VII
Llegada la noche, y cuando parte de nuestras tropas se replegaron a la ciudad, todo el pueblo corrió hacia el arrabal para contemplar de cerca el campo de batalla, ver los destrozos hechos por el fuego, contar los muertos y regocijar la imaginación, representándose una por una las heroicas escenas. La animación, el movimiento y bulla hacia aquella parte de la ciudad eran inmensos. Por un lado grupos de soldados cantando con febril alegría, por otro las cuadrillas de personas piadosas que trasportaban a sus casas los heridos, y en todas partes una general satisfacción, que se mostraba en los diálogos vivos, en las preguntas, en las exclamaciones jactanciosas y con lágrimas y risas, mezclando la jovialidad al entusiasmo.
Serían las nueve cuando rompimos filas los de mi batallón, porque faltos de acuartelamiento, se nos permitía dejar el puesto por algunas horas, siempre que no hubiera peligro. Corrimos Agustín y yo hacia el Pilar, donde se agolpaba un gentío inmenso, y entramos difícilmente. Quedeme sorprendido al ver cómo forcejeaban unas contra otras las personas allí reunidas para acercarse a la capilla en que mora la Virgen del Pilar. Los rezos, las plegarias y las demostraciones de agradecimiento formaban un conjunto que no se parecía a los rezos de ninguna clase de fieles. Más que rezo era un hablar continuo, mezclado de sollozos, gritos, palabras tiernísimas y otras de íntima e ingenua confianza, como suele usarlas el pueblo español con los santos que le son queridos. Caían de rodillas, besaban el suelo, se asían a las rejas de la capilla, se dirigían a la santa imagen, llamándola con los nombres más familiares y más patéticos del lenguaje. Los que por la aglomeración de la gente no podían acercarse, hablaban con la Virgen desde lejos agitando sus brazos. Allí no había sacristanes que prohibieran los modales descompuestos y los gritos irreverentes, porque estos y aquellos eran hijos del desbordamiento de la devoción, semejante a un delirio. Faltaba el silencio solemne de los lugares sagrados, y todos estaban allí como en su casa, como si la casa de la Virgen querida, la madre, ama y reina de los zaragozanos, fuese también la casa de sus hijos, siervos y súbditos.
Asombrado de aquel fervor, a quien la familiaridad hacía más interesante, pugné por abrirme paso hasta la reja, y vi la célebre imagen. ¿Quién no la ha visto, quién no la conoce al menos por las innumerables esculturas y estampas que la han reproducido hasta lo infinito de un extremo a otro de la Península? A la izquierda del pequeño altar que se alza en el fondo de la capilla, dentro de un nicho adornado con lujo oriental, estaba entonces como ahora la pequeña escultura. Gran profusión de velas de cera la alumbraban, y las piedras preciosas pegadas a su vestido y corona, despiden deslumbradores reflejos. Brillan el oro y los diamantes en el cerquillo de su rostro, en la ajorca de su pecho, en los anillos de sus manos. Una criatura viva rendiríase sin duda al peso de tan gran tesoro. El vestido sin pliegues, rígido y estirado de arriba a abajo como una funda, deja asomar solamente la cara y las manos; y el Niño Jesús, sostenido en el lado izquierdo, muestra apenas su carita morena entre el brocado y las pedrerías. El rostro de la Virgen, bruñido por el tiempo, es también moreno. Posee una apacible serenidad, emblema de la beatitud eterna. Dirígese al exterior, y su dulce mirada escruta perpetuamente el devoto concurso. Brilla en sus pupilas un rayo de las cercanas luces, y aquel artificial fulgor de los ojos remeda la intención y fijeza de la mirada humana. Era difícil, cuando la vi por primera vez, permanecer indiferente en medio de aquella manifestación religiosa, y no añadir una palabra al concierto de lenguas entusiastas que hablaban en distintos tonos con la Señora.
Yo contemplaba la imagen, cuando Agustín me apretó el brazo, diciéndome:
– Mírala, allí está.
– ¿Quién, la Virgen? Ya la veo.
– No, hombre, Mariquilla. ¿La ves? Allá enfrente junto a la columna.
Miré y sólo vi mucha gente: al instante nos apartamos de aquel sitio, buscando entre la multitud un paso para transportarnos al otro lado.
– No está con ella el tío Candiola – dijo Agustín muy alegre. – Viene con la criada.
