No tengo presente lo que hizo mi tío en aquellos días. Sólo sé que sus crueldades conmigo se redoblaron hasta tal punto, que cansándome de sus malos tratos, me evadí de la casa deseoso de buscar fortuna. Me fui a San Fernando; de allí a Puerto Real. Junteme con la gente más perdida de aquellas playas, fecundas en héroes de encrucijada, y no sé cómo ni por qué motivo fui a parar con ellos a Medinasidonia, donde hallándonos cierto día en una taberna se presentaron algunos soldados de Marina que hacían la leva, y nos desbandamos, refugiándose cada cual donde pudo. Mi buena estrella me llevó a cierta casa, cuyos dueños se apiadaron de mí, mostrándome gran interés, sin duda por el relato que de rodillas, bañado en lágrimas y con ademán suplicante, hice de mi triste estado, de mi vida, y sobre todo de mis desgracias.
Aquellos señores me tomaron bajo su protección, librándome de la leva, y desde entonces quedé a su servicio. Con ellos me trasladé a Vejer de la Frontera, lugar de su residencia, pues sólo estaban de paso en Medinasidonia.
Mis ángeles tutelares fueron D. Alonso Gutiérrez de Cisniega, capitán de navío, retirado del servicio, y su mujer, ambos de avanzada edad. Enseñáronme muchas cosas que no sabía, y como me tomaran cariño, al poco tiempo adquirí la plaza de paje del Sr. Don Alonso, al cual acompañaba en su paseo diario, pues el buen inválido no movía el brazo derecho y con mucho trabajo la pierna correspondiente. No sé qué hallaron en mí para despertar su interés. Sin duda mis pocos años, mi orfandad y también la docilidad con que les obedecía, fueron parte a merecer una benevolencia a que he vivido siempre profundamente agradecido. Hay que añadir a las causas de aquel cariño, aunque me esté mal el decirlo, que yo, no obstante haber vivido hasta entonces en contacto con la más desarrapada canalla, tenía cierta cultura o delicadeza ingénita que en poco tiempo me hizo cambiar de modales, hasta el punto de que algunos años después, a pesar de la falta de todo estudio, hallábame en disposición de poder pasar por persona bien nacida.
Cuatro años hacía que estaba en la casa cuando ocurrió lo que voy a referir. No me exija el lector una exactitud que tengo por imposible, tratándose de sucesos ocurridos en la primera edad y narrados en el ocaso de la existencia, cuando cercano a mi fin, después de una larga vida, siento que el hielo de la senectud entorpece mi mano al manejar la pluma, mientras el entendimiento aterido intenta engañarse, buscando en el regalo de dulces o ardientes memorias un pasajero rejuvenecimiento. Como aquellos viejos verdes que creen despertar su voluptuosidad dormida engañando los sentidos con la contemplación de hermosuras pintadas, así intentaré dar interés y lozanía a los mustios pensamientos de mi ancianidad, recalentándolos con la representación de antiguas grandezas.
Y el efecto es inmediato. ¡Maravillosa superchería de la imaginación! Como quien repasa hojas hace tiempo dobladas de un libro que se leyó, así miro con curiosidad y asombro los años que fueron; y mientras dura el embeleso de esta contemplación, parece que un genio amigo viene y me quita de encima la pesadumbre de los años, aligerando la carga de mi ancianidad, que tanto agobia el cuerpo como el alma. Esta sangre, tibio y perezoso humor que hoy apenas presta escasa animación a mi caduco organismo, se enardece, se agita, circula, bulle, corre y palpita en mis venas con acelerada pulsación. Parece que en mi cerebro entra de improviso una gran luz que ilumina y da forma a mil ignorados prodigios, como la antorcha del viajero que, esclareciendo la obscura cueva, da a conocer las maravillas de la geología tan de repente, que parece que las crea. Y al mismo tiempo mi corazón, muerto para las grandes sensaciones, se levanta, Lázaro llamado por voz divina, y se me sacude en el pecho, causándome a la vez dolor y alegría.
Soy joven; el tiempo no ha pasado; tengo frente a mí los principales hechos de mi mocedad; estrecho la mano de antiguos amigos; en mi ánimo se reproducen las emociones dulces o terribles de la juventud, el ardor del triunfo, el pesar de la derrota, las grandes alegrías, así como las grandes penas, asociadas en los recuerdos como lo están en la vida. Sobre todos mis sentimientos domina uno, el que dirigió siempre mis acciones durante aquel azaroso periodo comprendido entre 1805 y 1834. Cercano al sepulcro, y considerándome el más inútil de los hombres, ¡aún haces brotar lágrimas de mis ojos, amor santo de la patria! En cambio yo aún puedo consagrarte una palabra, maldiciendo al ruin escéptico que te niega, y al filósofo corrompido que te confunde con los intereses de un día.
