José Débora miró y me dijo:
«Que el palo mayor se caiga por la fogonadura y me parta, si hay por estribor más barco que el San Hermenegildo.
– Pues por sí o por no – dije, – voy a avisarle al oficial que está de cuarto».
No había acabado de decirlo, cuando pataplús… sentimos el musiqueo de toda una andanada que nos soplaron por el costado. En un minuto la tripulación se levantó… cada uno a su puesto… ¡Qué batahola, señora Doña Francisca! Me alegrara de que usted lo hubiera visto para que supiera cómo son estas cosas. Todos jurábamos como demonios y pedíamos a Dios que nos pusiera un cañón en cada dedo para contestar al ataque. Ezguerra subió al alcázar y mandó disparar la andanada de estribor… ¡zapataplús! La andanada de estribor disparó en seguida, y al poco rato nos contestaron… Pero en aquella trapisonda no vimos que con el primer disparo nos habían soplado a bordo unas endiabladas materias comestibles (combustibles quería decir), que cayeron sobre el buque como si estuviera lloviendo fuego. Al ver que ardía nuestro navío, se nos redobló la rabia y cargamos de nuevo la andanada, y otra, y otra. ¡Ah, señora Doña Francisca! ¡Bonito se puso aquello!… Nuestro comandante mandó meter sobre estribor para atacar al abordaje al buque enemigo. Aquí te quiero ver… Yo estaba en mis glorias… En un guiñar del ojo preparamos las hachas y picas para el abordaje… el barco enemigo se nos venía encima, lo cual me encabrilló (me alegró) el alma, porque así nos enredaríamos más pronto… Mete, mete a estribor… ¡qué julepe! Principiaba a amanecer: ya los penoles se besaban; ya estaban dispuestos los grupos, cuando oímos juramentos españoles a bordo del buque enemigo. Entonces nos quedamos todos tiesos de espanto, porque vimos que el barco con que nos batíamos era el mismo San Hermenegildo.
– Eso sí que estuvo bueno – dijo Doña Francisca mostrando algún interés en la narración. – ¿Y cómo fueron tan burros que uno y otro…?
– Diré a usted: no tuvimos tiempo de andar con palabreo. El fuego del Real Carlos se pasó al San Hermenegildo, y entonces… ¡Virgen del Carmen, la que se armó! ¡A las lanchas!, gritaron muchos. El fuego estaba ya ras con ras con la Santa Bárbara, y esta señora no se anda con bromas… Nosotros jurábamos, gritábamos insultando a Dios, a la Virgen y a todos los santos, porque así parece que se desahoga uno cuando está lleno de coraje hasta la escotilla.
– ¡Jesús, María y José!, ¡qué horror! – exclamó mi ama. – ¿Y se salvaron?
– Nos salvamos cuarenta en la falúa y seis o siete en el chinchorro: éstos recogieron al segundo del San Hermenegildo. José Débora se aferró a un pedazo de palo y arribó más muerto que vivo a las playas de Marruecos.
– ¿Y los demás?
– Los demás… la mar es grande y en ella cabe mucha gente. Dos mil hombres apagaron fuegos aquel día, entre ellos nuestro comandante Ezguerra, y Emparán el del otro barco.
– Válgame Dios – dijo Doña Francisca. – Aunque bien empleado les está, por andarse en esos juegos. Si se estuvieran quietecitos en sus casas como Dios manda…
– Pues la causa de este desastre – dijo Don Alonso, que gustaba de interesar a su mujer en tan dramáticos sucesos, – fue la siguiente. Los ingleses, validos de la obscuridad de la noche, dispusieron que el navío Soberbio, el más ligero de los que traían, apagara sus luces y se colocara entre nuestros dos hermosos barcos. Así lo hizo: disparó sus dos andanadas, puso su aparejo en facha con mucha presteza, orzando al mismo tiempo para librarse de la contestación. El Real Carlos y el San Hermenegildo, viéndose atacados inesperadamente, hicieron fuego; pero se estuvieron batiendo el uno contra el otro, hasta que cerca del amanecer y estando a punto de abordarse, se reconocieron y ocurrió lo que tan detalladamente te ha contado Marcial.
