Vagó un momento por entre sedas vistosas, flores contrahechas y perfumes lascivos, vio pendientes de los muros del templo los cepillos que pedían dinero, leyó en los corazones el ánsia de riquezas, y ante la impureza de las concupiscencias humanas, su alma se anegó en la tristeza infinita que experimenta el sacrificio estéril y olvidado… mientras en todo el ámbito del templo repercutía el sonido de la moneda de oro golpeada contra la bandeja de plata.
Entonces se inclinó hacia el suelo, cogió de un rincón un manojo de cuerdas olvidadas, y esgrimiéndolo a manera de látigo, castigó con justicia y sin piedad.
Nadie le veía, nadie sentía dolor, y sin embargo las cuerdas acardenalaban las carnes, rompían las galas y mostraban desnudos los cuerpos pecadores. Llenose el aire de deseos torpes, de citas culpables, de hedor de riqueza mal ganada, de gemidos de tristes faltos de consuelo, de llanto de pobres olvidados. Viento de pavor heló los corazones. Allí fue el rechinar de dientes y el crujir de huesos de que habla la Escritura.
Hubo un momento de terror indecible, como debió de haberlo en el templo de Jerusalén, y toda aquella profusión de lujo y de poder quedó destruida y condenada, fantásticamente, en silencio, sin voces, sin gritos, sin dolor físico, sin que lo advirtieran los sentidos. No fue la destrucción en la realidad tangible de las cosas, sino en la íntima realidad de las conciencias.
Siguió el órgano lanzando su formidable trompeteo, el incienso ocultando los altares, y continuó la monedita de oro golpeando la bandeja de plata.
Hecho aquel justo estrago, la figura blanca desprendida del vidrio perdió su forma corporal al trasponer la puerta, y trocada en resplandor luminoso, se hizo ingrávida, se alzó de tierra y se borró en el aire.
Aquella noche, en el templo solitario todo estaba en orden, pero en el ventanal gótico faltaba la figura blanca, y por el hueco de contorno humano que formaban los plomos sin vidrios, se veía en el cielo el parpadear misterioso de los astros.
En el pensamiento y la memoria de las gentes quedó clara y viva la impresión del milagro. ¿Fue antojo de imaginaciones turbadas? ¿Fue realidad?
Alguien dijo que le había visto en la calle socorrer a un pobre, mirar con piedad a una mujer perdida, y acariciar a un niño… Pero nadie sabía quién era. Todos le han olvidado.
LA CUARTA VIRTUD
Estaba el deán tomando chocolate y leyendo entre sorbo y sopa un diario neo católico, cuando entró en su cuarto el ama, diciendo sobresaltada:
– Señor, ahí está Garcerín, y dice que la catedral se viene abajo.
El deán, alma de la diócesis, porque el señor obispo de puro bueno no servía para nada, agitó con la cucharilla el vaso de agua donde se estaba deshaciendo el azucarillo, bebióselo tranquilamente, se limpió los labios con la servilleta, y mientras encendía un cigarro de papel, más grueso que puro, repuso sin alterarse:
– Lo de siempre… ganas de asustar… algo menos será. Dile que pase.
Garcerín, el monaguillo más listo y endiablado de la santa basílica, traía el espanto pintado en la cara.
– ¿Qué hay, buen mozo?
– Señor, que esta vez va de veras.
– Cuenta, cuenta.
– Pues, ahora mismo estaba yo quitando los cabos de los candeleros del Carmen, junto al crucero, cuando sonó por arriba, muy arribota, un ruido como si crujiera una piedra al partirse, y cayeron tres o cuatro pedazos mayores que manzanas. Yo creí que serían, como otras veces, de la mezcla que une los sillares, pero miré a lo alto y vi que no: eran de la piedra blanca de la cornisa, donde hay un adorno que parece una fila de huevos y otra de hojas… de pronto ¡pum! otro pedazo gordo, como su cabeza de usted, y dio en la esquina del altar, y partió el mármol… y eché a correr hacia la sacristía.
– ¿Quién estaba allí?