A este sentimiento consagré mi edad viril y a él consagro esta faena de mis últimos años, poniéndole por genio tutelar o ángel custodio de mi existencia escrita, ya que lo fue de mi existencia real. Muchas cosas voy a contar. ¡Trafalgar, Bailén, Madrid, Zaragoza, Gerona, Arapiles!… De todo esto diré alguna cosa, si no os falta la paciencia. Mi relato no será tan bello como debiera, pero haré todo lo posible para que sea verdadero.
II
En uno de los primeros días de Octubre de aquel año funesto (1805), mi noble amo me llamó a su cuarto, y mirándome con su habitual severidad (cualidad tan sólo aparente, pues su carácter era sumamente blando), me dijo:
«Gabriel, ¿eres tú hombre de valor?»
No supe al principio qué contestar, porque, a decir verdad, en mis catorce años de vida no se me había presentado aún ocasión de asombrar al mundo con ningún hecho heroico; pero el oírme llamar hombre me llenó de orgullo, y pareciéndome al mismo tiempo indecoroso negar mi valor ante persona que lo tenía en tan alto grado, contesté con pueril arrogancia:
«Sí, mi amo: soy hombre de valor».
Entonces aquel insigne varón, que había derramado su sangre en cien combates gloriosos, sin que por esto se desdeñara de tratar confiadamente a su leal criado, sonrió ante mí, hízome seña de que me sentara, y ya iba a poner en mi conocimiento alguna importante resolución, cuando su esposa y mi ama Doña Francisca entró de súbito en el despacho para dar mayor interés a la conferencia, y comenzó a hablar destempladamente en estos términos:
– No, no irás… te aseguro que no irás a la escuadra. ¡Pues no faltaba más!… ¡A tus años y cuando te has retirado del servicio por viejo!… ¡Ay, Alonsito, has llegado a los setenta y ya no estás para fiestas!
Me parece que aún estoy viendo a aquella respetable cuanto iracunda señora con su gran papalina, su saya de organdí, sus rizos blancos y su lunar peludo a un lado de la barba. Cito estos cuatro detalles heterogéneos, porque sin ellos no puede representársela mi memoria. Era una mujer hermosa en la vejez, como la Santa Ana de Murillo; y su belleza respetable habría sido perfecta, y la comparación con la madre de la Virgen exacta, si mi ama hubiera sido muda como una pintura.
D. Alonso, algo acobardado, como de costumbre, siempre que la oía, le contestó:
«Necesito ir, Paquita. Según la carta que acabo de recibir de ese buen Churruca, la escuadra combinada debe, o salir de Cádiz provocando el combate con los ingleses, o esperarles en la bahía, si se atreven a entrar. De todos modos, la cosa va a ser sonada».
– Bueno, me alegro – repuso Doña Francisca. – Ahí están Gravina, Valdés, Cisneros, Churruca, Alcalá Galiano y Álava. Que machaquen duro sobre esos perros ingleses. Pero tú estás hecho un trasto viejo, que no sirves para maldita de Dios la cosa. Todavía no puedes mover el brazo izquierdo que te dislocaron en el cabo de San Vicente.
Mi amo movió el brazo izquierdo con un gesto académico y guerrero, para probar que lo tenía expedito. Pero Doña Francisca, no convencida con tan endeble argumento, continuó chillando en estos términos:
«No, no irás a la escuadra, porque allí no hacen falta estantiguas como tú. Si tuvieras cuarenta años, como cuando fuiste a la tierra del Fuego y me trajiste aquellos collares verdes de los indios… Pero ahora… Ya sé yo que ese calzonazos de Marcial te ha calentado los cascos anoche y esta mañana, hablándote de batallas. Me parece que el Sr. Marcial y yo tenemos que reñir… Vuélvase él a los barcos si quiere, para que le quiten la pierna que le queda… ¡Oh, San José bendito! Si en mis quince hubiera sabido yo lo que era la gente de mar… ¡Qué tormento! ¡Ni un día de reposo! Se casa una para vivir con su marido, y a lo mejor viene un despacho de Madrid que en dos palotadas me lo manda qué sé yo a dónde, a la Patagonia, al Japón o al mismo infierno. Está