– Señor mío – dijo Ibarburu, con un granito de sal irónica, – hace usted bien en manifestar tan sin artificio sus pensamientos. Ahora, vengan los hechos a demostramos que usted no se equivoca.
– La realidad, la maldita realidad – afirmó el otro clérigo con pena, – siempre se compone de modo que mis ideas resulten burladas. Llegué tarde a la santidad; llego tarde a la guerra. Otro ha hecho lo que yo habría podido y sabido hacer. Crea usted que esto de organizar tropas, convirtiendo en batallones aguerridos las bandas de campesinos indisciplinados, es en mí un instinto poderoso que vengo alentando desde la tierna infancia. La obra de este hombre, hermosa en alto grado, paréceme que es obra mía, y que mi espíritu se ha introducido en él para inspirarle sus resoluciones… No se ría usted, que esto no es cosa de broma. Digo todo lo que siento… Pues bien: yo llego tarde al terreno de los hechos. ¿Qué puedo esperar? Que me pongan en filas, que me den el mando de una compañía…
– Ciertamente: por algo se empieza; y si su valor y pericia responden a esos alientos, podrá usted prestar eminentes servicios a la causa sacratísima de la Religión y del Rey.
– ¡Ay, amigo mío – replicó Fago con desaliento, – como digo lo uno digo lo otro! O sirvo para todo, o no sirvo para nada… Dudo que en una situación subalterna pudiera prestar servicios eficaces… Entendámonos: digo que lo dudo; no niego en absoluto que pueda prestarlos… Sea lo que quiera, he llegado tarde a la guerra, como llegué fuera de tiempo a la santidad.
– ¡Quién lo sabe! En una y otra esfera no hay linderos para el hombre de gran corazón, de inteligencia poderosa.
– Los hay, sí, señor, y la emulación queda reducida a un anhelo impotente, horrible suplicio del alma… Puesto que todo se ha de decir, sepa usted que toda mi vida he sentido en mí la conciencia estratégica la apreciación de las distancias, de las alturas, del obstáculo que ofrecen los ríos… Yo conocía que en mi espíritu se formaba un arte, una ciencia; pero no se me presentó nunca la ocasión de aplicarla… Ahora, ¿de qué me sirve sentir intensamente la geografía militar… y le advierto a usted que conozco la de este país palmo a palmo, porque si no guerrero he sido cazador, y allá se va lo uno con lo otro… de qué me sirve, digo, sentir la distribución, marcha y colocación de tropas sobre el terreno, y saber calcular, al menos yo me lo creo así, un ajuste perfecto entre el tiempo y la acción?… Si he de manifestar todo, todo lo que me bulle por dentro, sin falsa modestia, diré que hoy veo el desarrollo de la guerra, paso a paso; y puesto yo en el lugar de Zumalacárregui, me sería muy fácil llevar triunfantes las banderas de Carlos V a la orilla derecha del Ebro, ganar Burgos y Zaragoza, y plantarme en Madrid, terminando la campaña en cuatro meses.
– Oh, no crea usted que me parece un disparate – dijo Ibarburu, frotándose los soñolientos ojos. – Yo no me siento, como usted, capaz de tan grande hazaña; pero de que puede y debe realizarse, no tengo duda.
– ¿La realizará este buen señor?»
Fatigado ya de tanta conversación, y contemplando con envidia el sueño beatífico del auditor, Ibarburu no respondió sino con monosílabos pronunciados en bostezos: «¿No le parece a usted, amigo Fago, que debemos echamos a dormir y dejar para mejor ocasión eso de si vamos o no vamos triunfantes a Madrid… la semana que viene?»
