– ¿Y los padres del Seminario?
– No nombres a los padres. Verás: te contaré lo que me ha pasado. ¿Conoces al padre Rincón? Pues el padre Rincón me quiere mucho, y todas las tardes me sacaba a paseo por la ribera o hacia Torrero o camino de Juslibol. Hablábamos de teología y de letras humanas. Rincón es tan entusiasta del gran poeta Horacio que suele decir: «Es lástima que ese hombre no haya sido cristiano para canonizarlo». Lleva siempre consigo un pequeño Elzevirius, a quien ama más que a las niñas de sus ojos, y cuando nos cansamos en el paseo, él se sienta, lee y entre los dos hacemos los comentarios que se nos ocurren… Bueno… ahora te diré que el padre Rincón era pariente de doña María Rincón, difunta esposa de Candiola, y que este tiene una heredad en el camino de Monzalbarba, con una torre miserable, más parecida a cabaña que a torre, pero rodeada de frondosos árboles y con deliciosas vistas al Ebro. Una tarde, después que leímos el Quis multa gracilis te puer in rosa, mi maestro quiso visitar a su pariente. Fuimos allá, entramos en la huerta, y Candiola no estaba. Pero nos salió al encuentro su hija, y Rincón le dijo: – Mariquilla, da unos melocotones a este joven y saca para mí una copita de lo que sabes.
– ¿Y es guapa Mariquilla?
– No preguntes eso. ¿Que si es guapa? Verás… El padre Rincón le tomó la barba, y haciéndole volver la cara hacia mí, me dijo: «Agustín, confiesa que en tu vida has visto una cara más linda que esta. Mira qué ojos de fuego, qué boca de ángel y qué pedazo de cielo por frente». Yo temblaba, y Mariquilla, con el rostro encendido como la grana, se reía. Luego Rincón continuó diciendo: «A ti que eres un futuro padre de la Iglesia, y un joven ejemplar sin otra pasión que la de los libros, se te puede enseñar esta divinidad. Joven, admira aquí las obras admirables del Supremo Creador. Observa la expresión de ese rostro, la dulzura de esas miradas, la gracia de esa sonrisa, el frescor de esa boca, la suavidad de esa tez, la elegancia de ese cuerpo, y confiesa que si es hermoso el cielo, y la flor, y las montañas, la luz, todas las creaciones de Dios se oscurecen al lado de la mujer, la más perfecta y acabada hechura de las inmortales manos». Esto me dijo mi maestro, y yo, mudo y atónito, no cesaba de contemplar aquella obra maestra, que era sin disputa mejor que la Eneida. No puedo explicarte lo que sentí. Figúrate que el Ebro, ese gran río que baja desde Fontibre hasta dar en el mar por los Alfaques, se detuviera de improviso en su curso, y empezase a correr hacia arriba volviendo a las Asturias de Santillana: pues una cosa así pasó en mi espíritu. Yo mismo me asombraba de ver cómo todas mis ideas se detuvieron en su curso sosegado, y volvieron atrás, echando no sé por qué nuevos caminos. Te digo que estaba asombrado y lo estoy todavía. Mirándola sin saciar nunca la ansiedad tanto de mi alma como de mis ojos, yo me decía: «La amo de un modo extraordinario. ¿Cómo es que hasta ahora no había caído en ello?». Yo no había visto a Mariquilla hasta aquel momento.
– ¿Y los melocotones?
– Mariquilla estaba tan turbada delante de mí como yo delante de ella. El padre Rincón se puso a hablar con el hortelano sobre los desperfectos que habían hecho en la finca los franceses (pues esto pasaba a principios de Setiembre, un mes después de levantado el primer sitio) y Mariquilla y yo nos quedamos solos. ¡Solos! Mi primer impulso fue echar a correr, y ella, según me ha dicho, también sintió lo mismo. Pero ni ella ni yo corrimos, sino que nos quedamos allí. De pronto sentí una grande y extraña energía en mi cerebro. Rompiendo el silencio, comencé a hablar con ella. Dijimos varias cosas indiferentes al principio, pero a mí me ocurrían pensamientos que según mi entender, sobresalían de lo vulgar, y todos, todos los dije. Mariquilla me respondía poco; pero sus ojos eran más elocuentes que cuanto yo le estaba diciendo. Al fin, llamonos el padre Rincón, y nos marchamos. Me despedí de ella y en voz baja le dije que pronto nos volveríamos a ver. Volvimos a Zaragoza. ¡Ay! Por el camino, los árboles, el Ebro, las cúpulas del Pilar, los campanarios de Zaragoza, los transeúntes, las casas, las tapias de las huertas, el suelo, el rumor del viento, los perros del camino, todo me parecía distinto; todo, cielo y tierra habían cambiado. Mi buen maestro volvió a leer a Horacio, y yo dije que Horacio no valía nada. Me quiso comer, y amenazome con retirarme su amistad. Yo elogié a Virgilio con entusiasmo, y repetí aquellos célebres versos:
Est mollis flamma medullas
interea, et tacitum vivit sub pectore vulnus.
