– ¿Y esos que están en el cuarto de Iglesias…?
– Son patriotas furibundos… de buena fe; de los que creen que con degollar frailes, azotar monjas y hablar pestes de todos los ministros, se arregla la nación. Sin quererlo, les preparan la suerte a los moderados. Algunos creen en Mendizábal, y otros le repudian porque no va por calles y plazuelas perorando, con un pendón en la mano… A todos tiene que contestar el señor de las largas levitas. Trabajo le mando… Si quiere usted que olfateemos lo que traman los compinches de Iglesias, vámonos a mi cuarto, donde al paso que usted lee El Español y El Eco, yo me daré mis mañas para pescar al oído alguna palabreja… Véngase usted para acá.
Fuéronse de puntillas al cuarto de D. Pedro, y desde él oyeron gran batahola en el de Iglesias; y no pudiendo este resistir el fuerte estímulo de su curiosidad, se coló en la caverna de los conjurados, pretextando recoger un tomo de las Palabras de un creyente, de Lamennais, que había prestado a su amigo. No tardó en volver risueño con el libro, y con preciosas noticias de la conspiración, que resultaba la más inocente que en cerebros revolucionarios pudiera caber.
«Nuestro gozo en un pozo, amigo Calpena. No tratan de ahorcar a medio mundo, ni de sublevar la tropa, ni de meter más fuego a las Juntas. Las Juntas y toda esa marimorena les importa tanto a esos ángeles de Dios como las coplas de Calaínos. Lo que les trae tan levantiscos es que las elecciones para el Estamento están próximas, y ellos, cosa muy natural, quieren ser procuradores. Mendizábal conferenció anoche con Caballero, y parece que le asegura la elección por Cuenca. Los otros dos, y alguno más que vendrá después, andan a la husma de las procuras, y quieren estar bien con Mendizábal y con el Ministro de la Gobernación, D. Martín de los Heros. Vea usted el secreto de estos aquelarres misteriosos».
– ¿Será posible, amigo Hillo, que yo, provinciano y desconocedor del mundo y de Madrid, tenga más malicia, más trastienda que usted, que lleva ya no sé cuántos años de andar en este terreno? Dígolo porque me figuro que Iglesias y sus amigotes le han engañado como a un chino. Al verse sorprendidos por la brusca entrada de usted en el escondrijo, han variado de conversación.
– Por San Félix de Cantalicio, pienso que está usted en lo cierto… Me han dado el trapo. Soy toro noble.
Aún no había concluido la frase, cuando entró Iglesias resueltamente en el cuarto de Hillo, y llegándose a D. Fernando con resuelto ademán y sonrisa un tanto maliciosa, como de hombre muy corrido para quien no hay nada secreto, le dijo:
«Ya sabemos, amigo Calpena, que ha traído usted de Francia un voluminoso paquete de papeles para el Sr. Mendizábal».
Quedose un tanto suspenso el joven, y no supo qué responder.
VI
«Le entregaron a usted ese paquete en Olorón. Lo había traído de Burdeos una señora… No… no se ponga usted colorado, después de haberse puesto pálido. No se trata de ningún delito. Le dan a usted un encargo, y usted lo cumple puntualmente. No pretendo yo… pues no faltaba más… que usted me revele cosas sobre las cuales debe guardar secreto. No, no, señor. Lo que sí puedo decirle es que el sujeto que debía recoger ese paquete o caja de manos de usted, para entregarlo al señor Ministro, ya no vendrá a desempeñar esa comisión, porque anoche le han preso, y se halla incomunicado en el Saladero».
Perplejo un buen rato quedó Calpena ante la osada interpelación de Nicomedes, que con brusquedad tan impertinente quería producir efecto y ver confirmados sus informes en el rostro del simpático mozo; pero rehecho este prontamente del estupor, le contestó con tanta dignidad como cortesía: «Nuestra amistad, señor de Iglesias, que yo estimo mucho, no es tan antigua que a mí me permita informarle de si traigo o no encargos para determinadas personas, ni a usted preguntármelo en forma afirmativa, la cual revela una confianza un poquito prematura. Va usted demasiado a prisa, amigo D. Nicomedes. Cuatro días hace que nos conocemos».