Dicho esto, empezó a desnudarse, mientras el otro, sin ganas de dormir, se paseaba por el largo aposento, con las manos a la espalda. Temeroso de haberle lastimado con la última expresión, un tanto burlona, agregó Ibarburu palabras afectuosas: «Mañana trataremos de que se presente usted al General y hable largamente con él. Conviene que Don Tomás le conozca… Es hombre muy perspicaz, ¡oh!… gran catador de caracteres… Escóndase el mérito todo lo que quiera; ¡ah!… yo le respondo a usted de que ése lo descubre… y es más, yo le respondo a usted de que lo utiliza.
– ¿Le trata usted?
– ¿Al General? Hombre, ¿cómo no? Y me distingue mucho. Yo he venido a la guerra con Iturralde. Soy, pues, más antiguo aquí que el General mismo. Respondo de que será usted bien recibido.
– Pero yo – murmuró Fago con sencillez infantil, – yo, pobre de mí, ¿qué le voy a decir?
– ¡Hombre de Dios! – replicó el otro agazapándose en las sábanas. – Modestísimo estáis.
– Dígame una cosa antes de dormirse. Y usted, tanto tiempo en la guerra, capellán de Iturralde, capellán de Eraso, capellán de Gómez, ¿no se ha sentido alguna vez, con el contacto diario de esos nobles guerreros, no se ha sentido… pues…?
– ¿Belicoso? – dijo Ibarburu anticipándose a la expresión completa del pensamiento. – No, amigo mío. No sirvo para eso. Ayudo a la causa en mi humilde esfera eclesiástica, y jamás he pensado en las glorias de Marte. No quiero tampoco achicarme, ni diré con falsa modestia que no sirvo para nada. Es más: le imito a usted en su noble sinceridad, y digo a boca llena que he prestado y presto servicios de la mayor importancia. Yo he desempeñado misiones arriesgadísimas; yo he redactado manifiestos; yo he sostenido correspondencia con prelados, juntas de España y el extranjero, y cuando llega un apuro de personal, yo el hombro a la Intendencia… que lo diga el que ronca… yo no me desdeño de echar una mano a Sanidad… Y añada usted el diario, el continuo servicio de implorar al Todopoderoso para que incline siempre de nuestro lado la suerte de las armas… Que no lo consiguen todo las balas, amigo mío; que algo y algos, y mucho y remucho hacen las oraciones. ¿No cree usted lo mismo?
– ¿Se permite contestar con absoluta sinceridad?
– Hombre, sí.
– Pues, tratándose de los éxitos de la guerra, más fe tengo en las balas que en las oraciones. ¿Es herejía?
– Herejía, no… Y puede que lo sea, porque pone usted en duda la excelsa sabiduría y el supremo criterio con que el Altísimo decide las querellas de los hombres, haciendo prevalecer a los buenos sobre los malos.
– Bueno; pues concedo. No riñamos por eso.
– Y en prueba de concordia sobre este punto importantísimo, recemos, amigo Fago, recemos; no sólo para pedir a Dios perdón de nuestras culpas, sino para que nos conceda…
– Un poco de artillería, que es lo que más falta nos hace – declaró Fago terminando jovialmente el concepto.
– Diga usted que es lo único que nos hace falta. Que nos den cañones… y me río yo del paso del Ebro… En fin, recemos».
Rezaron un buen cuarto de hora, y luego Ibarburu, disponiéndose a dormir, rebozada la cabeza en la sábana, por no tener gorro con que defenderla del frío, se despidió de su amigo con estas palabras:
«¿Y a mí se me permite hablar con sinceridad, sin el artificio de la falsa modestia, diciendo, a estilo de Fago, todo, todito lo que pienso?
– Claro que se permite… Es más: se prohíbe en absoluto la hipocresía; quedan abolidos los remilgos del disimulo.
– Pues Ceferino Ibarburu no se ruboriza de afirmar que se conceptúa necesario en el ejército del Rey legítimo, y que está plenamente convencido de que, el día del triunfo, sus servicios no pueden ser en justicia recompensados con menos que con una mitra».
Ya no dijo más, y se quedó dormido. «¡Una mitra! – pensó Fago paseándose. – Éste