– Eso pasó a principios de Setiembre – le dije. – ¿Y de entonces acá?
– Desde aquel día ha empezado para mí la nueva vida. Comenzó por una inquietud ardiente que me quitaba el sueño, haciéndome aborrecible todo lo que no fuera Mariquilla. La propia casa paterna me era odiosa, y vagando por los alrededores de la ciudad sin compañía alguna, buscaba en la soledad la paz de mi espíritu. Aborrecí el colegio, los libros todos y la teología, y cuando llegó Octubre y me querían obligar a vivir encerrado en la santa casa, me fingí enfermo para quedarme en la mía. Gracias a la guerra, que a todos nos ha hecho soldados, puedo vivir libremente, salir a todas horas, incluso de noche, y verla y hablarle con frecuencia. Voy a su casa, hago la seña convenida, baja, abre una ventana con reja, y hablamos largas horas. Los transeúntes pasan; pero como estoy embozado en mi capa hasta los ojos, con esto y la oscuridad de la noche, nadie me conoce. Por eso los muchachos del pueblo se preguntan unos a otros: «¿Quién será el novio de la Candiola?». De algunas noches a esta parte, recelando que nos descubran, hemos suprimido la conversación por la reja. María baja, abre el portalón de la huerta y entro. Nadie puede descubrirnos, porque D. Jerónimo, creyéndola acostada, se retira a su cuarto a contar el dinero, y la criada vieja, única que hay en la casa, nos protege. Solos en la huerta, nos sentamos en una escalera de piedra que allí existe, y al través de las ramas de un álamo negro y corpulento, vemos a pedacitos la claridad de la luna. En aquel silencio majestuoso nuestras almas comprenden lo divino y sentimos con un sentimiento inmenso, que no puede expresarse por el lenguaje. Nuestra felicidad es tan grande que a veces es un tormento vivísimo; y si hay momentos en que uno desearía centuplicarse, también los hay en que uno desearía no existir. Pasamos allí largas horas. Anteanoche estuve hasta cerca del día, pues como mis padres me creen en el cuerpo de guardia, no tengo prisa por retirarme. Cuando principiaba a aclarar la aurora, nos despedimos. Por encima de la tapia de la huerta se ven los techos de las casas inmediatas, y el pico de la Torre Nueva. María, señalándole, me dijo:
– Cuando esa torre se ponga derecha, dejaré de quererte.
No dijo más Agustín, porque sonó un cañonazo del lado de Monte Torrero, y ambos volvimos hacia allá la vista.
VI
Los franceses habían embestido con gran empeño las posiciones fortificadas de Torrero. Defendían estas diez mil hombres mandados por D. Felipe Saint-March y por O’Neille, ambos generales de mucho mérito. Los voluntarios de Borbón, de Castilla, del Campo Segorbino, de Alicante y el provincial de Soria: los cazadores de Fernando VII, el regimiento de Murcia y otros cuerpos que no recuerdo, rompieron el fuego. Desde el reducto de los Mártires vimos el principio de la acción y las columnas francesas que corrían a lo largo del Canal para flanquear a Torrero. Duró gran rato el fuego de fusilería; mas la lucha no podía prolongarse mucho tiempo, porque aquel punto no se prestaba a una defensa enérgica, sin la ocupación y fortificación de otros inmediatos como Buenavista, Casa-Blanca y el cajero del Canal. Sin embargo, nuestras tropas no se retiraron sino muy tarde y con el mayor orden, volando el puente de América y trayéndose todas las piezas, menos una, que había sido desmontada por el fuego enemigo.
Entre tanto sentíamos fuertísimo estruendo que resonaba a lo lejos, y como por allí casi había cesado el fuego, supusimos trabada otra acción en el Arrabal.
– Allá está el brigadier D. José Manso – me dijo Agustín, – con el regimiento suizo de Aragón, que manda D. Mariano Walker, los voluntarios de Huesca, de que es jefe D. Pedro Villacampa; los voluntarios de Cataluña y otros valientes cuerpos. ¡Y nosotros aquí, mano sobre mano! Por este lado parece que ha concluido. Los franceses se contentarán hoy con la conquista de Torrero.
– O yo me engaño mucho – repuse, – o ahora van a atacar a San José.
Todos miramos al punto indicado, edificio de grandes dimensiones,