Obras escogidas. Bécquer Gustavo Adolfo. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Bécquer Gustavo Adolfo
Издательство: Public Domain
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Жанр произведения: Зарубежная классика
Год издания: 0
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yo quiero saber si me amas; yo quiero saber si puedo amarte, si eres una mujer…

      – Ó un demonio… ¿Y si lo fuese?

      El joven vaciló un instante; un sudor frío corrió por sus miembros; sus pupilas se dilataron al fijarse con más intensidad en las de aquella mujer, y fascinado por su brillo fosfórico, demente casi, exclamó en un arrebato de amor:

      – Si lo fueses… te amaría… te amaría, como te amo ahora, como es mi destino amarte, hasta más allá de esta vida, si hay algo más allá de ella.

      – Fernando – dijo la hermosa entonces con una voz semejante á una música: – yo te amo más aún que tú me amas; yo que desciendo hasta un mortal, siendo un espíritu puro. No soy una mujer como las que existen en la tierra; soy una mujer digna de ti, que eres superior á los demás hombres. Yo vivo en el fondo de estas aguas; incorpórea como ellas, fugaz y transparente, hablo con sus rumores y ondulo con sus pliegues. Yo no castigo al que osa turbar la fuente donde moro; antes le premio con mi amor, como á un mortal superior á las supersticiones del vulgo, como á un amante capaz de comprender mi cariño extraño y misterioso.

      Mientras ella hablaba así, el joven, absorto en la contemplación de su fantástica hermosura, atraído como por una fuerza desconocida, se aproximaba más y más al borde de la roca. La mujer de los ojos verdes prosiguió así:

      – ¿Ves, ves el límpido fondo de ese lago, ves esas plantas de largas y verdes hojas que se agitan en su fondo?.. Ellas nos darán un lecho de esmeraldas y corales… y yo… yo te daré una felicidad sin nombre, esa felicidad que has soñado en tus horas de delirio, y que no puede ofrecerte nadie… Ven, la niebla del lago flota sobre nuestras frentes como un pabellón de lino… las ondas nos llaman con sus voces incomprensibles, el viento empieza entre los álamos sus himnos de amor; ven… ven…

      La noche comenzaba á extender sus sombras, la luna rielaba en la superficie del lago, la niebla se arremolinaba al soplo del aire, y los ojos verdes brillaban en la oscuridad como los fuegos fatuos que corren sobre el haz de las aguas infectas… Ven… ven… estas palabras zumbaban en los oídos de Fernando como un conjuro. Ven… y la mujer misteriosa le llamaba al borde del abismo, donde estaba suspendida, y parecía ofrecerle un beso… un beso…

      Fernando dió un paso hacia ella… otro… y sintió unos brazos delgados y flexibles que se liaban á su cuello, y una sensación fría en sus labios ardorosos, un beso de nieve… y vaciló… y perdió pie, y cayó al agua con un rumor sordo y lúgubre.

      Las aguas saltaron en chispas de luz, y se cerraron sobre su cuerpo, y sus círculos de plata fueron ensanchándose, ensanchándose hasta expirar en las orillas.

      EL RAYO DE LUNA

      Yo no sé si esto es una historia que parece cuento, ó un cuento que parece historia; lo que puedo decir es que en su fondo hay una verdad, una verdad muy triste, de la que acaso yo seré uno de los últimos en aprovecharme, dadas mis condiciones de imaginación.

      Otro con esta idea, tal vez hubiera hecho un tomo de filosofía lacrimosa; yo he escrito esta leyenda, que á los que nada vean en su fondo, al menos podrá entretenerles un rato.

I

      Era noble, había nacido entre el estruendo de las armas, y el insólito clamor de una trompa de guerra no le hubiera hecho levantar la cabeza un instante ni apartar sus ojos un punto del oscuro pergamino en que leía la última cantiga de un trovador.

      Los que quisieran encontrarle, no lo debían buscar en el anchuroso patio de su castillo, donde los palafreneros domaban los potros, los pajes enseñaban á volar á los halcones, y los soldados se entretenían los días de reposó en afilar el hierro de su lanza contra una piedra.

      – ¿Dónde está Manrique, dónde está vuestro señor? – preguntaba algunas veces su madre.