Y diciendo esto, codeaba a un lado y otro para hacerse camino, estropeando pechos y espaldas, pisando pies, chafando sombreros y arrugando vestidos. Yo seguía tras él, causando iguales estragos a derecha e izquierda, y por fin llegamos junto a la hermosa joven, que lo era realmente, según pude reconocerlo en aquel momento por mis propios ojos. La entusiasta pasión de mi buen amigo no me engañó, y Mariquilla valía la pena de ser desatinadamente amada. Llamaban la atención en ella su tez morena y descolorida, sus ojos de profundo negror, la nariz correctísima, la boca incomparable y la frente hermosa aunque pequeña. Había en su rostro, como en su cuerpo delgado y ligero, cierto abandono voluptuoso; cuando bajaba los ojos parecíame que una dulce y amorosa oscuridad envolvía su figura, confundiéndola con las nuestras. Sonreía con gravedad, y cuando nos acercamos, sus miradas revelaban temor. Todo en ella anunciaba la pasión circunspecta y reservada de las mujeres de cierto carácter, y debía de ser, según me pareció en aquel momento, poco habladora, falta de coquetería y pobre de artificios. Después tuve ocasión de comprobar aquel mi prematuro juicio. Resplandecía en el rostro de Mariquilla una calma platónica y cierta seguridad de sí misma. A diferencia de la mayor parte de las mujeres, y semejante al menor número de las mismas, aquella alma se alteraba difícilmente, pero al verificarse la alteración, la cosa iba de veras. Blandas y sensibles otras como la cera, ante un débil calor sin esfuerzo se funden; pero Mariquilla, de durísimo metal compuesta, necesitaba la llama de un gran fuego para perder la compacta conglomeración de su carácter, y si este momento llegaba, había de ser como el metal derretido que abrasa cuanto toca.
Además de su belleza, me llamó la atención la elegancia y hasta cierto punto el lujo con que vestía; pues acostumbrado a oír exagerar la avaricia del tío Candiola, supuse que tendría reducida a su hija a los últimos extremos de la miseria en lo relativo a traje y tocado. Pero no era así. Según Montoria me dijo después, el tacaño de los tacaños no sólo permitía a su hija algunos gastos, sino que la obsequiaba de peras a higos, con tal cual prenda, que a él le parecía el non plus ultra de las pompas mundanas. Si Candiola era capaz de dejar morir de hambre a parientes cercanos, tenía con su hija condescendencias de bolsillo verdaderamente escandalosas y fenomenales; pero aunque avaro, era padre: amaba regularmente, quizás mucho, a la infeliz muchacha, hallando por esto en su generosidad el primero, tal vez el único agrado de su árida existencia.
Algo más hay que hablar en lo referente a este punto, pero irá saliendo poco a poco durante el curso de la narración, y ahora me concretaré a decir que mi amigo no había dicho aun diez palabras a su adorada María, cuando un hombre se nos acercó de súbito, y después de mirarnos un instante a los dos con centelleantes ojos, dirigiose a la joven, la tomó por el brazo, y enojadamente le dijo:
– ¿Qué haces aquí? Y Vd., tía Guedita, ¿por qué la ha traído al Pilar a estas horas? A casa, a casa pronto.
Y empujándolas a ambas, ama y criada, llevolas hacia la puerta y a la calle, desapareciendo los tres de nuestra vista.
Era Candiola. Lo recuerdo bien, y su recuerdo me hace estremecer de espanto. Más adelante sabréis por qué. Desde la breve escena en el templo del Pilar, la imagen de aquel hombre quedó grabada en mi memoria, y no era ciertamente su figura de las que prontamente se olvidan. Viejo, encorvado, con aspecto miserable y enfermizo, de mirar oblicuo y desapacible, flaco de cara y hundido de mejillas, Candiola se hacía antipático desde el primer momento. Su nariz corva y afilada como el pico de un pájaro lagartijero, la barba igualmente picuda, los largos pelos de las cejas blanquinegras, la pupila verdosa, la frente vasta y surcada por una pauta de paralelas arrugas, las orejas cartilaginosas, la amarilla tez, el ronco metal de la voz, el desaliñado vestir, el gesto insultante, toda su persona, desde la punta del cabello, mejor dicho, desde la bolsa de su peluca hasta la suela del zapato, producía repulsión invencible. Se comprendía que no tuviera ningún amigo.
Candiola no tenía barbas; llevaba el rostro, según la moda, completamente rasurado, aunque la navaja no entraba en aquellos campos sino una vez por semana. Si D. Jerónimo hubiera tenido barbas, le compararía por su figura a cierto mercader veneciano que conocí mucho después, viajando por el vastísimo continente de los libros, y en quien hallé ciertos rasgos de fisonomía que me hicieron recordar