– El señor arcipreste: le señalé dónde había sido, miró, y dijo: «¡Pronto, a cerrar! ¡que no entre nadie… que no pase nadie por ahí! Es el pilar del lado de la Epístola. Vaya, este es el acabose.» Yo volví a mirar, y ¿se acuerda usted de que los pilares son como unas columnas cuadradas, grandes, muy grandes? Pues por arriba, arriba, se han desapartao las piedras más gordas, y entre dos de ellas queda un hueco que cabe un gato… y de allí está cayendo arena y chinas de cal… Dice el señor arcipreste, que con que pase un carro por fuera se viene abajo media iglesia.
– Tenéis razón: esta vez va de veras. Vamos allá.
El señor deán, profundamente disgustado, se puso el manteo, cogió la teja de reluciente felpa, y salió diciendo como si el chico pudiese comprenderle:
– Entre el ábaco y la cornisa: allí está el mal.
A los pocos momentos entraban en la iglesia. Efectivamente: por uno de esos fenómenos difíciles de razonar a primera vista y frecuentes en toda vieja fábrica arquitectónica, el pilar del lado de la Epístola se había rajado en su tercio superior lo mismo que una caña, sin que el arco que en él se apoyaba sufriese, al parecer, la más ligera desviación: pero bastaba ver en lo alto el hueco de que habló el muchacho para comprender que el hundimiento de la bóveda podía sobrevenir de un momento a otro.
Suspendiose el culto, y aquella misma semana, antes de que comenzaran los trabajos de apuntalamiento, el telégrafo difundió por el mundo la noticia de que se había venido abajo la bóveda del crucero.
El gobierno pidió a las Cortes un crédito extraordinario, se nombró una junta de restauración, y el deán fue el alma de ella, porque en la diócesis nada se podía hacer sin su consejo.
Era el deán relativamente ilustrado, leía mucho, tenía fama de entender en cuadros antiguos, y sabía dar a sus sermones cierto tinte artístico que contrastaba con la austera sequedad de otros oradores sagrados. Por ejemplo: para hacer el retrato de un asceta, lo pintaba como Zurbarán; al describir un martirio, se inspiraba en el San Bartolomé, de Ribera; al hablar de los horrores de la Pasión, traía a cuento los Cristos demacrados y escuálidos de Morales; y cuando quería dar idea de la Ascensión de la Virgen, la presentaba en periodos tan brillantes y poéticos como los fondos luminosos que puso Murillo a sus Concepciones: con todo lo cual y ser académico correspondiente de la de Bellas Artes, (porque en cierta ocasión mandó a Madrid el brocal de un pozo árabe diciendo que era romano) como no había en el cabildo otro que valiera más, pasaba por sabio, y hasta los periódicos liberales le llamaban erudito. Claro está que con tales antecedentes fue el alma de la restauración. Bajo su dominio tuvo el arquitecto que pasar las de Caín, pero al fin y al cabo se levantó el pilar y se rehizo la bóveda.
Concluida la parte arquitectónica de la obra, tratose de decorar lo que debía estar decorado, llamáronse pintores y estatuarios, y previa presentación de bocetos quedaron sustituidos por otros nuevos cuantos santos y santas perecieron en la pasada catástrofe. Mas no todo salió a gusto del deán, y como aún faltaban por decorar las cuatro pechinas formadas por los arcos del crucero, se deshizo de los artistas que hasta entonces trabajaron en la iglesia, y buscó uno capaz, a juicio suyo, de concebir y ejecutar maravillas.
El pintor en quien se fijó era hombre de extraordinario mérito. Llamábase Molina y en él estaban reunidas y ponderadas de tal suerte y en tan justa medida la ilustración, las facultades reflexivas y las condiciones de pintor, que sabía estudiar, convertir el estudio en inspiración, madurar el pensamiento, y luego darle forma, haciendo que en su pintura hubiese idea y que ésta no quedara empequeñecida por mal interpretada. En una palabra, un gran artista que discurría como Miguel Ángel y ejecutaba como Velázquez. Lo que no tenía, por ser español, era dinero; mas a consecuencia de haber enviado obras a exposiciones extranjeras y haber retratado a una embajadora hermosísima, era su nombre conocido en toda Europa. Deseoso de acrecentar su fama, y también de hacer fortuna, estaba precisamente a punto de expatriarse, como tantos otros, cuando le buscó el deán encargándole los bocetos para las cuatro pechinas; trabajo que aceptó gozoso, primero por dejar en su patria muestra de lo que valía; y, segundo, porque necesitaba arbitrar recursos para el viaje.
Diose