– Pues poca duda cabe – repuso el caballero – lunes, uno; martes, dos; miércoles… dos días y medio, que a cuatro cincuenta de jornal… son once pesetas con veinticinco céntimos. – Y se volvió de espaldas.
Sacó el dependiente una esportilla de la caja, contó el dinero, y sin más conversación hizo la entrega. Marchose llorando la muchacha, y aún se oía el ruido de sus pasos cuando el caballero de la camisa limpia dijo severamente:
– No se le olvide a usted apuntar que Gasparón es baja.
IV
Cuando los obreros supieron que a Gasparón se le habían pagado dos días y medio, corrió sobre sus tugurios y agitó sus cabezas viento de tempestad. La iniquidad llamó a la ira.
Reuniéronse los delegados de los grupos, hubo Junta una noche en la trastaberna del Francés, y para completo conocimiento del caso, se citó también al pobre manco.
Gasparón contó su desgracia con la mayor naturalidad, mostró el muñón cicatrizado, lleno de costurones, y luego, mientras duró la reunión, no cesó de molestar a los amigos pidiendo que le desliaran cigarrillos, porque aún no estaba acostumbrado a valerse con una sola mano.
Una lámpara sucia, que apenas daba luz, ardía inútilmente, sin alumbrar el cuarto. Casi no se veían cuerpos, ni figuras, ni rostros. Las voces parecían salir de entre sombras como protestas y amenazas anónimas.
– Llevo cincuenta y dos años de taller – dijo el que habló primero – y sé más que vosotros; porque he corrido muchas fábricas; entré a los doce… Siempre he dicho que lo mejor sería obligarles a mantener a los que ya no pueden trabajar. Si no, ya lo veis; callos en las manos y la tripa vacía.
– Yo, con menos años – dijo otro – tengo más experiencia: lo mejor es ponernos de acuerdo, guardar secreto y estropearles el material, la mano de obra, la herramienta, todo lo que se pueda; perder tiempo, fundir mal, tejer peor. En un año no quedaba fábrica con crédito.
– Ni obrero con pan.
– ¡Las ocho horas! – exclamaron varios al mismo tiempo.
– Buen consuelo, ser perros ocho horas en vez de nueve.
– Aumento de jornal.
– Y en seguida suben ellos la ropa, el pan, la casa… si pudieran… ¡hasta el aire tasaban!
Entonces se oyó una voz que no había sonado aún: una voz que delataba un cuerpo chico y una voluntad monstruo.
– Aquí no hemos venido a discutir sino a vengarnos. ¿Tenéis coraje? ¿Sí o no? Yo sé donde hay tres cartuchos de dinamita, de a dos kilos y medio; uno para el almacén de modelos, que es lo que vale más; otro para casa del amo, por la parte de atrás donde tiene la familia… y el otro se guarda para cuando haga falta. Echamos suertes, y a quien le toque, aquél los pone.
Un silencio prolongado y medroso siguió a la horrible proposición. A unos les asustaba la idea del estrago; a otros el terror del castigo; con la voluntad, casi todos fueron cómplices; ninguno dijo: «Yo me atrevo.»
De pronto se levantó Gasparón, dio dos chupadas al pitillo, y colocándose bajo la débil claridad de la lámpara, para que le leyeran en el rostro lo inquebrantable de la resolución, habló de esta manera:
– Todo eso es inútil, o es infame. ¿Montepío ni pensiones, con dinero de ellos? Estáis soñando. ¿Huelga? ¿Para qué? ¿Para hocicar en cuanto falta el pan en casa, quedar empeñados y volver al trabajo? Lo de los cartuchos, es una salvajada de cobardes; ¡por cuenta mía no se asesina a nadie! Dejad a mi cargo la venganza, que será buena.., y larga.
Unos refunfuñando, y otros de buen grado; por miedo los pusilánimes, y los exaltados porque en los ojos de Gasparón adivinaron algo tremendo y misterioso, todos accedieron a su ruego; y la reunión se disolvió enseguida, semejante a una de esas tormentas que llevan en su seno el rayo y no lo lanzan a la tierra.
