Obras escogidas. Bécquer Gustavo Adolfo. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Bécquer Gustavo Adolfo
Издательство: Public Domain
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Жанр произведения: Зарубежная классика
Год издания: 0
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desde donde contempló un momento la negra silueta de la ciudad, que se destacaba sobre el fondo de algunas nubes blanquecinas y ligeras arrolladas en el horizonte, se internó en las desiertas ruinas de los Templarios.

      La media noche tocaba á su punto. La luna, que se había ido remontando lentamente, estaba ya en lo más alto del cielo, cuando al entrar en una oscura alameda que conducía desde el derruído claustro á la margen del Duero, Manrique exhaló un grito leve, ahogado, mezcla extraña de sorpresa, de temor y de júbilo.

      En el fondo de la sombría alameda había visto agitarse una cosa blanca, que flotó un momento y desapareció en la oscuridad. La orla del traje de una mujer, de una mujer que había cruzado el sendero y se ocultaba entre el follaje, en el mismo instante en que el loco soñador de quimeras ó imposibles penetraba en los jardines.

      – ¡Una mujer desconocida!.. ¡En este sitio!.. ¡A estas horas! Esa, esa es la mujer que yo busco – exclamó Manrique; y se lanzó en su seguimiento, rápido como una saeta.

III

      Llegó al punto en que había visto perderse entre la espesura de las ramas á la mujer misteriosa. Había desaparecido. ¿Por dónde? Allá lejos, muy lejos, creyó divisar por entre los cruzados troncos de los árboles como una claridad ó una forma blanca que se movía.

      – ¡Es ella, es ella, que lleva alas en los pies y huye como una sombra! – dijo, y se precipitó en su busca, separando con las manos las redes de hiedra que se extendían como un tapiz de unos en otros álamos. Llegó rompiendo por entre la maleza y las plantas parásitas hasta una especie de rellano que iluminaba la claridad del cielo… ¡Nadie! – ¡Ah! por aquí, por aquí va – exclamó entonces. – Oigo sus pisadas sobre las hojas secas, y el crujido de su traje que arrastra por el suelo y roza en los arbustos; – y corría, y corría como un loco de aquí para allá, y no la veía. – Pero siguen sonando sus pisadas – murmuró otra vez; – creo que ha hablado; no hay duda, ha hablado… El viento que suspira entre las ramas; las hojas, que parece que rezan en voz baja, me han impedido oir lo que ha dicho; pero no hay duda, va por ahí, ha hablado… ha hablado… ¿En qué idioma? No sé, pero es una lengua extranjera… Y tornó á correr en su seguimiento, unas veces creyendo verla, otras pensando oirla; ya notando que las ramas, por entre las cuales había desaparecido, se movían; ya imaginando distinguir en la arena la huella de sus breves pies; luego, firmemente persuadido de que un perfume especial que aspiraba á intervalos era un aroma perteneciente á aquella mujer que se burlaba de él, complaciéndose en huirle por entre aquellas intrincadas malezas. ¡Afán inútil!

      Vagó algunas horas de un lado á otro fuera de sí, ya parándose para escuchar, ya deslizándose con las mayores precauciones sobre la hierba, ya en una carrera frenética y desesperada.

      Avanzando, avanzando por entre los inmensos jardines que bordaban la margen del río, llegó al fin al pie de las rocas sobre que se eleva la ermita de San Saturio. – Tal vez, desde esta altura podré orientarme para seguir mis pesquisas á través de ese confuso laberinto – exclamó trepando de peña en peña con la ayuda de su daga.

      Llegó á la cima, desde la que se descubre la ciudad en lontananza y una gran parte del Duero que se retuerce á sus pies, arrastrando una corriente impetuosa y oscura por entre las corvas márgenes que lo encarcelan.

      Manrique, una vez en lo alto de las rocas, tendió la vista á su alrededor; pero al tenderla y fijarla al cabo en un punto, no pudo contener una blasfemia.

      La luz de la luna rielaba chispeando en la estela que dejaba en pos de sí una barca que se dirigía á todo remo á la orilla opuesta.

      En aquella barca había creído distinguir una forma blanca y esbelta, una mujer sin duda, la mujer que había visto en los Templarios, la mujer de sus sueños, la realización de sus más locas esperanzas. Se descolgó de las peñas con la agilidad de un gamo, arrojó al suelo la gorra, cuya redonda y larga pluma podía embarazarle para correr, y desnudándose del ancho capotillo de terciopelo, partió como una exhalación hacia el puente.