      – No sabemos – respondían sus servidores: – acaso estará en el claustro del monasterio de la Peña, sentado al borde de una tumba, prestando oído á ver si sorprende alguna palabra de la conversación de los muertos; ó en el puente, mirando correr unas tras otras las olas del río por debajo de sus arcos; ó acurrucado en la quiebra de una roca y entretenido en contar las estrellas del cielo, en seguir una nube con la vista, ó contemplar los fuegos fatuos que cruzan como exhalaciones sobre el haz de las lagunas. En cualquiera parte estará menos en donde esté todo el mundo.

      En efecto, Manrique amaba la soledad, y la amaba de tal modo, que algunas veces hubiera deseado no tener sombra, por que su sombra no le siguiese á todas partes.

      Amaba la soledad, porque en su seno, dando rienda suelta á la imaginación, forjaba un mundo fantástico, habitado por extrañas creaciones, hijas de sus delirios y sus ensueños de poeta; porque Manrique era poeta, tanto, que nunca le habían satisfecho las formas en que pudiera encerrar sus pensamientos, y nunca los había encerrado al escribirlos.

      Creía que entre las rojas ascuas del hogar habitaban espíritus de fuego de mil colores, que corrían como insectos de oro á lo largo de los troncos encendidos, ó danzaban en una luminosa ronda de chispas en la cúspide de las llamas, y se pasaba las horas muertas sentado en un escabel junto á la alta chimenea gótica, inmóvil y con los ojos fijos en la lumbre.

      Creía que en el fondo de las ondas del río, entre los musgos de la fuente y sobre los vapores del lago, vivían unas mujeres misteriosas, hadas, sílfides ú ondinas, que exhalaban lamentos y suspiros, ó cantaban y se reían en el monótono rumor del agua, rumor que oía en silencio intentando traducirlo.

      En las nubes, en el aire, en el fondo de los bosques, en las grietas de las peñas, imaginaba percibir formas ó escuchar sonidos misteriosos, formas de seres sobrenaturales, palabras ininteligibles que no podía comprender.

      ¡Amar! Había nacido para soñar el amor, no para sentirlo. Amaba á todas las mujeres un instante: á ésta porque era rubia, á aquélla porque tenía los labios rojos, á la otra porque se cimbreaba al andar como un junco.

      Algunas veces llegaba su delirio hasta el punto de quedarse una noche entera mirando á la luna, que flotaba en el cielo entre un vapor de plata, ó á las estrellas, que temblaban á lo lejos como los cambiantes de las piedras preciosas. En aquellas largas noches de poético insomnio, exclamaba: – Si es verdad, como el prior de la Peña me ha dicho, que es posible que esos puntos de luz sean mundos; si es verdad que en ese globo de nácar que rueda sobre las nubes habitan gentes, ¡qué mujeres tan hermosas serán las mujeres de esas regiones luminosas, y yo no podré verlas, y yo no podré amarlas!.. ¿Cómo será su hermosura?.. ¿Cómo será su amor?..

      Manrique no estaba aún lo bastante loco para que le siguiesen los muchachos, pero sí lo suficiente para hablar y gesticular á solas, que es por donde se empieza.

II

      Sobre el Duero, que pasaba lamiendo las carcomidas y oscuras piedras de las murallas de Soria, hay un puente que conduce de la ciudad al antiguo convento de los Templarios, cuyas posesiones se extendían á lo largo de la opuesta margen del río.

      En la época á que nos referimos, los caballeros de la Orden habían ya abandonado sus históricas fortalezas; pero aún quedaban en pie los restos de los anchos torreones de sus muros, aún se veían, como en parte se ven hoy, cubiertos de hiedra y campanillas blancas, los macizos arcos de su claustro, las prolongadas galerías ojivales de sus patios de armas, en las que suspiraba el viento con un gemido, agitando las altas hierbas.

      En los huertos y en los jardines, cuyos senderos no hollaban hacía muchos años las plantas de los religiosos, la vegetación, abandonada á sí misma, desplegaba todas sus galas, sin temor de que la mano del hombre la mutilase, creyendo embellecerla. Las plantas trepadoras subían encaramándose por los añosos troncos de los árboles; las sombrías calles de álamos, cuyas copas se tocaban y se confundían entre sí, se habían cubierto de césped; los cardos silvestres y las ortigas brotaban en medio de los enarenados caminos, y en los trozos de fábrica, próximos á desplomarse, el jaramago, flotando al viento como el penacho de una cimera, y las campanillas blancas y azules, balanceándose como en un columpio sobre sus largos y flexibles tallos, pregonaban la victoria de la destrucción y la ruina.

      Era