– ¡Oh!, ¡y qué bien os la jugaron! – dijo la dama. – Estuvo bueno, aunque eso no es de gente noble.
– Qué ha de ser – añadió Medio-hombre. – Entonces yo no los quería bien; pero dende esa noche… Si están ellos en el Cielo, no quiero ir al Cielo, manque me condene para toda la enternidad…
– ¿Pues y la captura de las cuatro fragatas que venían del Río de la Plata? – dijo D. Alonso animando a Marcial para que continuara sus narraciones.
– También en esa me encontré – contestó el marino, – y allí me dejaron sin pierna. También entonces nos cogieron desprevenidos, y como estábamos en tiempo de paz, navegábamos muy tranquilos, contando ya las horas que nos faltaban para llegar, cuando de pronto… Le diré a usted cómo fue, señora Doña Francisca, para que vea las mañas de esa gente. Después de lo del Estrecho, me embarqué en la Fama para Montevideo, y ya hacía mucho tiempo que estábamos allí, cuando el jefe de la escuadra recibió orden de traer a España los caudales de Lima y Buenos Aires. El viaje fue muy bueno, y no tuvimos más percance que unas calenturillas, que no mataron ni tanto así de hombre… Traíamos mucho dinero del Rey y de particulares, y también lo que llamamos la caja de soldadas, que son los ahorrillos de la tropa que sirve en las Américas. Por junto, si no me engaño, eran cosa de cinco millones de pesos, como quien no dice nada, y además traíamos pieles de lobo, lana de vicuña, cascarilla, barras de estaño y cobre y maderas finas… Pues, señor, después de cincuenta días de navegación, el 5 de Octubre, vimos tierra, y ya contábamos entrar en Cádiz al día siguiente, cuando cátate que hacia el Nordeste se nos presentan cuatro señoras fragatas. Anque era tiempo de paz, y nuestro capitán, D. Miguel de Zapiaín, parecía no tener maldito recelo, yo, que soy perro viejo en la mar, llamé a Débora y le dije que el tiempo me olía a pólvora… Bueno: cuando las fragatas inglesas estuvieron cerca, el general mandó hacer zafarrancho; la Fama iba delante, y al poco rato nos encontramos a tiro de pistola de una de las inglesas por barlovento.
Entonces el capitán inglés nos habló con su bocina y nos dijo… ¡pues mire usted que me gustó la franqueza!… nos dijo que nos pusiéramos en facha porque nos iba a atacar. Hizo mil preguntas; pero le dijimos que no nos daba la gana de contestar. A todo esto, las otras tres fragatas enemigas se habían acercado a las nuestras, de tal manera que cada una de las inglesas tenía otra española por el costado de sotavento.
– Su posición no podía ser mejor – apuntó mi amo.
– Eso digo yo – continuó Marcial. – El jefe de nuestra escuadra, D. José Bustamante, anduvo poco listo, que si hubiera sido yo… Pues, señor, el comodón (quería decir el comodoro) inglés envió a bordo de la Medea un oficialillo de estos de cola de abadejo, el cual, sin andarse en chiquitas, dijo que anque no estaba declarada la guerra, el comodón tenía orden de apresarnos. Esto sí que se llama ser inglés. El combate empezó al poco rato; nuestra fragata recibió la primera andanada por babor; se le contestó al saludo, y cañonazo va, cañonazo viene… lo cierto del caso es que no metimos en un puño a aquellos herejes por mor de que el demonio fue y pegó fuego a la Santa Bárbara de la Mercedes, que se voló en un suspiro, ¡y todos con este suceso, nos afligimos tanto, sintiéndonos tan apocados…!, no por falta de valor, sino por aquello que dicen… en la moral… pues… denque el mismo momento nos vimos perdidos. Nuestra fragata tenía las velas con más agujeros que capa vieja, los cabos rotos, cinco pies de agua en bodega, el palo de mesana tendido, tres balazos