      Pensaba atravesarlo y llegar á la ciudad antes que la barca tocase en la otra orilla. ¡Locura! Cuando Manrique llegó jadeante y cubierto de sudor á la entrada, ya los que habían atravesado el Duero por la parte de San Saturio, entraban en Soria por una de las puertas del muro, que en aquel tiempo llegaba hasta la margen del río, en cuyas aguas se retrataban sus pardas almenas.

IV

      Aunque desvanecida su esperanza de alcanzar á los que habían entrado por el postigo de San Saturio, no por eso nuestro héroe perdió la de saber la casa que en la ciudad podía albergarlos. Fija en su mente esta idea, penetró en la población, y dirigiéndose hacia el barrio de San Juan, comenzó á vagar por sus calles á la ventura.

      Las calles de Soria eran entonces, y lo son todavía, estrechas, oscuras y tortuosas, un silencio profundo reinaba en ellas, silencio que sólo interrumpían, ora el lejano ladrido de un perro, ora el rumor de una puerta al cerrarse, ora el relincho de un corcel que piafando hacía sonar la cadena que le sujetaba al pesebre en las subterráneas caballerizas.

      Manrique, con el oído atento á estos rumores de la noche, que unas veces le parecían los pasos de alguna persona que había doblado ya la última esquina de un callejón desierto, otras, voces confusas de gentes que hablaban á sus espaldas y que á cada momento esperaba ver á su lado, anduvo algunas horas corriendo al azar de un sitio á otro.

      Por último, se detuvo al pie de un caserón de piedra, oscuro y antiquísimo, al detenerse brillaron sus ojos con una indescriptible expresión de alegría. En una de las altas ventanas ojivales de aquel que pudiéramos llamar palacio, se veía un rayo de luz templada y suave, que pasando á través de unas ligeras colgaduras de seda color de rosa, se reflejaba en el negruzco y grieteado paredón de la casa de enfrente.

      – No cabe duda; aquí vive mi desconocida – murmuró el joven en voz baja y sin apartar un punto sus ojos de la ventana gótica; – aquí vive. Ella entró por el postigo de San Saturio… por el postigo de San Saturio se viene á este barrio… en este barrio hay una casa, donde pasada la media noche aún hay gente en vela… ¿en vela? ¿Quién sino ella, que vuelve de sus nocturnas excursiones, puede estarlo á estas horas?.. No hay más; esta es su casa.

      En esta firme persuasión, y revolviendo en su cabeza las más locas y fantásticas imaginaciones, esperó el alba frente á la ventana gótica, de la que en toda la noche no faltó la luz, ni él separó la vista un momento.

      Cuando llegó el día, las macizas puertas del arco que daba entrada al caserón, y sobre cuya clave se veían esculpidos los blasones de su dueño, giraron pesadamente sobre los goznes, con un chirrido prolongado y agudo. Un escudero apareció en el dintel con un manojo de llaves en la mano, restregándose los ojos, y enseñando al bostezar una caja de dientes capaces de dar envidia á un cocodrilo.

      Verle Manrique y lanzarse á la puerta, todo fué obra de un instante.

      – ¿Quién habita en esta casa? ¿Cómo se llama ella? ¿De dónde es? ¿Á qué ha venido á Soria? ¿Tiene esposo? Responde, responde, animal. – Esta fué la salutación que sacudiéndole el brazo violentamente, dirigió al pobre escudero, el cual después de mirarle un buen espacio de tiempo con ojos espantados y estúpidos, le contestó con voz entrecortada por la sorpresa:

      – En esta casa vive el muy honrado señor D. Alonso de Valdecuellos, montero mayor de nuestro señor el rey, que herido en la guerra contra moros, se encuentra en esta ciudad reponiéndose de sus fatigas.

      – Pero ¿y su hija? – interrumpió el joven impaciente; – ¿y su hija, ó su hermana, ó su esposa, ó lo que sea?

      – No tiene ninguna mujer consigo.

      – ¡No tiene ninguna!.. ¿Pues quién duerme allí en aquel aposento, donde toda la noche he visto arder una luz?

      – ¿Allí? Allí duerme mi señor D. Alonso, que como se halla enfermo, mantiene encendida su lámpara hasta que amanece.

      Un rayo cayendo de improviso á sus pies, no le hubiera causado más asombro que el que le causaron estas palabras.

V

      – Yo la he de