¡Pobres urbanos! ¡Así pagaban su tenaz constancia celtibérica! ¡Así se derrochaba el tesoro inmenso de la energía española! ¡Es verdadero milagro que después de tan imprudente despilfarro del caudal por uno y otro bando, todavía quedara mucho, y quedará siempre, y quede todavía!
Pues, señor, Fago se encontró solo con Saloma. La Claudia había dado un salto y desaparecido en dirección del sitio de la hecatombe. Otra de ellas yacía desmayada en el suelo. Al oír la descarga, Saloma, a quien el capellán quiso tapar la boca para que no gritase alguna barbaridad que les comprometiera a todos, le mordió la mano, y tanto hincó los dientes, que al buen cura le quedó señal para mucho tiempo. Luego, dando un resoplido, con ronca voz dijo: «Acábate, mundo, pa no ver esto… ¡Ay, ay!… Padrico, lléveme a donde pueda gritar y, desahogar todo este veneno de mi alma».
El movimiento de la tropa, que regresaba del lugar del suplicio, obligoles a volverse por donde habían venido; pasaron junto a la plaza, donde no se respiraba más que humo fétido (porque en los últimos momentos del sitio de la torre habían quemado en el interior de ésta gran cantidad de pimentones, a fin de asfixiar más pronto a los sitiados); pasaron de largo a toda prisa; buscaban la salida del pueblo por el lado del río, y en el arrabal encontraron a otras dos urbanas, que se arrancaban los pelos en el paroxismo de la desesperación, rodeadas de gentes compasivas que con palabras piadosas y dulces trataban de mitigar su pena. Sin detenerse más que breves momentos, Fago y Saloma siguieron adelante, pisando fango, resbalando sobre el suelo reblandecido, metiendo los pies en charcos inmundos. «Pisamos sangre humana», dijo el clérigo con terror. Y replicó Saloma: «No, Mosén, que es vino. ¿No vio que soltaban las cubas?»
Llegado que hubieron a la salida de Villafranca, se desviaron de la dirección que llevaba la tropa, y Fago se plantó de pronto diciendo: «¿Pero adónde voy yo? Tengo que seguir al ejército hasta reunirme con el Cuartel Real.
– ¿Con ésos, va usted con ésos?
– Naturalmente… Son los míos.
– Pues los míos, ¡re-contro!, son los otros – gritó la moza con ronca fiereza, agitando las manos tan cerca de la cara del cura, que éste creyó que le abofeteaba. – Los otros, sí… y este Don Zamarra, General Meampucheros, me la tiene que pagar.
– No seas loca, que las mujeres nada tienen que hacer en estas guerras.
– ¿Que no? ¿Que no somos guerreras nosotras? Ya lo verán – dijo con exaltación delirante. ¡Muerto Mediagorra! Pus ¡viva Mediagorra, vivan los hombres que saben morir con decencia! Soy de Borja, Padrico. He mamado de la teta del Moncayo… No sé hablar más que con hombres valientes, ¡ea!… Si es usted falso (cobarde), buenas noches.
– Yo no soy falso ni valiente; soy sacerdote.
– Pues oiga: en Cadreita, dos leguas de aquí, hay un cura que ha levantado una partida liberal, y mata faiciosos como moscas.
– Vade retro. Ése será un perdido.
– Un ganado… Si quiere, nos vamos allí.
– ¿Yo? ¿Por quién me tomas? Soy capellán del Cuartel Real.
– Buen provecho. ¡Miá que Rey ése!…
– Es Rey, el Monarca legítimo, Saloma, y todo lo demás es intriga y usurpación de los impíos y masones de Madrid. Pero el infierno no puede triunfar, aunque Dios le permita ventajas pasajeras para probar a los buenos.
– ¿Y los buenos son ésos, ésos, los de Don Zamarra? – preguntó la baturra, picaresca, con toda la malicia y desvergüenza del mundo en su bello rostro. – ¿Lo cree usted, Padrico?
– Como ésta es noche. Creo en la legitimidad, creo en los derechos indiscutibles de D. Carlos, creo que los ejércitos carlinos defienden al verdadero Rey y al Dios verdadero.
– Y yo creo que es usted bobo. Miá que Dios… ¿Qué tiene que ver Dios con la guerra? ¿A Dios le puede gustar que haigan fusilado a Mediagorra?
Fago callaba, sin saber qué decir. Atravesaron solos un campo yermo, y halláronse sin saber cómo en el camino por donde marchaban las tropas. Un mozo de los que habían conocido a Fago en Falces se llegó al grupo, y extrañando ver al clérigo en tal compañía, le dijo: «Mosén Custodio, no se deje engañar de ésa. La conozco, y sé que es muy perra».
Trabáronse de palabras y un poco de empujones la moza y el baturro, llevando la mejor parte Saloma, que le dijo: «Anda allá, falso… ¿Tú quién eres? Un hambrón… Has venido aquí pa comer, porque en tu casa no lo hay.
– Vete, vete pronto a orilla de los guiris.
– Sí que me voy. Y tú y Zamarra… detrás de la boñiga del legítimo.
– A mucha honra.
– Y yo voy onde quiero. Con bustedes si me da la gana».
Agregáronse otros, y con jovialidades de dudoso gusto la incitaban a subir con ellos a una de las galeras.
«¡Miá que yo…! Voy a Cadreita, donde dejé mi legítima… la burra, hombre… Allí me monto, y muera la faición.
– Anda, saltamontes, zanganota.
– Llévense al Mosén, que está arguelladico».
Apareciose de improviso el capellán Ibarburu, furioso contra los chicos, a los que amenazaba con su bastón, diciéndoles: «Animales, os estoy buscando hace una hora. ¿En dónde tenéis el carro?
– Allí está, señor. Monte cuando guste».
Reparó Ibarburu en el bulto del capellán, y al pronto no le reconoció por estar encorvado, calladico y pasado de frío, hambre y tristeza.
«Sí, sí – respondió tímidamente: – soy José Fago.
– Véngase conmigo, y por el camino comeremos un bocadito».
Al coger del brazo a su colega, Ibarburu reparó en Saloma. «¿Qué pájara es ésta?» – preguntó a los chicos. Y como respondiesen que era la de Mediagorra, el capellán echó mano al bolsillo, y sacando una peseta se la dio a la baturra con estas compasivas palabras: «Toma, hija, y vete con Dios… ¡Pobre Pascual! Mañana le aplicaré la misa».
Sin oír lo que Saloma agradecida le contestaba, dirigiose al vehículo, donde ya un chico de tropa le había puesto las alforjas y la maleta. Fago le siguió silencioso. La baturra se despidió airosamente de sus paisanos con breves palabras despreciativas:
«¡Arre, asolutos!»
VII
«Vamos a Caparroso – dijo Ibarburu al ponerse en marcha la galera: – buen pueblo, totalmente adicto a la causa. El Cuartel Real ya está allá, y seguirá mañana hacia Carcastillo… Qué, ¿se duerme usted, Sr. de Fago?» Por un rato intentó éste sobreponer su cortesía a su cansancio, sosteniendo con monosílabos la verbosidad del hablador Ibarburu; pero tanto pudo al fin el desmayo de su cuerpo y de su espíritu, que se durmió profundamente, obligando al otro a hacer lo mismo. El horrible zarandeo del carro por tan ásperos caminos no quebrantaba el profundo reposo de aquellos cuerpos, endurecidos ya en las continuas molestias y trabajos de la guerra. Diéronles en Caparroso alojamiento comodísimo en una casa de labradores, a la entrada del pueblo; y bien instalados en la cocina, que era