– Sentiría, Sr. Calpena, que usted interpretase mal lo que acabo de indicarle – dijo el otro, recogiendo velas. – No pretendo que usted me revele el secreto de los encarguitos que le han confiado, ni eso a mí me importa. Creí yo que nuestra amistad, con ser de cuatro días, es ya bastante firme para que yo pueda tomarme la confianza de prevenirle contra ciertos peligros… Porque usted es un joven tan honrado como inexperto, y podría, con el candor propio de los pocos años, prestarse a ciertos mensajes, de cuya gravedad no tiene la menor idea.
– Se me figura, amigo Iglesias, que la calentura patriótica que usted padece le hace ver peligros y misterios en los actos más sencillos.
– No sabe usted dónde está, y yo tendría mucho gusto, si no se empeña en creer demasiado fresca nuestra amistad; tendría yo sumo placer, digo, en iniciarle en la vida política, puesto que a ella piensa, según veo, dedicarse.
– No he pensado en tal cosa. La vida política no se ha hecho para mí.
– El señor – dijo Hillo con cierta timidez, – es de los que se lo encuentran todo hecho, y no necesita de que nadie le inicie, pues tiene mentores y padrinos, en la sombra, que no le permitirían dar un mal paso.
– Si hace usted caso de este clérigo – dijo Iglesias con humorismo, – el sotana más honrado del mundo, pero al propio tiempo el más candoroso, está usted perdido, Calpena. Haga usted caso de mí, y déjese llevar. En la sombra no hay mentores ni garambainas. Todo eso es romanticismo de clase averiada… Vamos a cuentas. Lo primero, perdóneme si le hablé con cierta impertinencia del encargo que trae…
– Yo no he traído papeles para el Sr. Mendizábal – replicó D. Fernando, – ni me habían de escoger a mí para tales mensajes.
– No abre usted la boca sin que nos dé una nueva prueba de su inexperiencia candorosa… Puesto que aquí todos somos amigos, déjeme usted que hable y le ponga al tanto de la situación… Y antes me permitirá que le presente a dos amigos, que espero lo serán de usted en cuanto les conozca.
Cuando esto decía, dejáronse ver en la puerta dos sujetos, que eran los de la encerrona con Iglesias, ambos como de treinta a cuarenta años, y al entrar revelaron por su soltura y buenos modos ser de lo más selecto entre la juventud intelectual de aquellos tiempos. Bien supo Iglesias, al presentarles, realzar sus nombres: «Mi amigo Joaquín María López… mi amigo Fermín Caballero».
Era este de color moreno; facciones bastas y rudas, del tipo castellano, común en campo más que en ciudades; bigote negro con mosca; cabello encrespado, que parecía un escobillón; complexión dura; el habla ruda y clásica, de perfectísima construcción castiza. El otro revelaba su estirpe levantina en la finura del cutis y la viveza del mirar, en la vehemencia de la expresión, y en la flexibilidad y gracia. Recibiolos Calpena con franca urbanidad, y se sentaron todos, teniendo uno de ellos que hacer sofá de la cama de Hillo, y este no cabía en sí de gozo viendo tan honrada su pobre mansión.
«Trasladamos el Sublime Taller desde los alcázares de Iglesias a las góticas arcadas de Hillo… – dijo con gracia López. – La Iglesia nos ampara, nos acoge en su santo regazo».
– La Iglesia – replicó Hillo, sentándose en un cofre, – oye y calla, mas no otorga. En el regazo de la Iglesia no entran más que los arrepentidos.
– Amén – dijo Caballero, – y expliquemos en pocas palabras la llaneza con que asaltamos la morada de estos buenos señores.
– El caso es el siguiente… Permíteme – indicó Nicomedes, que no gustaba de que otros dijesen lo que él podía decir. – Sabemos que el Gobierno por una parte, la Reina por otra, despachan agentes al campo y corte de Don Carlos, a los cuales encargan que se finjan rabiosos absolutistas para ganar la confianza de los íntimos del Pretendiente. El objeto es introducir allí la discordia y acabar con el absolutismo por su propia