V
Al día siguiente Gasparón se puso a pedir limosna al pie de la soberbia casa donde vivía el fabricante. Allí está siempre junto a la verja de remates dorados, cerca de una ventana, tras cuyos cristales caen en amplios pliegues los cortinajes de seda: allí se le ve de sol a sol mostrando el muñón cicatrizado, destacándose el bulto haraposo de su cuerpo sobre la fachada de mármol, y llevando siempre colgado al cuello un cartelillo en que se leen estas palabras: Inutilizado en la fábrica de don Martín Peñalva.
Súplicas, amenazas, ofertas para que se retire, cuanto se ha intentado ha sido en balde. Allí está cuando el rico industrial, nuevo señor del feudalismo moderno, sale a sus placeres y sus agios; cuando su esposa vuelve de rezar, y cuando sus hijas van a saraos y fiestas envueltas en primorosas galas.
Aquel mendigo en la puerta de aquel palacio es una afrenta viva: y es también una tremenda profecía.
La mano con que pide parece que amenaza.
LA BUHARDILLA
I
La casa de los duques de las Vistillas era de las mejores entre las buenas viviendas nobiliarias del antiguo Madrid. No podía compararse con ella la de los Guevaras, ni la de los Peraltas, ni la de los Zapatas, ni aun la de los Salvajes: se parecía a las de Oñate y Miraflores. Sus dueños le decían el palacio… y, sin embargo, no pasaba de ser un caserón destartalado, de grandes salones, tremendos patios y pasillos laberínticos. La fachada era de agramillado y berroqueña del Guadarrama: tenía zócalo de granito con respiraderos de sótano, planta baja con descomunales rejas dadas de negro, principal de anchos huecos con fuertes jambas, recios dinteles y guarda polvos casi monumentales: sobre el balcón del centro, que caía encima del zaguán, ostentaba un enorme escudo nobiliario, ilustre jeroglífico compuesto por cabezas de moros, perros, cadenas, bandas y calderos; todo ello dominado por un soberbio casco de piedra caliza que el tiempo iba enrojeciendo con el chorreo de las lluvias mezclado a la herrumbre del balconaje. El piso segundo, bajo de techo y a manera de ático, tenía ventanas pequeñas, y sobre el entablamento descollaban las buhardillas altas, aisladas, recubiertas de tejas, guarnecidas de verdosas vidrieras, ante las cuales se veían desde lejos las ropas recién lavadas y tendidas que goteaban sobre estrechos cajoncitos, plantados de yerba luisa, albahaca, yerba de gato y claveles.
Eran estas buhardillas habitación de gente pobre que vivía en contacto frecuente con los ricos: así estaban cercanos la necesidad y el remedio, hermoso maridaje que aplaca la envidia de los que no tienen y amansa el egoísmo de los que poseen. Los amos ocupaban en invierno el principal y en verano el bajo: en el segundo estaba la administración, y en las buhardillas, los cocheros, pinches y lacayos, amén de dos o tres familias de sirvientes jubilados y gentes protegidas, entre ellas, Manuela, hija de un ayuda de cámara, hermana de una doncella y viuda de un mozo de comedor que había servido muchos años y murió, dejándola embarazada.
Daban los señores a Manuela, en recuerdo de lo bien que se portó su marido, tres reales diarios y casa; es decir, una de aquellas buhardillas que desde la calle se veían descollar por cima del tejado, entre ropas blancas y macetas verdes.
De la misma edad que Manuela tenían los duques una hija tan graciosa, picaresca y bonita, que parecía un modelo de Goya, y tan buena, que en limosnas y socorros gastaba mucho de lo que sus padres le daban para galas y alfileres.
La casualidad, o la Providencia, que acaso sean hermanas sin saberlo, hizo que la duquesita y Manuela se enamorasen y casaran casi al mismo tiempo, hacía mil ochocientos setenta y tantos. Sin duda el amor, que no distingue de jerarquías ni clases, les rozó simultáneamente con sus alas. Algo así debió de suceder, porque ambas fueron madres con diferencia de unas cuantas horas. Cuando el hijo de la duquesita vertía sus primeras lágrimas entre lienzos de Holanda y ricos encajes, hacía sus primeros pucheros el chiquitín de Manuela envuelto en pañales de bayeta amarilla.
No habían salido a misa de parida, aún guardaban cama, cuando una noche, casi de madrugada, la duquesita mandó llamar a su doncella,