las dos mujeres, llamaba á su nuera «señorita», con respeto de campesino.
– No, papá; llámeme usted hija. Hábleme de tú.
Pero á pesar de la sencillez de Josefina y del tierno agradecimiento que sentía él, viéndola mirar á su hijo con amorosa expresión, no osaba permitirse el tuteo y hacía los mayores esfuerzos para evitar ese peligro, hablándola siempre en tercera persona.
Doña Emilia, con sus lentes de oro y su majestuosa altivez, aun le causaba mayor emoción. Llamábala siempre «señora marquesa», pues en su sencillez no podía admitir que aquella señora no fuese marquesa cuando menos. La viuda, un tanto desarmada por el homenaje de aquel hombre, reconocía que era un palurdo de cierto talento natural, lo que le hacía tolerar la nota ridícula de su calzón corto.
En la capilla del palacio del marqués de Tarfe, después de mirar con azoramiento desde la puerta todo aquel señorío que se reunía para la boda de su hijo, el viejo rompió á llorar.
– ¡Ya puedo morirme, rediez! ¡Ya puedo morirme!
Y repetía su triste deseo, sin fijarse en las risas de los criados, como si la felicidad, después de una vida de trabajo, fuese en él precursora inevitable de la muerte.
Los novios emprendieron su viaje el mismo día. El señor Antón besó en la frente por primera vez á su nuera, mojándola de lágrimas, y regresó al pueblo, repitiendo su deseo de morir, como si no le quedase en el mundo nada que esperar.
Renovales y su mujer llegaron á Roma después de varios altos en el camino. Su corta estancia en varias ciudades de la Costa Azul, los días pasados en Pisa y Florencia, con ser dulces y guardar el recuerdo de las primeras intimidades, les parecieron de una insoportable vulgaridad al verse en su casita de Roma. Allí comenzaba su verdadera luna de miel, en el hogar propio, aislados de toda indiscreción, lejos de la promiscuidad de los hoteles.
Josefina, habituada á una existencia de ocultas privaciones, á la miseria de aquel tercer piso, en el que vivían como acampadas ella y su madre, guardando todas las ostentaciones para la calle, admiró la coquetona gracia, la elegante pequeñez de aquella habitación de la vía Margutta. El amigo de Mariano encargado del arreglo de la casa, un tal Pepe Cotoner, pintor que apenas cogía los pinceles y dedicaba todos sus entusiasmos artísticos á la admiración de Renovales, había hecho bien las cosas.
Josefina palmoteó con alegría infantil al ver el cuarto de dormir, admirando sus muebles venecianos suntuosos, con maravillosas incrustaciones de nácar y ébano; un lujo de príncipe que el pintor acabaría de pagar á plazos.
¡Ah! ¡La primera noche de su estancia en Roma! ¡Cómo la recordaba Mariano!.. Josefina, tendida en su cama monumental de Dogaresa, estremecíase con la voluptuosidad del descanso, estirando sus miembros antes de ocultarlos bajo las finas sábanas, mostrándose con el abandono de la hembra que ya no tiene secretos que guardar. Sus pies, menudos y carnosos, movían los dedos de carmín como si llamasen á Renovales.
Éste, de pie junto al lecho, contemplábala grave, con las cejas fruncidas, dominado por un deseo que dudaba en formular. Quería verla, admirarla: aún no la conocía, después de aquellas noches pasadas en los hoteles, oyendo voces extrañas al otro lado de los tabiques.
No era un capricho amoroso, era un deseo de pintor, una exigencia de artista. Sus ojos sentían hambre de su belleza.
Ella resistíase, con el rostro coloreado de rubor, un tanto indignada por esta exigencia, que la hería en sus preocupaciones más íntimas.
– No seas loco, Marianito. Acuéstate; no digas tonterías.
Pero él, cada vez más aferrado á su deseo, insistía tenazmente. Debía despreciar sus escrúpulos de burguesa; el arte se reía de tales pudores; la belleza humana era para mostrarse en su radiante majestad, no para vivir oculta, despreciada y maldita.
Él no quería pintarla; no se atrevía á pedir tanto; pero verla sí, verla y admirarla, sin deseos groseros, con religiosa adoración.
Y sus manazas, contenidas por el miedo á hacerla daño, tiraban suavemente de los débiles brazos que se cruzaban sobre el pecho, intentando oponerse á estos avances. Ella reía: «Loco extravagante; que me haces cosquillas… que me haces daño.» Pero poco á poco, vencida por la tenacidad, satisfecho su orgullo femenil de esta adoración de su cuerpo, acabó por entregarse, por dejarse manejar como una niña, con suaves quejidos, como si la impusieran un tormento, sin oponer ya resistencia.
El cuerpo, libre de velos, mostró su blancura nacarada. Josefina cerró los ojos como si quisiera huir de la vergüenza de su desnudez. Sobre la nítida sábana destacábanse, ligeramente sonrosadas, las armoniosas redondeces, embriagando los ojos del artista.
La cara de Josefina no era gran cosa: ¡pero el cuerpo!.. ¡Si él, venciendo sus escrúpulos, pudiese pintarlo algún día!..
Con los ojos siempre cerrados, como si la fatigase esta muda exhibición, la mujercita dobló los brazos, colocándolos bajo su cabeza, y arqueó el torso, elevando las blancas amenidades que hinchaban su pecho.
Renovales se arrodilló junto á la cama en un transporte de admiración, con toda la vehemencia de su entusiasmo, besando aquella carne sin que la suya se estremeciese.
– Te adoro, Josefina. Eres hermosa como Venus. No: Venus, no. Es fría y reposada como una diosa, y tú eres una mujer. Pareces… ¿qué es lo que pareces?.. Sí; te veo igual. Eres la majita de Goya, con su gracia delicada, con su seductora pequeñez… ¡Eres la maja desnuda!
III
La vida de Renovales fué otra. Enamorado de su mujer, temiendo que ésta notase alguna falta en su bienestar y pensando con cierta inquietud en aquella viuda de Torrealta, que podía quejarse de que la hija del «ilustre diplomático, de imperecedero recuerdo», no era feliz, por haber descendido á unirse con un pintor, trabajaba tenazmente para mantener con el pincel las comodidades de que había rodeado á Josefina.
Él, que tanto había despreciado el arte industrial, la pintura por dinero á que se entregaban sus camaradas, imitó á éstos, pero con la vehemencia que ponía en todas sus empresas. En ciertos estudios levantó gritos de protesta este competidor incansable que abarataba escandalosamente los precios. Había vendido su pincel, por un año, á uno de aquellos mercaderes judíos